Mitología y herejía: una écfrasis del cuadro
Justos y Herejes, de Vlady

Alina Dadaeva
junio-julio de 2023

 

 

Fotografía: Especial

 

Indudablemente, Vlady es uno de los pintores mexicanos más herméticos e incomprendidos. Es por eso que a estas alturas de su vida póstuma, uno todavía siente la necesidad de presentarlo ante el público. Junto con su padre Víctor Serge, revolucionario y escritor francófono de origen ruso, Vlady escapó de la Rusia stalinista en 1936 y сinco años después —tras una estancia en Bélgica y Francia— arribó a México, donde vivió hasta su muerte en 2005. La revolución fue uno de sus temas predilectos, sin embargo, pocos pintores de su época estuvieron tan ajenos al arte de la “agitación y propaganda” como lo estuvo él. Vlady fue un artista político, pero no politizado; más que la historia, le inquietaba la historiosofía; la revolución en su obra es, más que un concepto ideológico, una fuerza libidinal que crea nueva vida y permite al hombre —y a la humanidad— superar los límites de sí mismo. Lector empedernido, Vlady logró crear un estilo que podría definir como “pintura intertextual”, su obra es un constante diálogo con los grandes pensadores del mundo occidental: Sófocles, Shakespeare, Pushkin, Freud. A menudo este diálogo se convierte en un polílogo: así, en algunas obras, Vlady interpreta pictóricamente los textos de Freud en los cuales el psicoanalista, a su vez, interpreta a Sófocles y a Shakespeare. Tal densidad semántica oscurece la pintura de Vlady por lo que muchos suelen etiquetarla como surrealista e incluso abstracta. No obstante, un análisis de su obra permite entender que nada en los trabajos de este artista es un juego al azar: cada cuadro suyo es un resultado visual del pensamiento vladiano, complejo y conceptual, un fruto de la profunda reflexión sobre el ser y todo aquello, humano demasiado humano, que lo constituye: deseo, poder, transgresión.

En su libro Abrir los ojos para soñar (Siglo XXI, 1996), Vlady declaró que la pintura “no se valora por la temática o por la imagen, sino por la pintura misma”. Citar estas palabras ya es casi un lugar común para los investigadores cuyos estudios se centran en la iconografía vladiana: pues advertir al lector sobre las limitaciones de tu trabajo en gran medida significa justificarlas. El presente ensayo también se enfoca exclusivamente en la hermenéutica de las imágenes vladianas y busca reconstruir el discurso plasmado en la obra Justos y Herejes (1957), que actualmente pertenece a la colección del Museo León Trotsky en México. El cuadro, uno de los más enigmáticos del pintor, hasta la fecha no ha sido explorado por los críticos mexicanos, lo que es comprensible: Vlady invoca aquí los motivos de la mitología eslava y las narrativas revolucionarias rusas de por lo menos cuatro siglos.

Conceptualmente, el cuadro está dividido en dos partes. La parte izquierda presenta un espacio mágico, una zona de tinieblas poblada por las criaturas fantásticas del imaginario eslavo. En el ángulo superior, se vislumbra un bosque de abedules, los árboles más emblemáticos de Rusia, que figuran en varios cuadernos de notas y dibujos de Vlady. Frente a los árboles, aparece una gigantesca cabeza de un gallo blanco, un personaje popular de los cuentos rusos y el protagonista de muchas creencias y rituales. Detrás de él, se pueden reconocer contornos de una pequeña construcción morada, casa-sobre-las patas-de gallina, de la bruja del bosque Baba Yaga (esta peculiar vivienda zoomórfica también aparece en algunos dibujos de Vlady). La mancha que se eleva por encima de la casa de la bruja parece ser otra figura gallinácea con un pico abierto, aunque no descartaría la posibilidad de que sea la misma Baba Yaga sobrevolando su hogar con su típica canosa melena despeinada.

 

 

Justos y Herejes, 1957, óleo sobre tela, 270 x 170 cm, Colección Museo León Trotsky, https://bit.ly/43x80fZ

 

En la parte inferior izquierda, vemos a un campesino, con barba, una nariz grande y una tradicional vestimenta rusa, parecida al atuendo que Vlady solía vestir en México. El campesino está cargando un tronco sobre el hombro. Por encima del tronco, está sentada una criatura semejante a Leshi, espíritu-dueño del bosque, según las creencias de los antiguos eslavos. En esta cualidad, Leshi poseía un gran poder sobre el ser humano. Para los campesinos, el bosque representaba un espacio encantado, sagrado, donde cazaban animales, segaban hierbas, hongos y bayas, pastaban ganado, conseguían madera para la construcción de las casas, recolectaban alquitrán y resina, ejercían ceremonias paganas. De acuerdo a la tradición popular, para entrar al bosque, primero había que pedir permiso a Leshi, de lo contrario, el espíritu-dueño enredaría los caminos de tal forma que la persona irreverente se quedaría en el bosque para siempre. El enfoque punitivo de Leshi era peculiar: сonfundir, engañar, hacerse perder en la oscuridad.

Siendo una personificación del bosque, Leshi comúnmente fue representado como una figura fito-zoo-antropomórfica: ramas en vez de los cabellos, hojas crecidas por todo el cuerpo, musgo en lugar de la barba. El Leshi de Vlady también contiene en su anatomía elementos vegetales y animales: su cabeza parece estar coronada con ramas, el largo torso pintado de frente está cubierto con pelos o pétalos. De esta forma, la imagen vladiana hace recordar al Leshi de los bocetos del artista ruso Fiodor Fiodorovski, realizados en 1909 para la famosa ópera Snegurochka, La Niña de Nieve. Pero a diferencia del bondadoso Leshi de Rimski-Kórsakov, el Leshi de Vlady es siniestro: con ramas sobre la cabeza que semejan cuernos, el rostro de perfil con una sobresaliente mandíbula inferior y la nariz ganchuda —común para las representaciones de las oscuras criaturas del bosque— sentado sobre el hombro izquierdo como un demonio medieval, el personaje vladiano es más fiel a su naturaleza mítica: en la hagiografía eslava, la figura de Leshi se asociaba con el demonio que seduce al hombre para que éste pierda su camino.

La parte derecha del cuadro está poblada por los herejes. Aquí encontramos la figura de Marx, un soldado del Ejército Rojo con un sable cosaco, al propio cosaco —parado enfrente de una casa de madera vestido de un típico abrigo zhupan con una gorra redonda—,  y la mano flotante de un raskolnik, con los dos dedos levantados.

     En la historia de Rusia, bajo el nombre de los raskolnikos, o viejos creyentes, se conoce a un grupo de cristianos ortodoxos que rechazaron la reforma eclesiástica impuesta por el patriarcado ruso en 1653. La reforma buscaba unificar la tradición rusa con los cánones de la iglesia griega de Constantinopla, por lo que propulsó una nueva redacción de libros litúrgicos. Todos los que no aceptaron los nuevos cánones fueron declarados herejes. Se inició una larga etapa de persecución y encarcelamientos e incluso ejecuciones masivas de los raskolnikos: así, durante el asedio del monasterio Solovietski por las tropas tsaristas, fueron asesinados cientos de personas. En 1682, fueron quemados cuatro sacerdotes, entre ellos el protopapa Avvakum, el líder de los raskolnikos y uno de los primeros escritores medievales de Rusia. El símbolo con el cual se asociaba el movimiento hereje eran dos dedos levantados, puesto que, de acuerdo a la reforma, fue introducida una nueva forma de persignación, la de tres dedos en representación de la Santísima Trinidad, que reemplazó la forma anterior, la de dos dedos que significaban la naturaleza dual —humana y divina— de Jesucristo. En la cultura moderna, este gesto fue consagrado en el cuadro La boyarda Morozova (1887), de Vasili Surikov, artista cuyos temas principales fueron la historia y la rebeldía, y cuyas obras Vlady indudablemente tuvo que conocer.

Vlady heredó su profundo interés por los raskolnikos de su tío político, escritor, historiador y eslavista francés Pierre Pascal, quien en 1938 publicó el libro Protopapa Avvakum y las discusiones sobre los raskolnikos: la crisis religiosa del siglo XVII en Rusia, precedido por años de viajes por los lugares donde habitaban los viejos creyentes. La obra de Vlady contiene múltiples alusiones a la historia de esta crisis: los retratos de Avvakum, los dos dedos levantados en el gesto de persignación, los dos dedos cortados, las figuras de los samosozhentsi, “los que se queman”, que rinden tributo a todos aquellos raskolnikos que se quemaron vivos en un acto de protesta contra la nueva iglesia (este suicidio masivo se practicó por varios siglos). Entre todos los herejes vladianos, los viejos creyentes eran los únicos que llevaban este nombre de una manera oficial. Así que no es sorprendente que en Justos y Herejes Vlady no haya podido prescindir de su insignia, un símbolo de rebeldía y lealtad.

Revolución y sus elementos, el tema constante de Vlady, explorado en los murales de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, también se plasma en este cuadro, donde Marx representa la revolución comunista; el soldado, la revolución socialista rusa; el raskolnik, la rebelión contra el nuevo orden eclesiástico; el cosaco, la rebeldía contra la autocracia tsarista (pues, de acuerdo a la teoría más popular de la etnogénesis de los cosacos, estos se formaron a partir de los esclavos fugitivos que se rebelaron contra los terratenientes y el sistema de servidumbre ruso; incluso la palabra “сosaco”, según su etimología, significa “el hombre libre”).

 

 

Murales de Vlady en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, República de El Salvador 49, Centro Histórico, Ciudad de México. Fotografía: Ismael Villafranco, Wikimedia Commons

 

Saltan a la vista dos tipos de cruces presentes en este espacio: las de la iglesia ortodoxa y las cruces de postes de electricidad por encima de las colinas esteparias, blancas por la nieve, que hacen recordar los paisajes de Orenburgo, una pequeña ciudad ubicada en la frontera con Kazajstán, a donde el padre de Vlady, Víctor Serge, fue deportado en 1933.

La cruz cristiana cumple aquí por lo menos tres funciones: contrasta con el mundo pagano de la parte izquierda; representa a Cristo, el primer hereje de la nueva era, y dilata la verdadera naturaleza del ateísmo en la tierra soviética. Bien se sabe que la URSS luchaba contra la fe ortodoxa, mas no contra la religión, cuyo papel cumplía el marxismo-leninismo. La arquitectura del mausoleo de Lenin, que hasta la fecha se eleva por encima de la Plaza Roja, hace recordar a un zigurat sumerio. En el poema Doce, de Aleksander Blok, la marcha de los revolucionarios está encabezada por Jesús. La novela corta La confesión, de Máximo Gorki, termina con la escena del levantamiento de una joven paralizada, al momento que a su lado pasa una multitud de obreros. Parafraseando la ley de la conservación de la energía, la religión se crea, pero no se destruye: sólo se transforma.

En la Rusia revolucionaria, uno de los cultos de esta nueva religión fue precisamente la energía eléctrica. “A usted le gusta el relámpago en el cielo; a mí, en una plancha eléctrica”, decía el urbanista Vladímir Mayakovski a Boris Pasternak. Su compañero de LEF (abreviatura del Frente de Arte Izquierdista) Boris Kúshner, poeta, teórico de arte y, a la vez, el encargado de la Dirección de la Industria electrotécnica, escribió, en 1920, el libro Revolución y electrificación, donde declaró que la energía eléctrica es el principal conducto para los ideales socialistas. Un año después, Andrei Platónov, uno de los escritores rusos más importantes del siglo XX, publicó su primer escrito, el folleto titulado Electrificación (Conceptos generales), que se inicia con la siguiente sentencia:

“La electrificación es la misma revolución sólo en la tecnología, con el mismo significado que el Octubre de 1917. Justo a través de la electrificación, se puede comprender el valor de la Revolución de Octubre”.

A principios de los años treinta, Platónov escribió otro libro titulado La novela técnica. En el prólogo a la primera edición (el libro no salió a la luz, sino hasta 1991), el crítico Vitali Shentaliski así definió su idea principal: “La juventud de su protagonista es la Revolución. El sueño de su protagonista es la Electrificación. Alrededor, todo es sequía, hambre, desgracia. La Revolución más la Electrificación es la fórmula de la felicidad comunitaria”.

Colocando las cruces eléctricas por encima de las cabezas herejes, Vlady, por tanto, reivindica el lugar que los intelectuales rusos del principio del siglo otorgaban a la electrificación, viendo en ella un símbolo del progreso y, a la vez, de la relación dialéctica entre el ser humano y el estado, el estado y la naturaleza, la naturaleza y la tecnología.

Resumiendo todo lo dicho hasta este momento, podemos llegar a la conclusión que en Justos y Herejes colisionan dos mundos: el mundo antiguo, autóctono, mítico, oscuro, boscoso, reservado, tradicional, y el mundo revolucionario, abierto, estepario, tierra de protesta y renovación. El campesinado aún está indeciso entre ellos: el personaje masculino en la parte central superior, que parece portar un arma en la cintura, está mirando hacia el lado revolucionario, mientras que el hombre de abajo está volteando hacia el pasado. Aun así, es justamente el campesinado que está sosteniendo la fogata nocturna que ahora une dos mundos: el fuego azul de la revolución (según la popular expresión rusa “¡Que arda todo en la flama azul!”). Como dijo León Trotsky en una conferencia dictada en 1918, si los bajos fondos del campesinado, que constituyen la mayoría de la población rusa, no apoyan a la clase proletaria, ésta no podrá sostener el poder. El incendio de la revolución mundial, en definición de Aleksander Blok, se alimenta de los troncos cortados que están portando sobre sus hombros los campesinos rusos.

Como muchos artistas del siglo XX, Vlady, hablando de la revolución, cae en la metáfora del fuego. Pero cae con su inconfundible gracia vladiana. Así, en un cuaderno suyo, encontramos uno de los primeros ejemplos de su “poética de síntesis”, que consiste en unir dos o más imágenes en una sola: un hombre que arde en un fuego con brazos cruzados en forma de leña. Una idea parecida fue plasmada en el mural La revolución rusa de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada. En el centro de la obra, vemos a un hombre con manos de hachas y el rostro de león (sin duda, una alusión al nombre de Trotsky). El hombre está rodeado del fuego que a la vez es la representación de Zhar-ptitsa, el Pájaro del Fuego del folclor ruso, el objeto del deseo que estimula al héroe a emprender su viaje y, al final, lo lleva a su triunfo. Las piernas del revolucionario se convierten en las alas del ave, una de las cuales forma su cabeza. Por encima del hombre, se eleva una larga flama, la cola del Pájaro del Fuego. Sólo una mente verdaderamente poética pudo revelar esta semejanza estética entre Zhar-Ptitsa, el fuego y el león con su melena ardiente.

En Justos y Herejes, el fuego forma el tercer espacio independiente, del cual emergen varios símbolos. En la parte central encontramos tres manos: un puño que se erige en el gesto de lucha y solidaridad, una mano cayendo como una cometa que deja por encima del bosque de abedules una cola de estrellas rojas y otra mano del raskolnik, pintada en este caso de una manera menos figurativa.

Bajo las manos, Vlady coloca dos signos enigmáticos que parecen a la espiral del adn (cabe mencionar que la imagen del adn aparece en otros trabajos de Vlady, por ejemplo, en un boceto del mural “Revolución musical” de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada). La espiral del adn situada por la parte mítica, tradicional y patriarcal, está entera, mientras que la espiral de la parte revolucionaria está rota. Tres posibles interpretaciones “abusivas”, como diría Vlady, me surgen al respecto.

Interpretación primera, personal. En la esquina inferior derecha del cuadro, aparece el nombre de la madre de Vlady, Liuba Rusakova, que en los años treinta padeció una grave enfermedad mental. Por encima del nombre de Rusakova, surge una figura femenina vestida de falda, frágil y encorvada, como alguien que camina contra el viento arrastrando su propia sombra. Parece que, junto con el campesino, ella está cargando el peso del tronco para la fogata revolucionaria. Por encima del mismo, se erige una mancha sin contornos claros, cuya textura, sin embargo, se asemeja al cuerpo de Leshi. Liuba Rusakova, la esposa de Víctor Serge, trabajadora de la III Internacional, secretaria de Grigori Zinoviev, es una revolucionaria y pertenece al mundo de los herejes, pero su locura la lleva a una dimensión prehistórica, fuera del espacio y tiempo; la hace perderse en el bosque oscuro de su subconsciente. La enfermedad de la madre tuvo tanto impacto en Vlady que el artista decidió nunca tener hijos y, por tanto, no pudo transmitir su adn a las siguientes generaciones. 

Interpretación segunda, social. La revolución separó no sólo a Vlady y a su madre, quien se quedó internada para siempre en un hospital psiquiátrico de Francia. La guerra civil que siguió después de la revolución destruyó miles de familias, puso en una lucha mortal a padres, hijos y hermanos, como sucede en el cuento El lunar, de Isaak Babel o en El Don Apacible, de Mijail Shólojov, citado por Vlady en sus libretas. La molécula del adn es responsable por la transmisión hereditaria y es justamente lo que se interrumpe —en un sentido, por supuesto, simbólico— a causa de la revolución.

Interpretación tercera, filosófica. Una revolución, por más cruel y sangrienta que sea, conlleva la renovación de la sociedad, la mutación de su estructura política y cultural. En términos biológicos, una mutación se debe a la reorganización del adn, en algunos casos, su deleción, es decir, la pérdida de un fragmento del adn de un cromosoma. Tal vez, colocando una estructura verde semejante a una molécula rota del adn por el lado revolucionario, Vlady quería ilustrar un simple axioma: revolución siempre es evolución.

A primera vista, la pintura vladiana puede parecer un caos de imágenes, incoherentes e ininteligibles. Pero solo es necesario trazar unas cuantas líneas entre estas imágenes para entender que detrás de cada cuadro vladiano hay un discurso, en el cual el pintor suele establecer relaciones entre hechos e ideas muy distantes. Literatura, mitología, culturología, historia, ciencia, psicoanálisis coexisten en la realidad vladiana. A un espectador profano podría parecer que Vlady no hace distinciones entre Leshi, Karl Marx y un poste de electricidad, pero basta con empezar la lectura —pues la obra vladiana, aparte de la contemplación, requiere una verdadera lectura— para ver que, mediante estas figuras y objetos, se construya una narrativa congruente, una misiva que Vlady busca transmitir no sólo mediante formas y colores. Caos es el cosmos cuya lógica aún no ha sido comprendida. Conocer la obra de Vlady significa, antes que nada, entender su lógica.

El presente trabajo ha sido un humilde intento de ello. Y puesto que una gran obra de arte nunca se presta a una sola interpretación, estoy segura de que este intento no ha sido fallido.

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Alina Dadaeva

(Dzizak, Uzbekistán, 1989). Escritora. Egresada de la Universidad Nacional de Uzbekistán (maestría en Periodismo). Desde 2014 vive en México. Trabaja como traductora en el Centro Vlady de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (uacm).