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Si después de terminar de leer Cuentos de amor, de locura y de muerte,[1] echaste la cabeza atrás, mientras saboreabas en tu retina las palabras finales de su trágica prosa —fiel reflejo de su vida—, y, al cerrar los ojos, pensaste que hay en ellos un conflicto bien delimitado entre la naturaleza y la cultura, con toda seguridad viste dibujarse una bifurcación tras tus parpados; borrosa al principio, clara después, igual que una fotografía de lento revelado; un ramal en doble sendero que se abre como una letra ye perfectamente recortada contra el horizonte.
Por un lado, un sol brillando sobre las torres de un castillo en cuyos estandartes se lee la palabra logos, que de inmediato reconoces como el reino de la sociedad erigida sobre la norma, la cual constituye al sujeto por excelencia; los hombres lógicos son sus habitantes, “ser social” es su gentilicio y la cultura su gobernante máximum.
En el otro extremo, el siniestro, hay una selva virgen cubierta por una bruma que se agita apenas das un paso. De su interior brotan gritos, susurros que se encorvan ominosos entre los árboles y la maleza crecida por el tiempo impenetrable de su historia.
En su seno habitan formas torcidas —acaso La vorágine, de José Eustasio Rivera—, hormigas carnívoras que devoran todo a su paso, parásitos que se alimentan de la sangre de doncellas, mieles silvestres con propiedades paralizantes, páramos donde la muerte pasea ante la mirada horrorizada de cachorros granjeros que temen por su amo, serpientes yararacusú que matan náufragos de canoas perdidas, pero, sobre todo —eso crees— habita un deseo indómito de desprendimiento que llama; un impulso que nos invita a penetrarla.
Estas representaciones que aparecen en los relatos de Quiroga —piensas— son disfraces, máscaras materializadas de otra cosa, una metáfora revertida en su propio interior. Hay —te dices— un deseo de reintegrarse en su seno mortal, un ansia por devolvernos a su encuentro imposible, donde gritamos de horror y placer; horror porque lo que encontramos rompe nuestro esquema; placer porque eso que habita, ese llamamiento originario nos ha devuelto a lo que éramos antes de ser sociales, de ser nosotros; porque antes de que el camino fuese doble, de que la sociedad se erigiera sobre el olvido, era único y completo. Era otro.
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En Tótem y Tabú,[2] Freud propone una hipótesis sobre el estado social primitivo de la humanidad. En ella recrea la existencia de una horda gobernada por un padre celoso y violento que reservaba para sí a todas las hembras, impidiendo a los otros machos el goce de ellas. Estos, obligados a la renuncia pulsional, deciden unir fuerzas para terminar con la tiranía y, asegurados en la unión de su fuerza como colectivo, deciden asesinarlo.
Una vez hecho, devoran el cadáver y, en un acto caníbal de identificación, consumen su carne, sangre y huesos, pretendiendo adquirir una parte de su fuerza y poder. Dice Freud que el móvil del asesinato cimienta sus pilares en un sentimiento de ambivalencia; de odio y amor hacia el padre. Mismo sentimiento que edifica, a la vez, el apartado psíquico que nos deviene neuróticos.
Esta ambivalencia, además, es la que origina la conciencia de culpa. El padre muerto adquiere un poder mayor a cuando estaba vivo y es por la necesidad de ser perdonados que, a modo de sacrificio, deciden renunciar a las hembras cuyo deseo de poseerlas había sido el propósito original. Prohibiéndoselas, instauran, a modo de ley, la prohibición de las relaciones sexuales con las hembras del mismo clan —la ley de prohibición del incesto—; de igual modo, vedan la muerte del tótem cuya representación simbólica es la sustitución del padre.
Se funda así el clan de hermanos, estableciendo un pacto social cuya base descansa en la conciencia de culpa y la obediencia retrospectiva. La instauración de estos dos tabús será la semilla de la moral, la ética y la religión; la cultura, pues, como suma total.
Pensado así, el establecimiento de las sociedades se convierte en nuestra principal diferencia con los animales cuyo perpetuo estado de salvajismo no es posible educar. La cultura, sin embargo, no ofrece a los sujetos satisfacción y es que, dice Freud, la felicidad no es un valor cultural.[3]
La cultura implica la sustitución y el sometimiento del principio del placer por el de realidad; tal sometimiento deviene malestar. Por un lado, el sujeto tiene que reprimir la agresividad inherente a su existencia y, por el otro, ha de sublimar su sexualidad hacia objetivos moralmente aceptados.
La cultura crea instituciones, leyes y sistemas políticos para controlar esa violencia, volviendo posible el progreso, pero no la felicidad; y es aquí que el deseo regresa. Los gruñidos —esos de la selva—, vienen a nosotros sobrevolando todos los ocasos, confundiéndose con la noche de la humanidad.
Y es que: ¿acaso bastan estas restricciones para acallar el impulso reprimido?, ¿no son acaso los personajes de los relatos de Quiroga, muestras que dejan en evidencia la ruptura que aún está, aunque inconsciente, latente?, ¿un deseo de rompimiento, de reintegración?, ¿no son un reflejo de esa búsqueda indómita de revertir lo que somos y fundirnos una vez más con la naturaleza prohibida que nos separa del orden cultural impuesto?
Benincasa, protagonista de “La miel silvestre”, lo representa así muy bien antes de lanzarse a la selva como un impulso, no casual, comandado por una fuerza extraña que opera sobre él: “no fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. Pero así […] Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa”.[4]
Después de todo, resultado de la interacción de dobles opuestos es que el sujeto se crea. En este sentido, nada puede ser del todo bueno ni malo, pero siempre algo de lo originario ha de regresar a nosotros, pues así actúa el inconsciente, vomitando cosas que el yo necesita olvidar, por represión, para poder integrarse a la sociedad.
Y es que el cuerpo humano —sometido por el orden cultural— se ve escindido, debilitado para que las pulsiones se vean proyectadas fuera de sí; el contenido de dicha expulsión se esconde entre los resquicios de estructuras macabras, la represión no basta y como destino ineludible, deviene “siniestro”. —Lo siniestro no como aquella sensación de incertidumbre sino como el deseo de devolvernos del seno social a lo que había antes de la norma; como el deseo de encontrarnos con figuras macabras que, en regresión, nos devuelvan a lo que éramos—.
Acaso Quiroga lo sabía y su papel en vida fue darle muerte a sus personajes; quizás en acto de culpa, mató con ellos, en sus líneas, su propio deseo de saber lo que hay más allá de esta búsqueda imposible; quizás, por eso en sus relatos hay muerte, tragedia, porque el mandato originario sigue presente, hay culpa porque la norma está funcionando, porque, antes de dejar que sus protagonistas descubran qué hay en ese lugar oscuro, los mata, acaso en acto piadoso con ellos y, como castigo consigo mismo por tan temible exploración en tercera persona del singular que habitualmente se halla en sus cuentos.
Los destruye antes que ellos mismos se vuelvan locos en ese lugar que no deberían estar, pero que no pueden evitar porque se sienten atraídos por ella, por la selva, por el bosque, por la naturaleza salvaje que se opone a la norma, porque ahí, entre soles que hacen arder la tierra, parásitos que devoran vida, mieles silvestres que paralizan los sentidos, estás tú, estamos todos, rodeados de nuestra naturaleza primitiva.
Por eso buscamos regresar, ya sea en la literatura, en tantas formas de arte, en la agresividad, en la violencia, en la muerte, en la guerra, porque necesitamos de ella, de lo que hay en este lugar para poder vivir. Probablemente en la novela Doña Bárbara se lea de mejor manera esto que estás pensando: la gran devoradora, esa llanura natural come hombres, que se alimenta de la razón y que invita a cometer lo que está prohibido.
Por eso nos da miedo, por eso lo evitamos, pero ¡es que no lo podemos evitar!, acaso la misma atracción que sentían los hermanos idiotas del relato de “La gallina degollada” por la puesta de sol, sobre el muro, en el horizonte; la misma atracción que sentían por lo que veían y que realizaban sin contemplaciones, sin censura, porque ellos, más salvajes que humanos, no se regían por las leyes de la cultura, no estaban ceñidos a la norma, eran la excepción que confirma toda regla
Eso somos, por eso nos asusta, por eso nos atrae, porque ahí está nuestra condición como sujetos, pues constituimos una mezcla en perpetuo conflicto que se sublima con relatos de horror y ficciones que pretenden descargar lo que sólo es inconsciente, lo que habita en los sueños, en el olvido; esto piensas, pensarás, pensaste. Entonces, abriste los ojos y comenzaste a escribir: “si después de terminar de leer Cuentos de amor, de locura…”
[1] Horacio Quiroga, Cuentos de amor, de locura y de muerte, Buenos Aires, Losada, 1998.
[2] Sigmund Freud, “El retorno infantil al totemismo”, en Obras completas xiii. Tótem y tabú y otras obras, Buenos Aires, Amorrortu, 1991.
[3] Sigmund Freud, “Malestar en la cultura”, en Obras completas xxi. El porvenir de una ilusión, el malestar en la cultura y otras obra, Buenos Aires, Amorrortu, 1992, pp. 111-112.
[4] Horacio de Quiroga, Cuentos de amor, de locura y de muerte, Buenos Aires, Losada, 1998, pp. 122-123
(1994)
Psicólogo egresado de la uam Xochimilco y estudiante de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la unam. Ha participado en diferentes antologías y revistas literarias como Digital Ibidem, Líneas de Cambio, Penumbria, La sirena varada, Revista Letras y Demonios y Luna.