El novato del año 86

Carlos Velázquez
junio-julio de 2024

 

 

Fernando Valenzuela en 1986. Fotografía: Tony Barnard, Los Angeles Times, Wikimedia Commons


Me enamoré por primera vez a los ocho años. Ocurrió en un parque de béisbol.

Varios pasajes de mi infancia transcurrieron en el Estadio Revolución. Y en el Rosa Laguna. Y en algunos campos llaneros desperdigados por pueblitos remotos de La Comarca Lagunera. No sé si el béisbol inventó al Norte o el Norte inventó al béisbol. El desierto y el montículo del pícher son uno mismo. Pareciera que no pueden existir uno sin el otro. Polvo, un sol sicalíptico y los tacos de los spikes, que suenan como las mismísimas espuelas de un cowboy, son el gerber de todos los domingos. Después de los partidos, procedentes de Tlahualilo, capital mundial de la sandía y el melón, regresábamos con la cajuela cargada de uno sandillones más dulces que un martini de chocolate y más pesados que una bola de boliche.       

Vine al mundo con la cachucha puesta. Y para desgracia de mi padre, Yankee de corazón. Mi recuerdo más viejo es de un campo de béisbol. En Reynosa, Tamaulipas. El diamante refulgía de soledad. Sólo las almohadillas rompían con la vacuidad del yermo. Mi padre me sostenía en brazos. Entonces la monotonía fue rota por una bicicleta que cruzó en diagonal, desde el home a segunda base, y se perdió en lontananza. En ese mismo viaje me cruzaron a McAllen sin papeles. Por unos días viví el sueño del migrante.

El álbum de fotos de mi niñez está retacado de imágenes mías en uniformes de béisbol. En otras aparezco vestido de vaquero. Botas y sombrero eran mi look de todos los días. Era un niño bien norteñote. Hay una polaroid en la que estoy vestido con una chamarra de flecos y recargado en un carro Caprice color agua verde estancada. Parezco integrante de un conjunto norteño. Esa fotografía bien podría confundirse con una portada de Los rancheritos del Topo Chico. Si no hubiera descubierto el punk, quizá me vestiría como muchos morros de por aquí: con botas vaqueras y gorra de beis. Pero cambié las botas por los Converse.

En 1986 me volví fan del Pique, la mascota del Mundial, y comencé a llenar el álbum de estampas Panini México86. Sin embargo, la santosmanía todavía no prendía en La Laguna, y el equipo de beis, los Algodoneros del Unión Laguna, era la principal atracción deportiva de la región. Su sede, el Estadio revolución, es el más antiguo del país. Fue inaugurado en 1932, año en que Torreón sería elevado al rango de ciudad. Y ahí, en ese recinto, me enamoré por primera vez. Y también por primera vez me rompieron el corazón. Y fue el lugar donde vi unas tetas por primera vez. Todo en el mismo año en que Negrete le metiera un gol de tijera a los búlgaros.

En aquella época, durante la temporada de béisbol, por las tardes los aficionados que no acudían al estadio, sacaban su mecedora a la banqueta y escuchaban el partido por la radio. Existe una atracción que ejercen los estadios, de cualquier deporte, hacia los individuos. Yo no la experimentaría a conciencia hasta muchos años después. Pero un día descubres en tu interior una urgencia por pisar determinado estadio. Por el equipo. Por su historia. O por fetiche. Eso me ha llevado a realizar viajes a Estados Unidos con el objetivo específico de pisar el Dodger Stadium, por ejemplo. No sólo me desplazo para asistir a conciertos. También he sido cliente del turismo deportivo.

Mi padre, como exbeisbolista, por supuesto que se sentía imantado por el estadio de su ciudad. Y me arrastraba con él. Durante muchos años el Estadio Revolución se convirtió en mi segunda casa. Pasé muchas tardes de mi niñez haraganeando en su interior. Existen tres tipos de aficionado. El que llega a tiempo para el arranque del partido. El que llega cuando ya comenzó, a la segunda entrada. Y aquellos que desde dos horas antes “llegan a barrer”. Mi padre era de estos últimos. El béisbol es el picnic norteño. En este desierto donde la tradición de tender una manta sobre el césped nunca devino moda, los domingos por la tarde había que acampar en el estadio.

La tradición en Torreón, a la que también caería rendido años más tarde, son los lonches de adobada. Un manjar que sólo existe en esta ciudad. Y los mejores son los que se venden adentro del estadio. Aproximadamente trescientos gramos de carne de cerdo en adobo frita en aceite dentro de un pan francés. Sin embargo, para mí lo seductor de las excursiones al Revolución eran los dulces. La oferta distaba una galaxia de lo que vendían en la tiendita de la esquina. Eran gabachos. Como la fayuca en esos años, viajaban de contrabando desde la frontera. Los chicles y sobre todo los chocolates eran alta repostería. Ningún chocolate de estos tiempos se compara en sabor a un 3 Musketeers, un BarNone o un BabyRuth ochentero.

Y de quién me iba a enamorar si no era de la hija de la dulcera.

Siempre que me preguntan a qué equipo le voy se burlan de mí cuando respondo que a los Yankees. Es cierto que durante muchos años fueron la nómina más choncha de las Ligas Mayores, esa característica lo ostentan ahora los Dodgers, pero haber hecho coincidir en una misma era a Mariano Rivera, Andy Pettitte, Roger Clemens y CC Sabathia es uno de los milagros de mi vida. Y no hablemos de bateadores. Pero con todo respeto para el Bambino y compañía, siempre he sentido debilidad por los píchers.

Puedo presentarme en el estadio de futbol con una playera de rock o puedo ir a un concierto con una camisa de vestir, pero no puedo acudir al estadio de beis sin gorra. Y a mis ocho añitos entraba al estadio con mi cachucha de los Yankees. Y mientras mi padre se atiborraba de quinielas, sus golosinas favoritas, yo me sentaba junto a la Nancy, la hija de la dulcera, a chupar root beer. Era dos años mayor que yo. Nos hicimos amigos desde el primer Butterfinger que le compré.

Mi dotación de chatarra gringa dependía de lo que mi padre ganara o perdiera en las quinielas. En ocasiones nos iba tan mal que tenía que conformarme con un agua de horchata y una bolsa de semillas, que tienen su encanto. Las semillas también son tradición en el beis. En el presente me es indispensable pelar pepitas para poder concentrarme en el juego. Cuando voy a partidos en el gabacho padezco la ausencia de las pepas en los estadios.

Me es imposible calcular la cantidad de cachuchas que he tenido en mi vida. Desde muy pequeño tuve acceso a las gorras oficiales. Por lo que he tenido pocas piratas. Es otro vicio. Y tengo de varios equipos, por fetiche. Porque amo el béisbol en general. En estos momentos en mi clóset tengo de Boston, una de la Serie Mundial de 2016, de los Yankees, y del Unión Laguna, obviamente. Lo chingón de visitar estadios en ciudades gringas, además de la experiencia en sí, es poder comprar gorras que no encuentras a la venta en otro lugar, ni siquiera en la página de New Era.

Cuando visité el Minute Maid, estadio de los Astros de Houston, me compré una gorra muy bonita con el escudo del equipo en dorado. Siempre que la llevo al Revolución más de cinco me preguntan que en dónde la merqué. Hace unos años un amigo correría el maratón de Houston y me invitó a acompañarlo. Me sumé al viaje porque sería una buena oportunidad para visitar el Minute Maid. Tenía ganas de conocerlo porque en los astros jugó uno de mis máximos ídolos, el Dr. Ponche, Nolan Ryan, y quería ver la estrella con su nombre que está en el piso afuera del estadio. Además, contraté el tour por el interior del estadio y pude pisar un costado del diamante y recorrer casi todo el inmueble.

Recuerdo una ocasión en que hubo un enorme alboroto en el Revolución. Fernando Valenzuela visitó La Laguna. Y lanzó unas bolas en el estadio. Mi padre y yo nos tomamos una foto con el Toro. Fue todo un acontecimiento para la ciudad. Ninguna otra personalidad hubiera despertado la misma emoción. La fernandomanía estaba en su cumbre. Y tener al héroe del país en Torreón era más importante que la visita de cualquier presidente.      

Quién va a enamorarse a un estadio de beis. Sólo un fabulador. Tantas tardes junto a Nancy crearon un vínculo entre nosotros. Existe algo de comunión en el acto de compartir con alguien las nueve entradas. Pero no es lo mismo con tu padre o con un amigo que con una chica. Es lo más parecido a estar en un avión durante un vuelo que cruza el Atlántico. Sólo existíamos nosotros dos. El tumulto del partido, la vendimia intermitente y los gritos de los aficionados no irrumpían en nuestro silencio. Una intimidad que consistía en mirarnos ocasionalmente y darle sorbos a la root beer.

¿Tienes novia?, me preguntó una tarde.

No, por supuesto que no. Lo que tenía eran ocho años. Y aunque ya me había besado con algunas niñas en el patio de la escuela jamás había convivido con alguien como Nancy. Y babeaba por ella, aunque sabía que no tenía ninguna oportunidad. Las niñas mayores no se hacían novias de niños más chicos que ellas. Era una regla inquebrantable, como las reglas del beis. Me conformaba con compartir con ella la temporada. Pero como al menos me merecía una oportunidad al bat, el último partido en casa del 86 le llevé un regalo. Era mi álbum del Pique. Me miró divertida.

Voy a compartir algo muy especial contigo, me dijo. Y abrió una paleta de cajeta. De estas sólo le doy a mi novio, agregó.

¿Y tienes novio?, pregunté.

Su respuesta fue sacarse la paleta de la boca y meterla en la mía.

Todo estaba dicho. Ni siquiera había tenido que hacer ningún movimiento. Ninguna declaración. Ella se había adelantado. Como dice Moe de los Simpsons: “maldito perro afortunado”. Así me sentía. Observamos el resto del partido tomados de la mano. Era mejor que correr detrás de las pelotas que salen de foul fuera del parque. Era mejor que pedirle autógrafo a los jugadores. Cuando se terminó el juego nos despedimos con un beso de pescadito.

Pasé el resto del año en el vado del Río Nazas jugando beis con un equipo de la liga infantil. Y cuando comenzó de nuevo la temporada de la Liga mexicana, el día del juego inaugural fui a buscar a mi novia, pero no estaba. Ni su mamá. Le pregunté al recogeboletos de la entrada. Se habían mudado de ciudad. Era demasiado joven para dimensionar mi primera decepción amorosa. Pero la sensación de derrota no me la pude ahorrar. Era un sentimiento parecido a reprobar el año, a que en navidad no te regalaran el Halcón Milenario. A que dos años después en ese mismo estadio tocara Soda Stereo y nadie me llevara al concierto. Lo que confirmaba mi condición de novato.

Pero no uno cualquiera. Cuántos novatos le han visto las tetas a la Chiquitibum. Aquel año 86, Mar Castro visitó el Estadio Revolución. Entró por el jardín derecho en un auto convertible. Sentada sobre la cajuela, con los pies anclados en el asiento trasero. Llevaba la misma blusa con el logo de Carta Blanca con la que aparece en el comercial. Dio una vuelta encima del carro por todo el estadio saludando con la mano. Y antes de abandonar el diamante se levantó la blusa. No traía brasier. Y nos enseñó las tetas a los que estábamos en las gradas. No se las mostró a los de los palcos ni a los de butaca. Fue a nosotros, los de las clases populares.

Mar Castro me robó la poca inocencia que me quedaba. Y con su partida Nancy me rompió el corazón.

Estaba listo para comenzar a vivir.   

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Carlos Velázquez

(Torreón 1978), es autor de los libros de cuentos La Biblia Vaquera, La marrana negra de la literatura rosa y La efeba salvaje, así como del libro de crónicas El karma de vivir al norte. Escribe la columna “El corrido del eterno retorno” en el suplemento El Cultural del periódico La Razón.