Oklahoma. Fotografía: iStock
La gran sequía a principios de los años 1930 en las tierras del Sur y del Medio Oeste estadounidenses fue tema noticioso de su tiempo por los estragos que causó en la vida de la población rural de la zona, asolada por las tormentas de polvo, el calor abrasador y la pérdida catastrófica de cultivos, hechos que John Steinbeck (1902-1968) retrató inicialmente en sus célebres reportajes para el San Francisco News reunidos en “Los vagabundos de la cosecha” (1936), antecedente directo de su obra maestra, Las uvas de la ira (1939).
Conocida popularmente como The Dust Bowl (El tazón de polvo), la sequía se extendió por casi una década desde 1930 debido a políticas fallidas sobre los cultivos, empobrecimiento de la tierra, malas prácticas agrícolas y cambio en el clima de la zona. Este fenómeno natural como condicionante económica y productiva es el motor de la migración masiva y angustiosa de los granjeros de Oklahoma a California, entre ellos la familia de Tom Joad de Las uvas de la ira. De acuerdo con cifras de la época, se calcula que aproximadamente 150 mil trabajadores rurales se lanzaron a los caminos californianos en busca de oportunidades de empleo temporal y enfrentaron la discriminación de sus coterráneos, la precarización salarial, la reubicación en campamentos gubernamentales y la miseria de los años posteriores a la Gran Depresión.
Los sucesos socioeconómicos ligados a esta crisis económica, ambiental y alimentaria influyeron notablemente en la narrativa de Steinbeck en los años 30. Sus obras durante esta década persisten en este factor natural que rondó y acompañó el desarrollo narrativo y periodístico del ganador del Premio Nobel de Literatura en 1962. Para llegar a la plena madurez de los planteamientos narrativos que enmarcaron la gran novela social de Steinbeck, hay otro antecedente novelístico que tiende a dejarse de lado para comprender los orígenes de las preocupaciones ambientales del autor como determinantes de lo social. Se trata de su segunda novela, A un dios desconocido (1933), donde la mística natural aparece como una fuerza notoria que choca con la fe religiosa establecida y la explotación de la tierra.
Aunque es considerada por la crítica como una obra menor en su producción, A un dios desconocido le tomó cinco duros años de preparación a Steinbeck, tiempo mayor al que invirtió en libros más extensos como Las uvas de la ira o Al este del Edén. Novela de la humanidad en sus relaciones amorosas y conflictivas con la tierra con un tono que oscila entre el realismo y la fábula, narra la historia del joven granjero Joseph Wayne, quien recibe la bendición de su padre y se marcha de Vermont a California siguiendo el anhelo de tener una tierra para sí: “Tengo hambre de tierra, señor”, exclama el muchacho en su deseo de marcharse.
Más que poseer un impulso de conquista o dominio, Joseph sueña con fundar su propio linaje. En los valles de California, halla una suerte de nuevo paraíso. La vitalidad del paisaje y las oportunidades le sonríen tanto que manda traer (como José en el Génesis) a sus dos hermanos mayores y su hermano menor. Joseph desarrolla un apego especial por un roble que le da sombra a su casa, al punto de creer que el árbol resguarda el espíritu de su padre muerto. Lo cuida, le habla, le da sencillas ofrendas, se siente protegido y ligado emotivamente con él.
Joseph Wayne ama los bosques y las aguas con tal intensidad, que pueden causar escándalo o extrañeza. El protagonista se arroba con los ruidos animales, con la brisa que sopla ondulante sobre la hierba, con la sensación de que “el alma sencilla y fuerte de su padre” ha tomado posesión de su árbol. La naturaleza lo fascina y lo emborracha, no como propiedad, sino como pasión. Ve a la tierra como un espacio de erotismo, creación y fusión, casi como una amante. “La tierra podía acabar adueñándose de él, si no tenía cuidado”, nos advierte el narrador.
Se inicia entonces una temporada de prosperidad y ensanchamiento, de matrimonio y nacimientos, con pasajes llenos de poesía y vivísimas descripciones de este valle californiano. Pocas novelas tan apasionadas por la fertilidad terrestre, animal y humana como A un dios desconocido, plagada de referencias bíblicas y paganas. Joseph es a veces José, a ratos Abraham, incluso un poco Jesucristo. En Joseph "las cosas antiguas de la sangre" laten con toda la fuerza, más allá de cualquier religión institucionalizada. Ve un amor unificado en las personas, las montañas y la tierra. En él todo es camino a la fertilidad; no hay individuos, sino pueblos que dan origen a nuevos pueblos, y que procuran mantener una conexión con los ritmos estacionales de expansión y contracción de la tierra -sensación abolida en las grandes ciudades-, como puede sentirse en Cesare Pavese o Haroldo Conti.
Es entonces cuando la gran bendición de Joseph terminará tornándose en aparente maldición, expresada en la esterilidad de su granja amada. El árbol-padre, símbolo de la prosperidad y la armonía de la granja Wayne, es talado por Burton, el hermano religioso de Joseph, quien no está contento con las desviaciones “demoníacas” de Joseph en contra del culto religioso establecido. Ve su alegría terrenal como una inclinación contraria a los preceptos de mesura y continencia. La fe se tambalea y, para sobrevivir, se vuelve dura e hiriente con los otros si no es cumplida cabalmente.
El gran conflicto de A un dios desconocido surge cuando la tierra ha terminado su ciclo de expansión alimentaria y la rueda estacional aterriza en la gran sequía. A pesar de las advertencias sobre anteriores tiempos sin lluvias, de la huida de la población y de la muerte de los animales, Joseph se asienta en la región. Tiene una esposa (Elizabeth) y un hijo (John). Y terminados los diez años de bonanza, llega la década seca. La sequedad es agonía y muerte de la naturaleza. Con ella, llegan el miedo y la enfermedad. En medio de la aridez y la pérdida, germinan la desesperación, las tensiones y los odios fraternos. Los hombres se consumen en el deseo de lo ajeno, se amargan, se llenan de tristeza.
Los árboles polvorientos, ajados por el sol desollador, apenas proyectaban sombra sobre el suelo. Joseph […] recordaba lo verde y tupido que era el follaje al pie de los árboles, y cómo el peso del grano arqueaba los pastos en los montes, haciendo que parecieran lomos de zorro. Pero ahora estaban demacradas. Era como si una escuadrilla del desierto meridional hubiera acudido a explorar el territorio con vistas a una futura expansión del imperio de la arena.
A partir de aquí, la mística natural de Joseph entra en choque con la religión institucional. La culpa y la incomprensión arrojan al protagonista a coquetear con la locura y la revelación; la intolerancia religiosa, los accidentes fatales o la búsqueda de supervivencia de sus congéneres le arrebatarán esposa, hijos, hermanos. Pese a la decadencia, Joseph no puede abandonar la que considera su tierra. Comprende que el mundo yermo de ese paraíso en agonía requerirá un sacrificio para restaurar los ciclos de vida, algo que el protagonista emprenderá finalmente. Así descubre el lado más doloroso del tiempo de la naturaleza, donde se suceden inexorables y armónicas las oleadas de la vida y de la muerte.
En su segunda novela, Steinbeck entrega una crónica vívida del impacto de la temporada seca sobre el paisaje, los animales y los cuerpos de agua, alrededor de un protagonista idealista, místico y con una conciencia poética del mundo. Unos años después, sumará a su ecuación la desigualdad social, las rivalidades regionales y la crisis económica sobre una población desfavorecida y un protagonista descreído de la justicia y de la fe. A un dios desconocido posee ya ejes narrativos y de conflicto identificables en la literatura mayor de Steinbeck: el conflicto entre hermanos, la identificación amorosa con la tierra, la migración y el desplazamiento terrenal como viaje anímico y viaje de supervivencia, la asfixiante ortodoxia religiosa enfrentada a la espiritualidad intuitiva y natural de sus protagonistas. En último término, la narrativa de la sequía en Steinbeck es relato de una obsesión: la transformación del alma humana bajo condiciones ambientales extremas de pobreza y precariedad.
La aridez estacional, los ciclos del cambio climático y el agotamiento del campo que produjeron la crisis económica, ambiental y alimentaria en el país norteamericano determinaron la narrativa de Steinbeck. En el eje que abarca desde A un dios desconocido, “Los vagabundos de la cosecha” hasta Las uvas de la ira, la durísima sequía estadounidense de los años 30 acompañará la progresión y el crecimiento narrativo del autor californiano, convirtiéndose no sólo en un marco, sino en un motivo literario que le llevará a exploraciones constantes y cada vez más maduras que se fundirán con los problemas sociales de su tiempo para consolidar su novelística. La similitud entre las condiciones ecológicas de Steinbeck y las que hoy enfrentamos es acaso un espejo narrativo para mirarnos en las coordenadas de un medio ambiente en decadencia que alimenta las inquietudes de las narrativas más actuales desde la urgencia, los cruces de literatura y ecología, la incertidumbre del porvenir.
(Ciudad de México, 1982). Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Es autor de Vértigos, Tiempos de furia y El canto circular. Obtuvo el Premio Nacional de Relato Sergio Pitol, el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí, el Premio Nacional de Novela Élmer Mendoza y el Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas.