La vorágine, de José Eustasio Rivera: síntesis y evolución del romanticismo y el realismo

Moisés Elías Fuentes
junio-julio de 2024

 

 

Ilustración: iStock

 

“Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Tal es la oración inicial de Arturo Cova, el personaje narrador y protagonista de La vorágine,[1] las palabras con que recibe a los posibles lectores y con las que se define a sí mismo. Aseveración incontestable, con ecos de las palabras iniciales de Arthur Rimbaud en Una temporada en el infierno:

 

Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.

Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié.[2]

 

La similitud no es caprichosa, porque líneas más adelante Cova afirma: “Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica.” Seductor infértil, Arturo Cova se adentra en la selva en busca de su destrucción, pero en la selva se impone una realidad distinta y, en lugar de la ruina, lo que encuentra Cova es su otredad, esa que alternadamente deseaba y repudiaba en la ciudad.

Desde su edición prínceps, en noviembre de 1924, La vorágine, de José Eustasio Rivera, ha estado presente en el panorama novelístico hispanoamericano, influyente en diversos narradores, al tiempo que incitadora de discusiones y polémicas respecto a la intención última de Rivera, quien realizó cambios al discurso narrativo en las ediciones que pudo cuidar en vida, movido por una insatisfacción inconfesada, que sembró a la novela de interrogantes sólo parcialmente dilucidadas por los estudiosos de la producción literaria del colombiano.

Natural del departamento de Hulla, en la Colombia andina, donde nació el 19 de febrero de 1888, José Eustasio Rivera apuró, en sus escasos cuarenta años de existencia, lo que los escritores estadounidenses de la Generación perdida llamaron “la aventura vital”: profesor normalista, abogado, secretario de la Comisión de límites territoriales entre Colombia y Venezuela, autor de la pieza teatral Juan Gil, escrita hacia 1912, del poemario Tierra de promisión, publicado en 1921, un año antes de que emprendiera la escritura de La vorágine, publicada en 1924, la que le dio una proyección casi inmediata y que lo absorbió los últimos años de su vida, entre correcciones, reediciones y difusión intensa tanto en Colombia como en otros países latinoamericanos y en Nueva York, donde falleció el primero de diciembre de 1928, devastado por un derrame cerebral.

Tal apuro de la aventura vital ha llevado a pensar a algunos que Arturo Cova es un autorretrato de Rivera, impresión reforzada por el recurso narrativo del autor que encuentra los manuscritos del personaje-narrador. De ese modo, Rivera deviene personaje de su propia novela, al punto de escribir el prólogo y el epílogo de la misma. Sin embargo, con todo y lo interesante de tal impresión, Arturo Cova no es el autorretrato de Rivera, sino la síntesis de tres hombres: el del romanticismo y el del costumbrismo (en tanto variante del realismo). Síntesis y evolución.

En efecto, como otros muchos narradores hispanoamericanos de las primeras tres décadas del siglo XX, Rivera acusa la influencia del romanticismo y el costumbrismo, influencias que el autor entreteje de manera audaz desde el inicio del relato, cuando Cova reseña en unas cuantas líneas el desventurado amorío con Alicia:

 

Ni siquiera pensó casarse conmigo en aquellos días en que sus padres fraguaron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los planes arteros. Yo moriré sola, decía: mi desgracia se opone a tu porvenir.

 

El breve pasaje oscila entre los arrebatos románticos de Alicia y las intrigas familiares y parroquiales costumbristas, y se cierra con la expresión, egoísta, con ecos de Dorian Gray, de Cova: “Toma mi suerte, pero dame el amor.” Y, como el narrador protagonista, la naturaleza también fluctúa, y aparece a ratos con tono idílico, romántico: “Los follajes de las palmeras que nos daban abrigo enmudecían sobre nosotros. Un silencio infinito flotaba en el ámbito, azulando la transparencia del aire.”

Pero si el poeta vuelve idílica a la naturaleza, a su vez puede trocarla en un monstruo desenfrenado. Y subrayo, el poeta, porque accedemos al cosmos de La vorágine mediante la mirada única de Arturo Cova. Visión única, pero no estática, porque está en permanente movimiento, perspicaz en la observación de las pasiones humanas, en las sordas luchas de poder y de dominio, al tiempo que puntillosa en la descripción de los fenómenos naturales. Por medio de la voz del poeta Cova, Rivera alterna el aliento romántico con el acento realista, naturalista incluso, como en el pasaje en que la lascivia del pretendido general Gámez y Roca determina la fuga a la selva de Cova y Alicia:

 

—¿Qué quiere usted? —gruñí cerrando las puertas. Y lo degradé con un salivazo.

—Poeta, ¿qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de quien no quiere echarlo a prisión? ¡Déjeme la muchacha, porque soy amigo de sus papás y en Casanare se le muere! Yo le guardaré la reserva. ¡El cuerpo del delito para mí, para mí! ¡Déjemela para mí!

 

Dije antes que la visión de Cova es perspicaz y puntillosa. Agrego que es, además, contradictoria, agitada por sus desavenencias emocionales, por lo que los cambios de la naturaleza y los contrastes en el carácter y el temperamento de los personajes resultan desconcertantes y veraces, azarosos y a ratos desobedientes a parámetros lógicos. Un mundo libre y caótico, cohesionado y despendolado, como el habla, que se vuelve más directa, pero, a la vez, más limitada de palabras:

 

—Andá —ordenóle la niña Griselda—, buscále a don Rafo unos topochos maúros pa los cabayos. Pero primero decíle al Miguel que se deje de tar echao en el chinchorro, porque no se le quitan las fiebres: que le saque el agua a la curiara y le ponga cuidao al anzuelo, a vé si los caribes tragaron ya la carnáa. Puée que haya afilao algún bagrecito. Y danos vos algo de comé, que estos blancos yegan de lejos.

 

Claro está, Rivera no se limitó al enlace entre el romanticismo y el realismo, sino que se aventuró en el desarrollo de una narrativa más dinámica, sin los desaguisados sentimentales en que incurrían los románticos, ni los desaforados tremendismos de los realistas. Al contrario, en tal sentido, Rivera consiguió en las páginas de La vorágine un equilibrio en apariencia frágil, pero que se mantiene a lo largo de toda la novela, desde el prólogo, que es la burocrática carta dirigida a un innominado ministro, hasta el escueto epílogo, en que el cónsul colombiano intenta cerrar el ciclo de infortunios que ha sido la existencia de Cova en la Colombia profunda con una lapidaria aseveración: “¡Los devoró la selva!”. José Eustasio Rivera logró, en resumen, una novela que, a cien años de su primera edición, aún devora la imaginación de los latinoamericanos, y aún guarda riquezas incalculables en la selva de imágenes, metáforas, etopeyas, paradojas y reflexiones que pueblan sus páginas.


[1] José Eustasio Rivera, La vorágine, edición de Montserrat Ordóñez, duodécima edición, Cátedra, Madrid, 2020. Las citas de la novela provienen de esta edición, una de las mejores que existen de la obra.

[2] Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno (Une saison en enfer), traducción de Oliverio Girondo y Enrique Molina, Tres puntos ediciones, Madrid, 2022.

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Moisés Elías Fuentes

Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié, tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva.