Una mujer mexicana y sus hijos, recolectores de algodón, son deportados desde Mississippi hacia el Valle del Río Grande. Neches, Texas, 1939. Fotografía: Russell Lee. Wikimedia Commons
Es imposible salir del yo. Recuerdo estar en la frontera y contemplar perros callejeros cruzar indiscriminadamente el puente sobre el Río Bravo que nos divide con Estados Unidos. Deslizarse entre los oficiales ondeando el rabo, pero indiferentes. Las fronteras simbólicas representan un ecosistema ajeno al de los perros. Cada vez más, hago lo posible por salirme de lo humano.
Los sentimientos más puros son intransferibles. Es muy difícil permanecer errante y mantener íntegra una biblioteca. Todo en lo que el acto humano se especialice requiere de más y más objetos suplementarios conforme se avanza en el cuidado de la técnica. Los libros requieren de su propio ecosistema conforme se van acumulando. Una biblioteca es un jardín. Los jardines no existen, son creados.
Nadie sabe lo que recorrerá un cuerpo a través de su paso por este planeta. Lo que tengo conmigo de biblioteca ha viajado al menos cuatro mil kilómetros. Me recuerdo en distintos escenarios empacando libros bajo la falsa promesa de que será la última vez. De Monterrey a Guadalajara fue el último desplazamiento largo. En tráiler. Parque Industrial en Nuevo León a Mercado de Abastos en Guadalajara. Doce toneladas de jabón en polvo, dos toneladas de concentrado de fruta natural; en ese entonces venderlo era mi trabajo. Dos gatos, dos cajas con ropa y seis de libros.
Tramo interminable de Zacatecas, frío penetrante y olor a huesos quemándose. Es acogedor el sistema de sonido en la cabina del tráiler que se mantiene en su carril mientras el conductor busca sobre las alacenas de arriba del parabrisas su clavo de perico. La mano se me congelaba al abrir la ventana para fumar. El conductor descuelga amablemente una chamarra que me acompañó el resto del trayecto.
En algún momento platiqué con un apicultor que se fue de Guanajuato para los Estados Unidos porque le estaba yendo demasiado bien al punto de temer por su vida. En mis últimos trabajos interactúo seguido con migrantes latinos que viven en los Estados Unidos. La frontera me persigue, como si aún pudiera ver el río. Le pregunté qué opinaba de las abejas nómadas, o abejas solitarias —que no producen miel, tampoco habitan en panal, sólo polimerizan y pasan la noche en algún hueco seguro, pero eso no se lo dije— no pareció entender, porque de inmediato asintió y dirigió la plática a la rentabilidad de la miel según sus grados de pureza.
El cuerpo trailero es una máquina eficiente y sofisticada. Espaldas con postura impecable, zigzagueando con ligereza el volante, la ligereza que obtiene un músculo a la familiaridad de poder olvidar que un error lo destrozaría todo a su paso. Podría desaparecer familias enteras incluido él mismo con tan sólo girar la dirección. Si una abeja le picara en el nervio, momento y velocidad indicados para hacerle salir del carril, sabemos lo que sucedería.
Colapso es cuando las estructuras que sostienen la fantasía se ven rebasadas. Jardín con plaga. Al migrante apicultor le iba mejor en México. En un panal tradicional, de una especie que produce miel, las abejas que se consideran viejas pasan la noche sobre las flores en las que recolectan. Así no afectarán la salubridad del panal al morir y pasarán sus últimos momentos cerca de lo que amaron y orbitaron. Hoy es seguro que no todas las abejas maduras tienen un lugar dónde dormir.
Podría olvidar cómo leer, si lo que procuro es la migración entre signos. Tatuarme Retarded en cursiva detrás de los labios. La certeza sobre cualquier acto se desmorona si nos lo planteamos lo suficiente. No todas las abejas producen miel, algunas sólo polimerizan. Es estúpido contemplar una hoja en soledad hasta que se le desprendan las ideas. Permanecer quieto, sin que la respiración influya, dejar que el texto produzca.
Los trailers pueden entrar a Guadalajara hasta las 9:30 de la mañana. Nos quedamos esperando en un Oxxo a las afueras. Andatti, Pingüinos y Marlboro rojos. Un cielo hermoso como sólo puede salir por las mañanas. Iniciamos la marcha. Gestos mínimos en los dedos del conductor, como si lidiara con abejas invisibles. En cuanto arribamos a la central de abastos y los contenidos de nuestros universos se comenzaron a separar mediante la diferencia entre nuestras tareas, se fue difuminando sutilmente la conexión. Nos despedimos con un último cigarro y sin palabras. Agradeciendo un día más desde el destino. Ya han pasado cuatro años y puedo decir con incertidumbre que recuerdo su rostro pero con certeza que lo he olvidado.
Las pasiones se originan de nuestras necesidades. Cada que desempaco mis pertenencias en un nuevo lugar, lo hago de menos a más. Me tomo mi tiempo para familiarizarme con el espacio. Memorizar con el cuerpo. En la dialéctica hegeliana el esclavo llega a dominar tanto de las labores necesarias para mantener de él mismo y del amo, que cuando se rehúsa a colaborar, el amo no tiene cómo suplantarlo. Mantengo lo indispensable en un rincón y con el pasar de los días, le voy asignando un lugar a cada cosa, tuppers, ollas, bicicleta. La naturaleza humana es un jardín y las pasiones no son más que necesidades en florecimiento.
Todo en lo que el acto humano se especialice requiere de más y más objetos suplementarios conforme se avanza en el cuidado de la técnica. Hay existencias humanas para las que cargar más allá de lo que se lleva puesto es un lujo. Omnia mea mecum sunt, dicen los estoicos, pero la elección no siempre existe.
No sé cuántos libros he perdido en mis caminos. Algunos los he regalado por agradecimiento o sólo los he dejado ir. Los jardines no existen, se habitan. Nos sostienen. Me gustaría decir algo más del apicultor, pero no volví a saber de él.
(Guadalajara, 1993)
Filósofo por la Universidad Autónoma de Zacatecas, actualmente escribe en http://www.oscurantismoxxi.com