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¡Yo soy cauchero, yo soy cauchero! Viví en fangosos rebalses,
en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos,
picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses.
JOSÉ EUSTASIO RIVERA, La vorágine.
“Sólo fuimos los héroes de lo mediocre”, clama Arturo Cava en la tercera parte de La vorágine, una novela fundamental de principios del siglo xx de la literatura colombiana. Y éste parece ser el principal eje de la caracterización de los héroes modernos; un héroe anti-héroe: un sujeto enfrentado a las nuevas vorágines del siglo xx, en este caso, la de la selva.
Héroes de lo mediocre, de lo insignificante, humanos destinados al desperdicio: los caucheros. La injusticia y la denuncia social se colocan en el centro de las preocupaciones de la vida “moderna”; la literatura es un puente de expresión consciente, en ella se muestra el mundo como un espejo deformado: es el lenguaje el que define y caracteriza al nuevo ser humano traspasado por una economía que se generaliza en el mundo incipientemente globalizado y que, de forma velada, muestra ya los colmillos sangrientos de las realidades terribles del subdesarrollo.
El siglo xx es injurioso y rapaz como lo es la importancia de la industria frente a la “deshumanización”; no aquella que Ortega y Gasset le otorga, en 1915, al “arte inteligente” de las vanguardias, sino aquella, descarnada e impasible, de la vida capitalista destinada a beneficiar a los mercados por encima de la vida humana. “Doblegados por los árboles” —quién lo diría—, la imagen del cauchero de Rivera es cruel y certera: un dardo contra nuestra mirada lectora, pues esa “realidad” ha traspasado numerosos escenarios que, hoy, son el resultado de las prácticas políticas, económicas y sociales, comenzadas a inicios del siglo xx.
La vorágine es, en ese sentido, actual, pero también histórica, pues su pasado es germen y su irradiación alcanza futuro. De su propio pasado, la novela bebe del legado del naturalismo: las llagas por sanguijuelas de Clemente Silva; la juerga en la Maporita: grotesca, burda, excesiva; el asco de la pobreza; la miseria de las hormigas; los harapos y la sombra de la abyección: todo eso se vierte en un lenguaje asombroso. Numerosos son los pasajes estilísticamente memorables de La vorágine:
Selva profética, selva enemiga! ¿Cuándo habrá de cumplirse tu predicción?
***
Llegamos a las márgenes del río Vichada derrotados por los zancudos. Durante la travesía los azuzó la muerte tras de nosotros y nos persiguieron día y noche, flotando en halo fatídico y quejumbroso, trémulos como una cuerda a medio vibrar.[1]
O esta otra, digna de aplauso:
El inundado bosque del garcero, millonario de garzas reales, parecía algodonal de nutridos copos; y en la turquesa del cielo ondeaba, perennemente, un desfile de remos cándidos, sobre los cimborrios de los moriches, donde bullía la empeluzada muchedumbre de polluelos. A nuestro paso se encumbraba en espiras la nívea flota, y, tras de girar con insólito vocerío, se desbandaba por unidades que descendían al estero, entrecerrando alas lentas, como un velamen de seda albicante.[2]
La vorágine es, sin duda, un prodigio estilístico que no dejará de hablar al lenguaje mismo. Animales, vegetales, escenarios surreales, canto a la selva devoradora, la caracterización de Rivera es, así, simplemente espectacular y majestuosa. La selva no es alegre y pródiga sino fatal y melancólica. Cuando Arturo Cova se lamenta por su suerte, por su soledad, contemplamos al destartalado espíritu latinoamericano abrumado por su congoja tropical; es la miseria de haber nacido en un contexto imposible: “¡Déjame huir, oh, selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad! ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!”.[3]
En este sentido, la configuración del ser humano en esta novela es muy singular: La vorágine es una novela de pulsiones. Así como la selva misma es la gran protagonista de la novela y no el antihéroe mediocre que no la sobrevive, la acción humana resulta ser igual de desbocada. La pulsión es, en términos freudianos —no hay que olvidar que los textos centrales de Freud son de la misma época en la que se publica La vorágine: 1924—, una “fuerza que actúa como emergencia”: la pulsión es irrefrenable y brota. Ya sea de un modo u otro, se manifestará en la vida humana, signando el destino de una vida. Así de brutal como la selva, las acciones humanas son igual de bárbaras y feroces.
Vista con los ojos de nuestra época, la trama de La vorágine nos parece políticamente incorrecta y absurda. La historia central, la huida infeliz de Alicia y Arturo, nos suena extravagante: una muchacha que huye con un amante por ver “mancillado” su honor. Extraída de los meandros conservadores de otra época, los vínculos, las problemáticas morales nos suenan ajenas y delirantes; con La vorágine sucede lo mismo que con El diario de un seductor de Kierkegaard, las costumbres y miradas de su época son vertiginosamente refutables. En La vorágine, el entramado vinculado con las mujeres nos repele: las mujeres son objetos intercambiables, se huye con ellas porque “son propiedad” de quien las mancilla, se les compra y se les vende como a los esclavizados caucheros, son las marionetas de una perversidad innata y tosca. Arturo Cova es descrito como un ser brutal, misógino y enfermo cuya problemática es evidentemente “materna”; enojado con las figuras femeninas porque son “promiscuas” y “se entregan”; su signo es el de la celotipia y lo que le sucede en la novela es producto de sus alucinaciones y disparates.
A inicios del siglo xx, Arturo Cova sería símbolo de la masculinidad, pero hoy, nos muestra la brutalidad simbólicamente representada. En La vorágine no se enfrentan lo masculino y lo femenino; hay numerosos trabajos académicos, por cierto, que abordan este asunto, sino que lo masculino es aplastante con lo femenino: la representación simbólica de Rivera es exacta y asombrosa, hay que decir… La mujer, en La vorágine, es, así, la selva misma y se le caracteriza como “insaciable”, “inflexible”, “bestial”. Esa matriz devora todo; deglute a los hombre ínfimos, a sus hijos, a sus mujeres; es la perversidad femenina encarnada. Arturo Cova tiene pensamientos terribles, odia a las mujeres representadas en las pérfidas Alicia y Griselda, les desea sucesos violentos, sus pulsiones brotan sin control en la novela de Rivera, él mismo es su propia vorágine:
Me retiré por el arenal a mi chinchorro, sombrío de pesar y satisfacción. ¡Qué dicha que las fugitivas conocieran la esclavitud! ¡Qué vengador el latigazo que las hiriera! Andarían por los montes sórdidos, desgreñadas, enflaquecidas, portando en la cabeza los calderos llenos de goma, o el tercio de leña verde o los peroles de fumigar. […] De noche dormirían en el tambo oscuro con los peones, en hedionda promiscuidad, defendiéndose de pellizcos y manoseos, sin saber quiénes las forzaban y poseían…[4]
Más adelante, las pulsiones de Arturo Cova tienen un sentido mucho más rotundo y abstracto, representando una culpa extraña con la singular sentencia: “ni en vida ni en muerte se dieron cuenta de que yo tenía corazón”. Quizá Rivera consideró que su deber era escribir la historia injusta de los caucheros colombianos y no, como presupongo, la historia secreta que, en realidad, se escribe en cada relato, tal y como Ricardo Piglia dice en su tesis sobre el cuento, sin embargo, esa historia secreta habita este pasaje, es el secreto de las pulsiones ocultas de Cova, un grito a los descensos interiores:
Por si el bosque entendía mis pensamientos, le dirigí esta meditación: “¡Mátame, si quieres, que estoy vivo aún!”. Y una charca podrida me replicó: “¿Y mis vapores? ¿Acaso están ociosos?”. Pasos indiferentes avanzaron en la hojarasca. Franco acercóse sonriendo y con la yema de su dedo índice me tentó la pupila extática. “¡Estoy vivo, estoy vivo! —le gritaba dentro de mí—. Pon el oído sobre mi pecho y escucharás las pulsaciones”. Extraño a mis súplicas mudas, llamó a mis compañeros, para decirles, sin una lágrima: “Abrid la sepultura, que está muerto. Era lo mejor que podía sucederle”. Y sentí con angustia desesperada los golpes de la pica en el arenal. Entonces, en un esfuerzo superhumano, pensé al morir: “¡Maldita sea mi estrella aciaga, que ni en vida ni en muerte se dieron cuenta de que yo tenía corazón!”. Moví los ojos. Resucité. Franco me sacudía: —No vuelvas a dormir sobre el lado izquierdo, que das alaridos pavorosos. ¡Pero yo no estaba dormido! ¡No estaba dormido![5]
Las fiebres palúdicas develan el interior psíquico de los personajes como sucede aquí, cuando Cova expresa una especie de dolor ancestral y primigenio, imposible de eludir. Si bien la trama superficial de La vorágine nos muestra tópicos lejanos a nuestros códigos de conducta contemporáneos a la luz de un siglo de distancia, la vigencia de la novela continúa también en cuanto al simbolismo representado. El protagonista evoca un problema con la figura maternal de la selva, esa selva que lo hiere, que lo aleja, que, como una madre, lo ama y rechaza al mismo tiempo. Su encono por la mujer deviene de la misma pulsación de la tierra que es amorosa y necesaria y, al mismo tiempo, infame y pérfida. Se le odia y se le ama y así, al resto de las mujeres. No sólo el exterior engendra violencia, también el interior del humano la hace brotar y expandirse y, al final, también se lo termina devorando.
La vorágine nos muestra un mundo social sin solución ni gracia: corrompido y aplastado por la argucia de los hombres y los intereses de unos cuantos, exhibe un universo trágico y sin reparación: no hay Dios ni orden humano que pueda reordenar el designio de “los más fuertes”. La visión de José Eustasio Rivera es de un pesimismo fúnebre, inteligente y atroz. Pero, al menos, como una voz callada y secreta, esas pulsiones de muerte, esas visiones terribles, infaustas del destino humano, se oponen a las fuerzas encubiertas que nunca se pronuncian en la novela pero que son palpables en su belleza; son las de la creación: la fantástica aparición de la escena verbal. La vorágine es la selva, es la madre, es la mujer: presencias abstractas, pero es también el grito, la herida, la hermosura del lenguaje; el susurro que permanece aunque Ella devore.
[1] José Eustasio Rivera, La vorágine, Colombia, Biblioteca Básica de Lectura Colombiana, 2015, pp. 221 y 222.
[2] Ib., p. 145.
[3] Ib., p. 134.
[4] Ib., p. 163.
[5] Ib., pp. 171 y 172
Escritora y doctora en Letras por la unam. Autora de los libros Barrio Verbo, Notas inauditas y Memorias tullidas del paraíso, entre otros. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.