George Bellows, A Stag at Sharkey’s, litografía, 1917, Indianapolis Museum of Art
“Fue una patada en la nuca. No hay vuelta; los deportes son saludables”, este es el tono con el que Roberto Arlt escribe la crónica sobre la final de fútbol de la Copa América de 1929, jugada entre argentinos y uruguayos, en el estadio de San Lorenzo de Almagro, en Buenos Aires. Se trata de la primera vez que Arlt presencia un partido de fútbol, si exceptuamos las veces de los chicos en la calle “en detrimento de las vestimentas y su calzado”. Sin embargo, lo verdaderamente llamativo resulta en que este mismo Arlt, que había definido la estética con un golpe de boxeo (un libro, dijo, debe tener la fuerza de un cross a la mandíbula), mientras recorre las tribunas y camina después por Avenida La Plata, Arlt, en lo que más se fija, en lo que repara, es en la gente que ve el partido. Los que salen por una claraboya de una casa vecina al estadio, y se amontonan en el techo “como si estuvieran en el cinematógrafo”, los que se pegan al alambrado, las chicas que ríen con “los barras”. “Y luego tropecé con una brigada de forajidos”, escribe, “que vendían ladrillos, no para tirárselos a los jugadores … [sino] para servir de pedestal a los espectadores petisos”.
Que lo de Arlt es crónica y no ficción, cierto, pero desde el vamos sirve para plantear que cualquier dossier es por naturaleza incompleto, casi injusto como toda lista. Se podrían enumerar las veces en que, por ejemplo, en la literatura europea de comienzo de siglo XX aparecen los juegos de cricket y los de tiro o (pienso ahora en Giorgio Bassani) en las muchachas que andan en bicicleta, y que la crítica llama “época del velocímetro”, asociada a la libertad sexual femenina. Aún más. Al hablar del deporte en la vida literaria, donde las alusiones son más comunes de lo que suele creerse, contar que en Shakespeare el tenis aparece por lo menos seis veces. En Enrique quinto y en Enrique octavo, en Mucho ruido y pocas nueces, y este chiste que parece ser una cita exacta de comedia (y que tomé también crítica mediante): “los ingleses deberán renunciar a su fe en el tenis y en las medias largas”.
En cambio, el plan es diseñar núcleos y centros narrativos y, aunque incompletos, ahí es donde Roberto Arlt da en el blanco: ciertas constantes de lo que le pasa a la gente común, quiero decir, a los que no son deportistas de excelencia ni prenseros de primera plana, hablo de los que vemos cada partido desde afuera. Ahí lo primero que surge es la emoción. Emoción al mirar, al reconocernos, al proyectarnos. Porque además del chiste de Arlt sobre las patadas, lo que más hay en el deporte es empatía. La experiencia colectiva de identificación y un marco de pertenencia, el grito compartido, el estar con, la dimensión honda de la otredad.
Así las cosas, arriesgo que en los últimos veinte años y un poco más se viene dando una especie de tendencia literaria, de boom, en esto del deporte en la ficción. Varios señalan la antología de Jorge Valdano, Cuentos de fútbol, publicada en 1998, como una marca que quizá cuente entre los primeros disparadores. El libro incluye veinticuatro relatos firmados todos por varones, donde destacan los nombres de Bryce Echenique, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti, Osvaldo Soriano, y un etcétera largo, lista a la que, cuando hablamos de este tipo de relatos, deben sumarse los ya clásicos autores de nuestro continente en lengua española, Juan Villoro, Eduardo Galeano y Roberto Fontanarrosa. En la tradición mexicana, vale nombrar también como antecedentes a Lenin en el fútbol, de Guillermo Samperio (1975), Bienvenido, papá, teatro, de Eusebio Ruvalcaba (1978) y El cuento del fútbol, de Xorge del Campo (1986).
Muy singular me resulta esto que dice Valdano en el prólogo: dice que este volumen “es un encuentro para el músculo y el pensamiento con la intención de que vayan perdiendo la desconfianza que se tienen”. La dualidad que propone es clara. Músculo y pensamiento como elementos separados. Como instancias distintas: refiere a una disociación histórica en la que la literatura es entendida como una cuestión “intelectual” (enfatizo las comillas) y los deportes como un acento en el “cuerpo” (otra vez comillas), desentendidos de la vida racional (y otra vez comillas). Mi punto entonces es que esto es lo que viene cambiando desde hace veinte años: se va dejando de lado esa falsa disociación, y aparece un libro, una antología, que busca fusionar los elementos.
Ahora bien. Si el fútbol es, quizá, el deporte sobre el que más ha escrito el periodismo, la crónica y la non fiction, al punto de que a cada rato se fundan y crecen editoriales independientes dedicadas únicamente a esta disciplina, el boxeo (y luego el ajedrez) es el deporte que más ha sido narrado por la ficción. La larga tradición sajona sobre pugilismo incluye autores por todos conocidos, como Conan Doyle, Jack London, Ring Lardner, Hammet, Hemingway, y libros como Fat City. En español, además de los escritores mencionados en el párrafo sobre el libro de Valdano, sumo los cuentos de Garibay, los versos del cubano Nicolás Guillén y los dichos de José Martí, ese relato dulcísimo que es “Los que vieron la zarza” de la argentina Liliana Heker y el famosísimo “Torito” de Cortázar sobre la figura del peso mosca, Justo Suárez. Agrego de paso que este cuento nunca me convenció del todo. Me resulta por momentos demasiado lacrimoso, demasiado regodeado en la queja. Por la prosa edulcorada en los puntos suspensivos (“te juro que tenía ganas de llorar, como cuando ella…”) y por el abuso de coloquialidades hasta la saturación, así en el comienzo (“qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba”).
El caso es que el deporte en la ficción suele ser antes que nada existencial. Personajes “basados en”, jugadores inventados, perdedores heroicos, tragedias anónimas. También, sin duda, le cabe lo épico. Épico en lo colectivo, muchas veces identificado con un barrio, épico para el individuo. Va más allá del contexto y trasciende el cuerpo entero. Epinicio es el nombre del género griego en el que se exaltan poéticamente triunfos. Los epinicios sobre el deporte dan una estampa, cuentan el esfuerzo atlético por alcanzar la gloria, que es lo mismo que decir alcanzar el recuerdo eterno, vencer la muerte. Es Píndaro el que escribe las odas olímpicas (se estima que los primeros juegos se dieron en 776 a.C.). Pero ya en Homero hay relatos sobre el tema: además del boxeo, en La Ilíada se cuenta la carrera de carros entre Patroclo y Héctor, y en La Odisea, se detallan el juego de pelota, el lanzamiento de peso y de jabalina y de disco, el salto de longitud y las competiciones de regatas. Aristófanes, Demóstenes usen el deporte y la salud atlética como metáfora en sus discursos.
Pienso ahora en dos relatos extraordinarios, dos epinicios que, en su factura moderna, presentan las paradojas de los antihéroes: han sido relegados, excluidos, pero triunfan por la hondura y la humanidad que conmueve. El primero es Colin Smith, el protagonista de la novela del norteamericano Allan Sillitoe, publicada en 1959, que cuenta la historia de un chico de la calle en un correccional de menores, mientras compite en una carrera de velocidad:
y entonces conocí la sensación de soledad que experimenta el corredor de fondo cruzando los campos, y me di cuenta de que por lo que a mí se refiere esa sensación era lo único honrado y verdadero que había en el mundo. (La soledad del corredor de fondo)
El tío Agustín, tumbado sobre la cama en el dormitorio de un pueblo, arrasado por la vejez y la demencia, es el centro del segundo relato. El personaje bellísimo de Haroldo Conti, que escribe desde “el raído invierno de la tristeza”, comenzó una mañana a “equivocar las puertas y los cuartos y a veces charlaba en los rincones del patio con personajes invisibles” y así dejó de correr. Antes, era una maravilla verlo puntear en las doce a Bragado. Alto, y con las piernas huesudas, viene perseguido por una nube de polvo y un perro escuálido que le ladra a las zapatillas de badana, verlo correr en tiempo presente, el tiempo de la historia que lo eterniza, “al tío que es puro hueso y tiene una llama encendida que alumbra por debajo de la piel”.
Además, la oralidad es otra clave en la serie de biografías de deportistas inventados. Cuando los giros se acentúan, esta forma de contar una historia es el corazón mismo de la historia. Ahí están los laudatorios, “El Rayo Macoy” de Rafael Ramírez Heredia, “Puntero izquierdo” de Mario Benedetti, y la novela de Rafael Sánchez, La guaracha del Macho Camacho. Héroes hasta el desastre, porque si ellos merecen un epinicio, también puede escribirse sus elegías. El llanto por la muerte de un guardameta es un poema desopilante escrito por Miguel Hernández a los dieciocho años, en los que se narra la historia de un arquero de fútbol que se reventó la cabeza contra un poste.
Te sorprendió el fotógrafo el momento
más bello de tu historia
deportiva, tumbándote en el viento (…)
Y te quedaste en la fotografía,
a un metro del alpiste
con tu vida mejor en vilo, en vía
ya de tu muerte triste
sin coger el balón que ya cogiste.
Fue un plongeón mortal. Con ¡cuánto! tino
y efecto, tu cabeza
dio al poste. Como un sexo femenino,
abrió la ligereza
del golpe una granada de tristeza.
Así sea desde los triunfos individuales, desde la narración épica en el barrio, en sagas, en epopeyas, siempre, en la literatura moderna de deportes, la ficción pone un pie en la no ficción. Toma elementos, pide prestado, se ancla en un contexto histórico que potencia el sentido y la identidad de cada relato. Hay muchos ejemplos explícitamente políticos que tratan momentos históricos brutales. Los deportistas que no sobrevivieron a las guerras, al holocausto, a la violencia estatal de nuestro continente. Pero para este cierre, quiero señalar el comienzo glorioso de unos versos de Roque Dalton, el poeta de El Salvador, que se incorpora a la guerrilla desde muy temprano, y muere a los cuarenta años. En “No, no siempre fui tan feo”, Dalton, que amaba toda discusión, habla sobre el Ministerio de Defensa y de Seguridad de su país, sobre la CIA, sobre el Partido Comunista soviético y sobre Cuba, y así empieza:
Lo que pasa es que tengo una fractura en la nariz
que me causó el tico Lizano con un ladrillo porque yo decía que
evidentemente era penalty y él que no y que no y que no
Capítulo 25 en adelante, de la segunda parte: una de las escenas centrales de Ana Karenina sucede durante una carrera de caballos, y la nombro ahora por señalar el momento exacto en que un argumento se quiebra o se define en un partido, en un match, en una competencia deportiva. De los miles de ejemplos, muy posiblemente uno de los más canónicos sea esta escena de Tolstói.
El caso es que Vronski ya ha montado sobre la yegua Fru-Fru, y ha atravesado casi toda la competencia con éxito, para gusto y relamida de gran parte de la sociedad que lo observa: ante los ojos de todos, y en especial ante Ana Karenina y su marido, que esperan el último salto previo a la línea de llegada. Con un entramado de puntos de vista que alternativamente se solapan (el agite de Vronski sobre el caballo, y acá Tolstói se toma mucho tiempo en dar cada detalle sobre la velocidad y la violencia de la cabalgata, y así va preparando el desenlace, cómo quedan atrás los otros competidores, cómo se acelera la corrida, el sudor y la tensión que se percibe en las orejas de la yegua) entonces llega el momento y Vronski salta y Fru-Fru salta y él cae mal sobre la montura y con su peso y su caída le fractura el espinazo. A partir de ahí, solo será un desmoronarse. De la yegua y de las historias de la novela. Vronski azota al animal que ya no se levanta, él está ileso (esto lo sabe el lector) pero debe abandonar la pista mientras alguien piadoso remata al animal. Así, el punto de vista se traslada a las tribunas, y se relanza desde un momento anterior, en el salto y la caída, cuando:
estaban todos tan horrorizados, que el grito de espanto que lanzara Ana al ver caer a Vronski, no sorprendió a nadie. Pero en seguida el rostro de Ana adquirió una especial viveza, revelando sentimientos y emociones que no le era lícito mostrar en sociedad.
Este grito de Ana, en el que ella no puede disimular su preocupación por Vronski, ni su amor por él, y que trágicamente la delata, es también el verdadero fin de la carrera de caballos. Carrera de la que nunca sabremos quién ganó, ya no importa, lo esencial, el centro, es la emoción que desencadena en Ana. Ocurre en esta escena algo similar a lo que propone Borges cuando habla sobre escribir los sueños. Dice Borges que es imposible narrarlos, que aún contados con las mismas palabras, un sueño puede resultar placentero o monstruoso. Que entonces la clave está en el personaje, en el impacto que ese sueño tenga sobre el personaje. Es el personaje el que siente si es placentero o una pesadilla.
Como se sabe, el impacto del accidente de Vronski sobre Ana es de tal magnitud que cuando ella vuelve a su casa le confiesa todo a su marido.
Estaba y estoy desesperada. Le escucho a usted cuando habla, pero estoy pensando en él [en Vronski]. Le amo, y soy su amante. No puedo soportarle a usted. Le odio, le aborrezco. Haga conmigo lo que quiera.
Este diálogo desata su ruina.
Después de su divorcio, y con la indicación médica de ejercitarse al aire libre, en 1922, Agatha Christie comienza sus prácticas de surf, primero en Sudáfrica, y luego, en las Islas Canarias en 1927. Escribe en su diario sobre las distintas dificultades con las tablas. También son conocidas las fotos de juventud de Virginia Woolf jugando cricket con su hermana; o las notas de Simone de Beauvoir sobre andar en bicicleta. Cuenta Eduardo Galeano que el fútbol, para Albert Camus, era tan importante que forjó a fondo su mirada de mundo: Camus jugaba de arquero en Argelia, porque en ese puesto se gastan menos los zapatos. No podía darse el lujo de correr por la cancha. Cada noche, al volver a la casa, la abuela le revisaba las suelas, y le daba una paliza tremenda si las encontraba gastadas. “Que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga”, eso parafrasea Galeano en el cierre de esa estampa.
Pero a Carlos Monsiváis no le gustaba el deporte. Tampoco a José Emilio Pacheco. Richard Ellman, en su biografía sobre Oscar Wilde, dice que Wilde tenía nueve años cuando se dio la separación oficial entre el rugby y el fútbol, y que el fútbol no le gustaba para nada. Se sabe que Wilde practicó boxeo, con la paradoja de que el tío de su amante, el marqués de Queensberry, el que fundó las reglas del pugilismo en 1867, fue el responsable de que Wilde terminara preso.
El argentino Haroldo Conti se pasaba todo el tiempo en el agua. Hacía natación, carreras de veleros. Le maravillaba el río. El agua, la presencia metafísica del agua, quiero decir, son claves en su escritura, la médula narrativa de Sudeste. Conti fue secuestrado el 4 de mayo de 1976, hoy está desaparecido. El secuestro de Rodolfo Walsh fue un año después, el 24 de marzo de 1977; Walsh también está desaparecido. Walsh era socio del Club de Ajedrez de La Plata, y el registro del club da cuenta de que llegó a hacer “varias partidas en tercera categoría”. Dicen que durante los años cincuenta, Walsh se metía a jugar en los bares. Que era fácil encontrarlo a la tarde en El Parlamento, en el Bar Rivadavia. Que era tímido y se comía las uñas. Y lo que él escribe en su prólogo a Operación Masacre, que fue justamente durante una de estas partidas de ajedrez, cuando escuchó la frase que lo llevó a investigar, y a publicar en 1957, el libro sobre la masacre de José León Suárez, libro publicado un año antes de que saliera A sangre fría de Capote, libro que es origen y escritura fundante de la literatura non fiction. Cuenta Walsh que mientras jugaban, alguien dijo, sobre los tableros, en la caída de la tarde:
Hay un fusilado que vive.
Y que fue así como empezó todo.
Ciudad de Buenos Aires, 1978. Narradora, ensayista, cursó estudios de historia en la UBA. Fue becaria del Centro Cultural de la Cooperación (Buenos Aires, 2004) y obtuvo diversos premios en género cuento y ensayo. Entre sus libros se encuentran: Cuaderno de invierno (novela corta, México, 2021); Nausica. Viaje al otro lado de la otredad (ensayos sobre género, Monterrey-La Plata, 2021); La cacería (cuentos, México, 2016); De la noche rota (cuentos, Argentina, 2009). En 2014, recibió el Premio de cuento Edmundo Valadés; Mención en el Premio Casa de las Américas, Cuba, categoría ensayo; y la Primera Mención en el Premio Municipal de Literatura de Buenos Aires. En 2017, obtuvo una residencia artística en Montreal, Canadá, y ese mismo año, otra, en Shanghai, China. Colabora regularmente con revistas y suplementos de cultura de América Latina, y desde 2018 a 2020, estuvo a cargo de la sección de Narrativa de Revista Levadura de Monterrey, México.