Imagen: 1920. Before the storm, Jakub Różalski. Wikimedia Commons
Pensar la vida como pudo haber sido es tal vez uno de los ejercicios de imaginación más comunes: acciones mínimas cuya omisión o realización podrían llevarnos a un destino completamente distinto al que vivimos. “Si no hubiera tomado el metro, aún estaría vivo”. “Si me hubiera casado con Fulano, mi vida sería otra”… Pensar desde el frágil terreno del hubiera también implica pensar desde el arrepentimiento; los publicistas políticos lo saben y cada sexenio explotan la veta ilusoria de una vida mejor si las decisiones públicas de la sociedad hubieran sido otras.
Pensar desde un punto de vista divergente no significa plantearse una ucronía, pero ilustra la intención de esta vertiente literaria: la asunción o negación de una realidad fallida, que intenta ser explicada elaborando una línea de acontecimientos alternativos que arrojan como resultado un mundo aparentemente mejor, donde se exalta o denuesta lo que no fue y lo que es. Sin embargo, la ucronía es más que un inocente ejercicio especulativo literario, es una abierta manipulación de los hechos históricos que tiene como objetivo establecer una realidad alternativa suficientemente verosímil como para convencer al lector, o al menos despertar algo de conciencia en éste, de que la ruta histórica tomada no ha derivado en el mejor de los mundos posibles, como es el caso de El hombre en el castillo (1963), de Philip K. Dick, novela de corte social que, en opinión de David Pringle, marcó las pautas que seguiría el género dentro de la ciencia ficción.
En esta realidad alterna, Franklin D. Roosevelt muere antes de que Estados Unidos salga de la Gran Depresión, condición que lleva al país a una política aislacionista durante la Segunda Guerra Mundial; sin la participación de Estados Unidos, las potencias del Eje triunfan y terminan repartiéndose el mundo. Bajo la bota del emperador Hirohito y el establecimiento de un Gran Reich Americano, sojuzgados, los estadounidenses no tienen más remedio que humillarse ante sus conquistadores y traicionar sus principios. En el punto más crítico de la Guerra Fría, Dick logra invertir de esta manera los términos de la realidad americana y evidenciar la mezquindad con que se conducen los vencedores.
En el ámbito de la literatura hispánica, la narrativa tiene como una de sus piedras angulares, precisamente, una ucronía: Tirant lo Blanc (1490), del “elusivo” Joanot Martorell (comillas de Mario Vargas Llosa), al cual Cervantes considera “el mejor libro del mundo” y, más aún, lo rescata de la quema de novelerías que han trastornado a don Quijote. En sus páginas, el imperio bizantino se salva del furioso avance del gran Mehmet II gracias al incontenible Tirante, y uno tras otro, los príncipes musulmanes caen rendidos a los pies del cristianismo. Es notable esta revisión fantástica de los hechos ocurridos en Constantinopla (1453) con menos de cuarenta años de distancia; pero más allá de cristalizar la fantasía de ver un mundo convertido al cristianismo sin mayor esfuerzo, y amén de resaltar las grandes virtudes del caballero Tirante el Blanco, la ucronía de Martorell termina convirtiéndose en pretexto y escenografía.
Las grandes guerras y revoluciones se fueron convirtiendo en el tema central de las ucronías. Para nosotros, lectores del siglo xxi, la balanza sigue inclinándose a favor de la Segunda Guerra Mundial, la revolución rusa, la Guerra Civil española… Es una suerte de lamento prolongado de lo que no pasó. Y un desahogo. El mismo año de la muerte de Francisco Franco apareció El desfile de la victoria (1975) del autor catalán Fernando Díaz-Plaja, novela que celebra el triunfo del agónico bando republicano gracias a la intervención soviética y francesa: la ayuda que jamás llegó y que por décadas se les reprochó a los Aliados, dando por hecho que la derrota de Franco habría cambiado también el curso de la Segunda Guerra Mundial… La ucronía también evidencia una mala relación que se da porque “una cosa lleva a la otra”.
La ucronía en México tiene periodos históricos clave: la conquista de México y la pérdida del territorio tras la invasión norteamericana, y personajes seductores, como Santa Anna o Maximiliano. Asimismo, tiene cultivadores innovadores, como Carlos Fuentes y Óscar de la Borbolla. Para éstos, el concepto ucronía (que literalmente significa “sin tiempo”) se aplica a cualquier constructo de la realidad conocida, cualquier posibilidad de recontar la historia es una ucronía. Fuentes, que tiene la virtud de llevarlo todo al extremo con sorprendente eficacia literaria, hace de la ucronía un procedimiento narrativo. A juicio de Pedro García-Caro,[1] al momento de anular la temporalidad del texto, gracias al juego de los tiempos verbales, Fuentes crea un punto de divergencia que construye una realidad alternativa, y en Aura (1962) es evidente. La historia, al tiempo que sucede (narrada en presente), podría suceder (narrada en futuro), atrapando a los personajes en una suerte de bucle temporal, explícito en este fragmento:
No volverás a mirar tu reloj, ese objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la vanidad humana, esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas inventadas para engañar el verdadero tiempo, el tiempo que corre con la velocidad insultante, mortal, que ningún reloj puede medir. Una vida, un siglo, cincuenta años: ya no te será posible imaginar esas medidas mentirosas, ya no te será posible tomar entre las manos ese polvo sin cuerpo.
Lo maravilloso en Fuentes cede el paso a la ucronía cuando en ese largo recuento del virreinato que es Terra Nostra (1975) Felipe II se transforma en monstruo.
La ucronía se entiende entonces como un espacio narrativo que no tiene lugar dentro de los acontecimientos históricos. Más que una versión —que tiene la cualidad de ofrecer una perspectiva diferente o ser parcialmente cierta—, ofrece una alteración narrativa sobre la cual se sabe sin margen de duda que no ocurrió. A partir de esta interpretación del concepto, Óscar de la Borbolla distorsiona la realidad —juega con ella— para elaborar una serie de artículos con situaciones insólitas, imposibles y ridículas, que publica en el periódico Excélsior entre 1985 y 1988, de las cuales hizo una pequeña selección que publicó con el título de la misma columna, Ucronías (1989), con juguetes noticiosos como el nacimiento de un partido improbable en tiempos de elecciones, el proyecto (ahora viable) de una “ciudadela del placer” o el fenómeno de una lluvia de sangre, que en el contexto actual se entendería como una cruel metáfora. El “Manifiesto Ucrónico” da cuenta de la intención:
Estamos, pues, en contra del dolor y de la muerte, de la escasez de oportunidades y de la falta de libertad para poder tener muchas vidas distintas y no estar asfixiados por ninguna. Nos inconformamos ante el hecho de tener que cargar con nuestro pasado y no poder cambiarlo como quien se muda de ropa o elige otro dentífrico.[2]
“Nos inconformamos ante el hecho de no poder cambiar nuestro pasado”. Poco a poco el trabajo de Óscar de la Borbolla se fue apartando de este impulso inicial lúdico y experimental para asentarse en el desarrollo de novelas que exploran, bajo otros códigos, sus preocupaciones personales, sin renunciar al humor y a los retos de la razón.
Entre la narrativa mexicana reciente destaca el relato fantástico “Se ha perdido una niña” (1998), de Alberto Chimal, cuento ganador del premio Kalpa de Ciencia Ficción. Como en el texto de Juan José Arreola “El himen en México”, el cuento de Chimal tiene como disparador un libro que parece inexistente, pero que, en efecto, existe. El narrador le regala a su sobrina un cuento infantil de la autora soviética Galina Demikina, con el cual queda fascinada y, no sólo eso, se enamora de la Unión Soviética, establece comunicación con la editorial que publicó el libro y, eventualmente, hace allí su vida. Entretanto, Roberto, el narrador, se esmera por explicarle a su sobrina que la Unión Soviética ha desaparecido; no obstante, la realidad interna del cuento confirma exactamente lo contrario. El concepto de ucronía es empleado, como lo hace Fuentes, como un disruptor de la realidad, pero a la vez se convierte en el centro de la historia. Apenas se esboza en las últimas líneas una exposición de la vida en ese país, sólo para confirmar que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas sigue en pie, que nada ha cambiado y, ante una prueba tras otra, el extrañamiento creciente del narrador, en complicidad con el lector, cede ante esa realidad imposible de refutar: “dejamos de hablar del asunto y preferimos no inquietarnos”.[3]
Chimal logra en este cuento algo inédito: el punto divergente no motiva la especulación, sino un cuestionamiento de la historia aceptada sin entrar en teorías de la conspiración. La conciencia de que ese país se disolvió se ve desmentida por una carta, por la permanencia de la embajada, una beca de estudio, etcétera. Entonces, ¿no pasó lo que sabemos que realmente sucedió? Rusia se convierte en una presencia perturbadora. A esto hay que añadirle que la historia se cuenta desde el año 2008 y retrocede diez años en el tiempo para contar puntualmente la historia. Es decir, a estas alturas, han pasado quince años de que Ilse y su esposo fueran seleccionados para entrar al programa de entrenamiento de los cosmonautas que habitarán la estación espacial Mir 4 —guiño irresistible que termina emparentando el texto con las crónicas marcianas de Ray Bradbury—.
En “Ucronías: Este mundo se convierte en otros mundos”, un breve artículo de Alberto Chimal disponible en Internet, el narrador reflexiona en torno a la ucronía como dispositivo narrativo:
en ocasiones lo que anima a las ucronías es una conciencia de la fragilidad del poder: de que quienes están “en la cima” no lo están por ningún destino inevitable ni derecho divino, sino por casualidad, porque ciertas circunstancias de la Historia real se dieron a su favor y no en su contra. En algunos casos, por lo menos, no quieren invitarnos a estar contentos de que las cosas como son, sino ofrecernos una lección de humildad.[4]
La verdadera historia de la Conquista frustrada (2023), de Jesús L. Mondragón —ingeniero biomédico y empresario metido a escritor—, responde a esta última visión. Publicada bajo el sello editorial mexicano Universo de Libros, se trata de una ficción histórica que desde el título anuncia el tono y la contradicción. Escrita en una suerte de español antiguo actualizado, la obra emula, de manera notablemente sostenida a lo largo de 300 páginas, los procedimientos narrativos de Bernal Díaz del Castillo, Cabeza de Vaca y otros cronistas de Indias. Juan, un joven medianamente letrado, criado a la sombra de don Hernando Cortés, cuenta los avatares que sufre la expedición española tras la derrota de la Noche Triste.
Como en el caso de El hombre en el castillo, la desaparición del héroe cambia la historia: Cortés, desanimado tras la histórica batalla, desaparece de escena, nadie sabe qué ha sido de él, si fue capturado, si huyó o fue muerto en fuga. Pedro de Alvarado toma entonces el mando del ejército español, pero su diplomacia no alcanza para estrechar las alianzas que Cortés tejió, pero establece un equilibrio razonable donde los conquistadores se convierten en furtivos colonizadores bajo la anuencia y protección del Huey Tlatuani [sic] Cuauhtémoc. La tecnología española se pone al servicio de los pueblos indígenas, pero no con el ánimo de “civilizar a los salvajes” y paganos que distingue a los evangelizadores y la fantasía desbordada del Tirante —recuérdese que el tiempo de la novela son los mismos de Martorell—. La crónica alcanza su clímax cuando reaparece Hernando Cortés, quien, como otros soldados españoles, se ha asimilado a los indígenas. En este punto, el temple de Cortés contrasta con la visión que él mismo ofrece en sus Cartas de relación, mas no por ello resulta inverosímil.
Además de ser una primera novela que demuestra bastante mesura en el empleo de recursos literarios —sobre los cuales advierte en una nota inicial—, cuenta con una trama bien desarrollada, verosímil y coherente, con personajes bien trazados y definidos, Mondragón renuncia a la tentación de extender la destrucción más allá del Atlántico, al contrario. Es una ucronía conciliatoria que dialoga con la eterna solicitud de perdón que el gobierno de México, en más de una ocasión, ha sugerido, solicitado y exigido a la Corona Española. Es de entre las realidades alternas esbozadas en este trabajo, tal vez la más improbable, puesto que es más factible que Felipe II se convierta en un monstruo, que un día nazcan centillizos en el Hospital de La Raza o que se refunde la Unión Soviética, a que la naturaleza humana domine y abdique de sus ansias de poder.
[1] García-Caro, Pedro. “Aura y la teoría narrativa de Carlos Fuentes”, en Anadeli Bencomo y Cecilia Eudave (coord.), En breve. La novela corta en México, Guadalajara: Universidad de Guadalajara, pp. 143-157. Disponible en: https://www.lanovelacorta.com/estudios/en-breve.pdf
[2] Óscar de la Borbolla, Ucronías, México: Joaquín Mortiz, 1989, p. 171.
[3] Alberto Chimal, “Se ha perdido una niña”, en Letralia. Tierra de Letras, Año V, núm. 92, 17 de julio de 2000, disponible en: https://letralia.com/92/le04-092.htm
[4] Chimal, Alberto. “Ucronías: Este mundo se convierte en otros mundos”, en +cultura, 4 de marzo de 2019. Disponible en: https://mascultura.mx/ucronias-mundos/
(Ciudad de México, 1974). Narrador. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM y el Diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la Sogem. Ha colaborado en las revistas Tierra adentro, El cuento, Pluma y compás, Casa del tiempo, Origina, Código y Correo del maestro, entre otras. Becario del cme y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca, en la especialidad de Novela.