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A José Vigil Aragón, pediatra,
cuyas manos milagrosas salvaron mi vida.
Los personajes de la literatura clásica, sus héroes y sus protagonistas, solían lucir cuerpos fibrosos y milimétricamente proporcionados, cerrados por completo, sellados al vacío. Tanto los compositores de epopeyas como los mitólogos griegos y los latinos sabían cómo blindar sus contornos con remaches, trazando una insalvable frontera de demarcación entre los mundos interno (la psicología) y externo (la naturaleza). Por eso la herida en el talón diestro de Aquiles, provocada por una de las flechas del príncipe troyano Paris, la violación de su presunta impenetrabilidad, supuso, tal cual es consabido, su muerte y su extinción.
Ahora bien, el cuerpo canónico encuentra, en el ámbito de la literatura carnavalizada, su contraparte: el cuerpo grotesco (Bajtín dixit). Influenciado por el tesoro arqueológico de las termas de Tito, François Rabelais creó a un par de gigantes memorables —simpatía combinada con acromegalia— en los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel. Los cuerpos de los dos, tanto el del padre como el del hijo, descuellan entre los de sus homólogos por su estatura fuera de lo ordinario y por su robusta complexión. El narrador rabelaisiano los describe, por lo demás, con precisión y con meticulosidad quirúrgicas —Rabelais realizó sus estudios superiores en la Facultad de Medicina de Montpellier, editó los trabajos de Hipócrates de Cos y los de Galeno de Pérgamo, ejerció su profesión con verdadero apasionamiento en el Hospital de Lyon y hay noticias de que en las instalaciones de ese nosocomio, aproximadamente en el año de 1535, diseccionó el cadáver de un ejecutado en la horca— y, tan sólo con los primeros chequeos generales, queda patente que ambos son pródigos en perforaciones, las cuales simbolizan su inconclusión, el desbordamiento de sí mismos y la filtración, al interior de sus organismos colosales, de agentes externos (elementos de la comunidad o de la naturaleza). Así, los orificios y las horadaciones corporales son conductos de excreción —orina, copro, vómito— y de ingesta —líquidos, alimentos sólidos, etcétera— que rinden tributo a la vida, a los complejos mecanismos de la subsistencia biológica.
En Hombres de maíz, la segunda novela de Miguel Ángel Asturias, donde obtiene verificación la hipóstasis del ser humano con la tierra —el antropomorfismo de ésta, la naturalización de aquél—, los unos y los otros están presentes de forma notoria y visible. Asturias encuadra y focaliza esas partes cóncavas de la anatomía humana, vórtices que se abren en la piel, y en ocasiones el resultado es didáctico. En la segunda mitad del libro, por ejemplo, cuando Goyo Yic, un invidente que ha sido abandonado por su mujer (María Tecún, la que, por cierto, le da nombre al quinto capítulo), recupera la vista gracias a un primitivo procedimiento que combina chamanismo y ciencias médicas occidentales, se observa cómo se mueven unos dedos callosos y unas afiladas cuchillas en el viscoso interior de sus cuencas oculares. Esta cirugía rudimentaria, que casi permite sentir el dolor ajeno, se extiende, todavía, unos cuantos renglones más, al mostrar el cuerpo grotesco de Goyo Yic, tasajeado, con sus esfínteres descontrolados y caóticos, con su transpiración y con su aspiración sucesivas.
Éste no es el único registro de la categoría bajtiniana del cuerpo grotesco en Hombres de maíz, por supuesto. También es dable reconocerlo en la historia de apertura, la de Gaspar Ilóm. Gaspar Ilóm —el Gaspar, tal cual lo denomina el narrador— es el cacique del asentamiento rural de Pisigüilito. Ecologista y defensor a ultranza de la naturaleza, Gaspar Ilóm está decidido a detener y a expulsar de sus dominios, donde tradicionalmente se cultiva el “grano dorado” con fines de autoconsumo, a sus antagonistas, una verdadera plaga, los maiceros: Gonzalo Godoy, Coronel del Ejército y Jefe de la Expedicionaria de Campaña, y sus hombres.
En vista del gran liderazgo del cacique de Pisigüilito, de la enorme influencia que ejerce sobre los suyos, el Coronel Godoy se ve obligado a buscar una alternativa distinta a la lucha abierta y frontal. Rápido encuentra una: mientras baila con la Vaca Manuela Machojón, ladina (es decir, mestiza que únicamente hace uso del idioma castellano) casada con indígena (Tomás Machojón), le extiende una botella de aguardiente mezclada con un bebedizo y le da la comisión de envenenar a su enemigo más acérrimo. Pasa el tiempo y cuando nace el hijo de Gaspar Ilóm, Martín Ilóm, la Vaca Manuela aprovecha el festejo, la efervescencia y la algarabía, para cumplir su encargo con eficacia.
El crimen no queda impune; antes bien, triunfa la justicia comunitaria. Los “brujos de las luciérnagas”, la comitiva de Gaspar Ilóm, condenan a los perpetradores de su homicidio, pronunciando oscuros predicamentos en la cúspide del Cerro de los Sordos, en el marco de una ceremonia donde reinan la magia y el ritualismo, a la esterilidad. Entonces, a los del Coronel Godoy, de los “Machojones” y de los maiceros coludidos en su cobarde asesinato, que se convierten en las asfixiantes e irrespirables cárceles de sus propios espíritus, se opone el cuerpo grotesco de Gaspar Ilóm, en el que, conforme avanza su proceso de descomposición y la podredumbre gana terreno, se acentúan cada vez más y más sus cualidades inherentes. Gaspar Ilóm no es, a la luz de lo expuesto, un personaje “incompleto”, sino “descompletado”. A la usanza de cien o quizá de mil agujeros de gusano, sus orificios y sus horadaciones corporales, esto es, sus canales de comunicación con la comunidad y con la naturaleza, se multiplican en la sepultura, se agrandan, se ensanchan, se profundizan, por una serpiente que lo rodea y que lo atraviesa.
El cuerpo grotesco, afirma Bajtín, es inmune a la muerte y a sus efectos corrosivos; en otras palabras, ésta no puede imprimir en él, de modo alguno, modificaciones sustanciales o dignas de tomar en cuenta. El fallecimiento de Gaspar Ilóm propicia, así, que su cuerpo grotesco se duplique, que sea, en el plano de ultratumba, individual, y, en la dimensión terrenal, colectivo. Perpetuada su leyenda, gracias al desbordamiento de su ser y al desdoblamiento de su cuerpo grotesco, a su des(borda)doblamiento, el cacique de Pisigüilito y las vicisitudes que afronta se convierten en los detonantes de la diégesis novelesca.
En El hombre en el pensamiento religioso náhuatl y maya, Mercedes de la Garza escribe:
[…] para los nahuas y los mayas no hay un dualismo en el hombre de cuerpo y espíritu, considerando al segundo como aquello que lo vincula con la deidad, como en la tradición judeo-cristiana, sino que el vínculo es la energía vital encarnada en el corazón y la sangre, energía que proviene de los dioses y que retorna a ellos en un ciclo continuo de interacción.[1]
Asturias se dio a la tarea de rescatar el tema de esa “energía vital” y de convertirlo en un motivo literario. El desbordamiento de Gaspar Ilóm, de su cuerpo grotesco, es un hecho constatable, sujeto a comprobación. Tan pronto como él se empina el aguardiente envenenado de la Vaca Manuela Machojón, su producción fisiológica de ventosidades, de flujos y de excreciones viene a más.
El desbordamiento de este cuerpo grotesco, sus cascadas de desecho y de porquería, posibilitan la incorporación —o cabría decir, de acuerdo con el mito maya de la energía vital, la “reincorporación”— de Gaspar Ilóm a la tierra. Sus sucesores, los indígenas de Pisigüilito, también absorben su esencia y su legado. Gracias a esta recepción social, el cuerpo grotesco de Gaspar Ilóm se desdobla, se vuelve, diríase, comunitario. Ese personaje “bicorporal” tiene dos destinos distintos que se hallan, en el fondo, íntimamente relacionados: mientras Gaspar Ilóm sigue siendo consumido por los gusanos, la población de Pisigüilito, su estirpe, se multiplica exponencialmente con la morfología de bichos laborantes: “Lujo de hombres y lujo de mujeres, tener muchos hijos. Viejos, niños, hombres y mujeres, se volvían hormigas después de la cosecha, para acarrear el maíz; hormigas, hormigas, hormigas, hormigas…”.
La estructura narrativa de Hombres de maíz parte, pues, del ombligo de Gaspar Ilóm, ese remolino que se le abre en el vientre. Según el mito adámico, el primer hombre salió de la tierra sin ombligo; de acuerdo con el mito novelado de Asturias, Gaspar Ilóm, una suerte de primer hombre de maíz (Popol Vuh), entra en ella, en cambio, con uno gigantesco. Al trasluz de estas consideraciones, Jean Franco sentencia: “Asturias muestra que el indio no se siente separado de la naturaleza o de la tierra fecundada con los huesos de sus muertos y en la que está enterrado su propio cordón umbilical”.
[1] Mercedes de la Garza, El hombre en el pensamiento religioso náhuatl y maya, México, Centro de Estudios Mayas, unam, 1978, p. 62.
(Pénjamo, Guanajuato, 1984).
Es licenciado en Filosofía, maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato y doctor en Humanidades por la uam Iztapalapa. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario Alfonso Reyes y el Premio Bellas Artes Sonora de Minificción Edmundo Valadés 2023.