Fotograma de Apocalypse Now, cinta dirigida por Francis Ford Coppola en 1979
To all that river carries, there is no possible ending
Serge Daney
L'Apocalypse déçoit
Maurice Blanchot
En Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), la tripulación del capitán Marlow Willard navega río arriba. Su misión: llegar adonde Kurtz, comandando un ejército propio, ha erigido su reino. Por lo anterior, se ha dicho que perdió la cordura. En la calma de la misión que comienza —el cielo despejado, la luminiscencia del sol que hace sudar el cuerpo de Willard o el agua que, por la ligereza en la que se desplazan, los acompaña serena—, en esa calma, el capitán repasa los archivos que sus superiores le han dado. Lee sobre el impecable recorrido militar de Kurtz: pone en duda su locura pero también se pregunta, de ser cierto lo que se dice de él, cómo fue que ocurrió.
Semejante a la travesía que Charles Marlow relata en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, el río —el Támesis (en el caso de la novela) y el Nung (en el de la película)— se muestran al principio con una geografía domada: allá las nubes, acá la corriente del río, al fondo el horizonte. En una de las primeras descripciones que Conrad hace del Támesis lo compara con una serpiente que desenrosca su cabeza hacia el mar, pero que pierde su cola en las profundidades del continente. Esa es la serpiente que hechiza a Charles Marlow. Lo mismo le ocurre al capitán Willard. Entre más avanzan río arriba, la geografía domada se tiñe de niebla y de sombras que deforman los límites: hacen del río, las nubes y la vegetación que los circunda una manifestación de las tinieblas. El ascenso, tanto en Coppola como en Conrad, es el de la civilización a la barbarie, “no la barbarie de los otros, sino de la que procedemos, de la que procede toda la civilización”, señala Serge Daney.[1]
En El corazón de las tinieblas, Charles Marlow, antes de iniciar el relato sobre Kurtz, imagina en voz alta, frente a su tripulación, aquellos navíos romanos que novecientos años atrás, para cumplir una encomienda militar, recorrieron el Támesis: “Imagináoslo aquí: en el mismísimo fin del mundo, un mar del color del plomo, un cielo del color del humo, un barco tan rígido como una cortina”. Tanto el Nung como el Támesis llevan sobre sus aguas el terror de las guerras anteriores; cargan su geneología: esa fatal filiación que las hermana, pues con su continuidad esparcen muerte. En el filme de Coppola, las luces que se deslizan en el río —persiguiéndose, adelántandose, uniéndose, cruzándose entre sí— auguran la presencia temible de Kurtz. Todas estas trayectorias —el propósito de la guerra emprendido por tantos— van revolviendo las tinieblas, avivando sus matices, las capas que conforman sus sombras.
Las tinieblas, en el filme de Coppola, muestran sus rostros a través de tres personajes. Moisés Elías Fuentes menciona que Kilgore, Willard y Kurtz son tres estadios de la libertad pérdida.[2] El primero, un oficial ahíto del sin sentido de la guerra, arroja napalm a una aldea mientras en los altavoces del helicóptero reproduce El anillo del nibelungo, de Wagner. Después del ataque, ordena a un par de sus soldados surfear en las olas que, debido a las explosiones, se han generado. Sobre estas escenas, Serge Daney señala que la espectacularidad de las llamas y la de los cuerpos heridos no está dirigida a los espectadores. Se trata más del espectáculo con el que los propios personajes viven y justifican el genocidio.
El sonido que acompaña dichas imágenes, siguiendo a Daney, las desgarra desde dentro, impidiéndoles convertirse en un refugio para el público, inspirando miedo. Entonces “comprendemos que nunca hemos visto un helicóptero. Nos encontramos por debajo de la significación: un helicóptero es un helicóptero, nada más; una explosion una explosión; una muerte una muerte”. Los objetos que intentan convertirse en símbolos (las cartas de póker que Kilgore arroja sobre los cuerpos deformados e inertes) no significan, en realidad, nada para nadie, ni siquiera para él. Sin embargo, matan. Son símbolos que sólo albergan vacío y niegan la vida: ese es el lugar concreto, demasiado concreto, de la guerra, dirá Daney.
Elías Fuentes refiere a Willard como el asesino resignado a su oficio. Él acepta la misión de encontrar y asesinar a Kurtz como un deber; nunca duda. Escenas antes de la propuesta, encerrado en una habitación de hotel, alcoholizado y sumido en una depresión, golpea un espejo. La sangre brota y colorea su puño como la huella de que, después de presenciar la guerra, no hay hogar posible. A ese no retorno es al que Willard se enfrenta en aquel espejo. Después de recibir la misión, tal desesperanza se apaga. No volveremos a verlo así en ningún otro momento de la película: la guerra llena de sentido su destierro.
Por su parte, Kurtz es el renegado que interpreta el mal como filosofía, apunta Elías Fuentes. Cuando está por conocerlo, Willard se entera que con el coronel no se habla: “A él únicamente se le escucha”, le aconseja un fotógrafo estadounidense, quien alaba sin cesar el genio de Kurtz. Al ocurrir el encuentro tan esperado por Willard, desciframos la filosofía que hay detrás de la locura del coronel. A modo de parábola, Kurtz apunta la necesidad de una moral que permita utilizar los instintos primordiales para matar sin pasión, sin sentir; venciendo el juicio. Una dualidad que converge: el hombre que ama y que mata, palabras con las que, en otro momento de la película, una terrateniente francesa describe a Willard. Sin embargo, pese a la seguridad con la que Kurtz explica sus actos, le preocupa que su hijo —alejado de lo que ocurre en aquella selva— no entienda lo que ha intentado ser.
Los tres personajes son el intento desesperado por dar sentido a lo que no lo tiene. En otras palabras, dirá Elías Fuentes: “Cada uno a su modo, Willard, Kilgore y Kurtz se sienten dioses, aunque sólo otorgan la muerte”. El río por el que todos ellos se desplazan los lleva a enfrentar esa disyutiva que tanto interesó a Conrad: la elección entre el bien y el mal, y el peso que de esto se desprende: la confrontación de los personajes con su albedrío. Enfrentados a la naturaleza circundante, tendrán que reconocer la frágil consistencia de su moral. Pues como ya señalaba Sergio Pitol, Kurtz, al estar rodeado de esa vida de la selva que se agita en los bosques, reconoce su propia naturaleza: la de animal de presa. En la raíz de todo, las tinieblas que se creían exteriores —las que tiñen al Támesis y al Nung— fueron siempre la sombra del espíritu de los personajes; ese mal que siempre estuvo ahí: carente de símbolos, de sentido.
En el filme de Coppola no hay punto de quiebre: el orden nunca se fractura, puesto que desde el inicio ya está corrompido. A esa realidad se enfrenta el capitán río arriba, a la farsa de la conquista de la tierra que al estar tan cerca de ella, pierde todo su atractivo, pues no se trata más que de “arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros”, dice Charles Marlow en El corazón de las tinieblas. La justificación de la guerra es tan sólo una idea; una por la que “uno puede inclinarse y ofrecer un sacrificio”, de nuevo el Marlow de Conrad. En Apocalypse Now, el asesinato de Kurtz a manos del capitán aspira a la perpetuación de esa idea. Tal acto no es el de dos fuerzas contrapuestas, sino la renovación de una a través de la otra, un pacto filial. Marlow descubre el horror de esta herencia: las guerras que corren por las aguas del Támesis y del Nung, de la civilización. Serge Daney menciona que Kurtz no es el padre —Layo— que espera su muerte, más bien es quien aguarda impaciente a su asesino —Edipo—. Willard terminará por asemejarse a Kurtz al asesinarlo y mimetizar así su violencia. “El horror… el horror”, susurra el coronel antes de morir, palabras que resuenan, con todo su peso e implicaciones, en la mente del capitán mientras conduce el bote de regreso, a través de la oscuridad.
Tanto en la novela como en el filme, los poderes de las tinieblas no terminan en la figura de Kurtz, más bien aluden “a los horrores de la colonización, en cualquiera de sus formas o épocas”, como señala Malva Flores en su introducción a El corazón de las tinieblas.[3] Para Conrad fue lo que vivió en el Congo, después de lo que confesaría que había nacido su comprensión del ser humano. Coppola basó el guión de Apocalypse Now en la novela de Conrad, trayendo aquella oscuridad de aquel ascenso de río, para hablar de la guerra de Vietnam: “Esta no es una película sobre la guerra de Vietnam, esto es Vietnam”, sentenció el director al presentarla en el Festival de Cine de Cannes. Un apocalipsis que nos defrauda, sí, no sólo a los personajes cuando descubren que el horror es causado por ellos mismo, también a nosotros, a los lectores espectadores, pues comprendemos que a esa idea se le siguen ofreciendo sacrificos. Ya fuera el Congo, Vietnam o los navíos que cruzaron el Támesis. Esas tinieblas, como una culebra que se enrosca incesante, parecieran no querer detenerse, murmurando, aún hoy, “El horror… el horror” en Oriente Próximo.
[1] Serge Daney, “The Cinema House and the World: The Cahiers du Cinema Years, 1962–1981”, en Semiotext(e), https://thereader.mitpress.mit.edu/legendary-film-critic-serge-daney-on-apocalypse-now/ [Consultado el 1 de octubre de 2024].
[2] Moisés Elías Fuentes, “Los que aman y los que mantan: cuarenta años de Apocalypse Now” en Revista de la Universidad de México, Junio de 2019, https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/d127efb4-9728-492e-8fb7-e00381feb8df/apocalypse-now-de-francis-ford-coppola [Consultado el 23 de septiembre de 2024].
[3] Malva Flores, “Presentación” en El corazón de las tinieblas, México, Universidad Veracruzana, 1996.
(Xalapa, Veracruz).
Estudió Antropología en la unam. Recibió el primer premio Pulsar de crítica de cine por la Escuela Superior de Cine (2023). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas (2023-2024). Es productora de la Escuela de Escritura (unam) y editora de la revista Icónica.