Un vórtice de sangradas escrituras

Andrés Felipe Escovar
junio-julio de 2024

 

 

Arturo Cova en las barracas de Guaracú. Fotografía: Zoraida Ayram

 

En La vorágine se estrechan hasta mezclarse dos manos: la de Arturo Cova, que narra su deambular desde Bogotá hasta la selva y ocupa casi la totalidad del libro, y la de José Eustasio Rivera, que traza el prólogo, inserta el epílogo e interviene a ese testimonio proveniente de Manaos. En este entrelazamiento palpitan procesos de escritura cuya imagen es la fotografía de Cova en las barracas de Guaracú.

La fotografía de Cova también es la de Rivera; se cifra la relación especular entre el narrador del testimonio y el autor. José Eustasio Rivera es idéntico a Arturo Cova; esta identidad es la huella de una hermandad oscura de gemelos que brota cuando aparece la escritura.

La imagen se pretende prueba de que Arturo tiene carne y huesos, aunque estos coincidan con los de Rivera —lo cual no era fácilmente corroborable cuando apareció la novela—. Sin embargo, esta tentativa es infeliz por el pie que aparece en la imagen: la mano que activó la cámara, el ojo que organizó la escena es el de Zoraida Ayram, una mujer de oriente medio cuya existencia solo se conoce por el testimonio de Arturo; la probable veracidad de lo acaecido se apoya en creer que lo escrito por Cova es una denuncia preñada de hechos cuya desembocadura es un “¡En nombre de Dios!”.

Zoraida, pese a su sustrato ficcional, hace un montaje que incide en el plano de lo real. Ella ha fotografiado a Arturo y a José Eustasio. En esta fotografía confluyen los cuerpos de Rivera y Cova y se duplica el nombre de quien firma la novela: hay un José Eustasio que firma el prólogo —tan ficticio, pero no por ello mentiroso, como el resto de la novela— y el libro mismo, además de intervenirlo, y un José Eustasio Rivera que, ajeno a esa urdimbre, fue el funcionario de la comisión de límites entre Colombia y Venezuela y murió en Nueva York en 1928 mientras salía a la luz la última edición de su novela, ya sin esta fotografía y con mapas que daban cuenta de los diferentes trayectos emprendidos por Cova y otros personajes. En esa fotografía se asoma la permutación que muchos han hecho entre Cova y Rivera, obviando al Rivera que está dentro del libro y el que vivió en el plano de lo real y, por tanto, dejó de vivir.

Esta tripartición circula en las disímiles lecturas de la novela. Entre ellas, las concentradas en la denuncia que vertebra a gran parte del testimonio de Arturo; hay una crítica al capitalismo fordiano sin incurrir en una polaridad entre lo urbano como civilizado y la selva como lo bárbaro: las llantas sobre las que se movilizan los carros de Nueva York o París necesitan del caucho que emana de las puñaladas con las que sangran a los árboles en la amazonia. Sin embargo, cabía en el Rivera de carne y hueso la confianza de que Henry Ford atendería su denuncia; ese José Eustasio le envió una carta con una alusión a los horrores de las empresas caucheras, incurriendo en una enternecedora ingenuidad que no fue más que un susurro que quizá ni leyó el potentado capitalista.

La fotografía, según dice el pie de la primera edición, fue tomada en las Barracas del Guaracú, el lugar donde Arturo se sentó a escribir, ya extenuado y semejante a un fantasma, en virtud al encuentro que tuvo con su viejo amigo Ramiro Estévanez —a quien va dirigido el testimonio, en primera instancia, sin reparar en la casi ceguera absoluta del ilusorio destinatario y en una labor combinatoria donde la denuncia es también una confesión que pueda precipitar a su amigo a la acción y su propia defensa del oprobio cauchero—. La fotografía es también la reiteración de ese Cova que ya ha escrito y que, al retratarse, se torna en un espectro para el futuro y también en una huella de lo que fue su pasado, cuando aspiraba al reconocimiento como poeta en la urbe; es la fotografía el intento por reverberar esos instantes en los que tanto Cova como los dos Riveras encuentran una nueva escritura: “¡Pobre fantasía de los poetas que solo conocen las soledades domesticadas!” (Rivera, 1924:239).

La imagen, según Neale-Silva, el biógrafo de Rivera que habló con diferentes personas que lo conocieron, fue tomada por Luis Franco Zapata en una ranchería de pescadores muy cerca de Orocué —un municipio a muchos kilómetros del Guaracú—. Rivera operó, de ser cierta la versión, la intervención de su archivo personal y aplicó un montaje basado en el trasplante de un documento, con lo que ha advertido que estos, por sí mismos, no contienen verdades irrefutables y se transforman cuando se insertan en diferentes discursos. La ficción es una entidad que traga a lo real y lo transforma en función de ella y de su verosimilitud para así incidir sobre eso real que se ha tragado: la prueba de la existencia de Cova sólo se sostiene en el cuerpo de Rivera y la mirada de Zoraida en el ojo de Franco.

La vorágine entraña un camino y una reflexión sobre la propia escritura desatada en sus páginas; en cada episodio hay elementos que la configuran; es una escritura sobre la construcción de sí misma que emana un vórtice donde engulle como un hoyo negro: una máquina que mastica a lo real para hacerlo creíble a partir de la ficción verosímil.

Aquél “¡En nombre de Dios!” es la exclamación ante el hallazgo de esa escritura que se interrumpe para luego dar paso a una prosa funcionarial. En el cuaderno manuscrito donde hay una primera versión de lo que narra Cova —hay otros dos que contienen mapas y descripciones cercanas a un ejercicio etnográfico y a testimonios de otros personajes como Clemente Silva— hay una nota, dispuesta en una dirección distinta al discurrir del resto de la escritura:

 

Este cuaderno viajó conmigo por todos los ríos Orinoco, Atabapo, Guaviare, Inírida, Guanía, Casiquiare, Rionegro, Amazonas, Madalena  X —durante el año 1923 cuando anduve como abogado de la Comisión Colombiana de límites con Venezuela; y sus páginas fueron escritas en las playas, en las selvas, en los  desiertos, en las popas de las canoas, en las piedras que me sirvieron de cabecera,  sobre los cajones y los rollos de cables, entre las playas y los calores—. Terminé la  novela en Neiva, el 21 de abril de 1924. José Eustasio Rivera

 

Nota en el cuaderno de José Eustasio Rivera. Biblioteca Nacional de Colombia

 

 

La fotografía de Arturo Cova en las barracas del Guaracú fue sustituida, por decisión del Rivera de carne y hueso que viajó a Nueva York y murió allí en 1928, por unos mapas que contienen los trayectos de distintos personajes —hoy día recobrados en una edición cosmográfica—. También infirió cambios al texto pues buscó despojarlo de requiebros y versificaciones involuntarias que señalaron sus primeros críticos; Rivera pudo contestar que esa narración contenía tales características porque obedecían a la propia fatalidad de Cova, sin embargo, por la cercanía que siempre tuvo con su personaje —un desdoblamiento cuyo sustento está en la imagen tomada por Zoraida—, decidió cambiar varios pasajes, como lo advirtió en una edición conmemorativa y popular a los cincuenta años de la publicación del libro Luis Carlos Herrera. La cercanía con Cova, explícita en los cambios, no precisaba más de la fotografía, aunque ello implicó el borramiento de la mirada de Zoraida. Con los mapas nació un nuevo fantasma: los trazos eran la contestación a las inexactitudes de la cartografía oficial; eran un futuro y un pasado de un territorio que escapaba a la presunción estatalista y se instituía como una ficción que habría de incidir en la realidad configuradora del llamado siglo veinte.

Coda: Arturo Cova parece mirar algo que le precede y sucede. Como espectro, hay otros espectros que lo persiguen; cada uno de sus persecutores, son él mismo y los dos Riveras que lo acompañaron como sombras y reflejos.

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Andrés Felipe Escovar

Nació en Bogotá, Colombia. Ha publicado los siguientes libros, escritos con Luis Cermeño: Tríptico de verano y una mirla (2011), Arrúllame Ramona (2014) y The Lola Verga's big band (2016). En 2019 apareció Aniquila las estrellas por mí. Obtuvo, por el relato "Un té vespertino", escrito con Cermeño, el primer puesto en el concurso iberoamericano de cuentos y videojuegos Game Over (Chile) en 2012; en 2022 su texto "San Arvey" fue seleccionado para integrar la antología de relatos en homenaje a Antonio di Benedetto.