Encontrar un barco para contar una historia

Israel Nicasio Álvarez
junio-julio de 2024

 

 

Fotografía: iStock


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“Yo vengo de allá”, dice mi padre mientras señala el horizonte. Estamos sentados en la playa de Punta Maldonado, en el municipio de San Nicolás, localizado en la Costa Chica de Guerrero. El oleaje del mar es agradable, la arena nos acaricia las plantas de los pies. Mi padre insiste en señalar algo frente a nosotros. Trato de seguir la guía de su mano hasta donde el dedo apunta. El color de su piel se ilumina con el sol de la tarde. Mi padre se llama José, es afrodescendiente y lo hace saber con orgullo cada vez que puede. “Allá se quedó hundido el barco que trajo a mi familia; yo vengo del mar, de la noche”. Papá habla con una voz tan profunda que parece formarse desde un lugar más lejano que su cuerpo.

Nosotros llegamos a este lugar buscando un barco. Punta Maldonado encierra una serie de preguntas que, posiblemente, no serán respondidas en esta ocasión. Mi padre busca con la mirada algo que no acaba de identificar; le habla al mar con los ojos, lo hace como si fuera posible arrancarle las palabras con cada pestañeo. Para él esta historia tiene un comienzo que ha sido heredado de forma oral: el último barco que comerciaba con personas, que fueron tomadas como esclavas, encalló y los prisioneros escaparon en medio de una revuelta en la que nadie tuvo oportunidad de arrepentirse; sólo quedaba huir, salvarse o perderlo todo otra vez, tal como sucedió cuando los arrancaron del lugar al que llamaban hogar. Montar las olas fue la solución para no perderse en la historia otra vez. Probablemente nadar fue la primera expresión de libertad para quienes se convirtieron en los pobladores de esta zona del país.

Algunos de los recuerdos que mi padre atesora tienen que ver con las despedidas. Es como si estuviera acostumbrado a alejarse con prisa. Como mi padre, muchos de los que viven cerca del mar hablan con un tono de voz que parece encerrar el sonido de las olas en cada palabra. Al mismo tiempo que hacen una afirmación intentan preguntarle al oleaje si les da permiso de continuar con la siguiente frase. Las personas que habitan Punta Maldonado se han acostumbrado a perderlo todo según el capricho del agua salada. El mar se ha llevado las casas en varias ocasiones y los habitantes han tenido que reconstruir sus viviendas sin ayuda de nadie. Tal vez eso mismo sucede con los recuerdos que se desprenden desde este lugar: se los ha comido el mar.

Miro el horizonte, escucho el sonido del oleaje. La Costa Chica nos abraza como si buscara impedirnos la salida; nos dice, desde todos los lugares posibles, que el mar es casa, origen, útero y la leyenda de ese barco fue una semilla.

 

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Todo lo que sé de este lugar es porque mi padre y otros pobladores me lo han contado con el tiempo. Más de la mitad de mi vida se ha construido a partir de relatos en los que la existencia se teje entre sombras, embrujos y fiestas. Las historias sobre la Costa Chica guerrerense se van armando con piezas que se conectan de forma casi mística. Hay poca información al respecto y las ganas de mirar al pasado exigen mucho de cualquier persona que lo intenta. Solo los primeros pobladores podrían decir qué sucedió en realidad, podrían contar cómo llegaron hasta ese lugar, cómo huyeron hasta que el cuerpo les dijo que debían quedarse a vivir aquí. Desde hace muchos años los pueblos de esta zona se reconocen como Pueblos negros o Afromexicanos.

En promedio, el recorrido toma tres horas en auto desde el pueblo de Juchitán, Guerrero —lugar donde nació mi padre—, hasta Punta Maldonado, de donde dice que escaparon sus antepasados. Los pueblos negros de la Costa Chica en Guerrero cuentan distintas historias sobre su origen. La gran mayoría de las que hemos podido escuchar coinciden en que algunos barcos encallaron cerca de estas las playas, específicamente en la región de Cuajinicuilapa. Cuando pregunto a los pobladores, algunos afirman haber visto partes del barco o restos de las naves. Incluso hay quien dice que los pedazos de metal, que supuestamente se encontraban semienterrados en la arena, fueron vendidos a personas que compraban fierros viejos.

Para llegar al barco se debe hacer un recorrido de aproximadamente quince minutos en lancha, mar adentro. Mi padre cuenta todo esto porque su padre se lo contó y aun en ese relato hay partes que resultan confusas.

 

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Mi padre y yo viajamos para hablar. El pretexto del viaje es una forma de regalarnos el mundo. Yo recibo el mundo de mi padre donde habita el cabello crespo, la piel negra e historias de tonos y chanecas. Él recibe el mío, ese que le da continuidad a la historia de su vida y de la estirpe familiar. Ambos nos dirigimos a la playa preguntándonos cómo encontrar un barco del que sólo hemos escuchado rumores.

Mi padre pregunta si tendremos hambre más tarde, si buscaremos un lugar para descansar. Sé que hace ese tipo de cuestionamientos porque, en realidad, tiene miedo de decir lo evidente: su inquietud por el pasado puede ser dolorosa; mi inquietud por el pasado puede llegar a herir. Para calmar la tensión, papá cuenta lo que sabe y lo que le ha sido regalado como historia de su familia. “Tu abuelo sabía leer y escribir, no sé cómo, pero lo hacía para rezar todas las tardes. Nunca me quiso enseñar. Yo me acuerdo de sus pies. No tuve una relación cercana con él; no lo conocí como hubiera querido. Casi siempre me escondía debajo de la mesa y lo veía caminar de un lado a otro de la casa”. Mi padre habla con voz firme, es como si intentara transmitirme fielmente sus recuerdos. “Tu abuela vendía en el mercado, era una mujer muy inteligente; nos parecíamos mucho físicamente”, dice mientras mira la carretera.

Cuando llegamos a Cuajinicuilapa nos encontramos con David, uno de los amigos de mi padre. Nos saludó con cierta inquietud; él también ha escuchado hablar del barco, pero nunca lo había buscado. David manejó desde Cuaji, como le llaman comúnmente al poblado en que nos encontramos, hasta Punta Maldonado, lugar que también es conocido como El faro.

 

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El calor aquí es todavía más fuerte. En todas las calles se siente el ambiente de la costa; es como si el sol hablara en la piel de cada habitante. La calma con la que la vida en este pueblo se desarrolla es peculiar. La gente vive a su propio tiempo.

Para llegar a esta playa es necesario tener dos cosas: paciencia y la compañía de alguien que sea conocido por los pobladores. Se mira con desconfianza a cualquier persona extraña, esto es consecuencia de la violencia que se vive aquí desde hace algunos años. Por esta razón David nos acompañó hasta acá.

En Punta Maldonado hay un faro. Desde la parte más alta de la construcción se puede ver toda la playa. Es como si el mar intentara ser abrazado por la tierra. El faro es un abrazo que se siente incompleto. “¿Qué pasa si no encontramos el barco?”, pregunto a mi padre. Él me mira, permanece en silencio. “Lo más importante de todo eso es el valor que tiene en nuestra memoria; si no encontramos el barco, tendremos que seguir buscando”, responde. “De todas formas así hemos sido los negros de acá, hemos buscado nuestra historia durante mucho tiempo”, agrega papá mientras mira el mar.

Mi padre mira al mar como si abrazara el pasado por el que tanto se pregunta, sus ojos están inundados por el agua marina que encierra el relato sobre su familia. Papá dice que prefirió enseñarme a nadar incluso antes de enseñarme a caminar o hablar. Me cargó en brazos, esperó que el mar le regalara una ola y se sumergió conmigo en él. Tal vez nadar representa, para la memoria de la negritud y la de mi padre, una forma de rebeldía, una forma de contestación ante los abusos.

Mañana una lancha nos llevará cerca del punto que todos señalan como el origen de estos pueblos.

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Israel Nicasio Álvarez

Estudia la Especialidad en Literatura Mexicana del Siglo XX en la UAM Azcapotzalco.