Noble como un perro

Gerardo de la Cruz
Junio-julio de 2022

 

 

Fotografía: Manav chugh / Getty Images

 

Fue entonces que se sintió

como un perro en el Periférico…

Rodrigo González

1

—¡Periférico, siéntate!  —ordenó Marcial—. ¡Siéntate! —y el perro lo observaba con sus ojos pequeños y redondos de niño azorado por el significado de la vida. Acuclillado frente a él, con una rebanada de jamón en la punta de los dedos como suculento premio, Marcial insistía en hacerle entender, y Periférico no entendía. Tal vez un hueso lo estimularía un poco más.

Alejandra los observaba de sesgo desde la cocina, molesta entre las cazuelas, los huevos y el chorizo en la sartén. La escena era irritante. Marcial pasó de la orden a la súplica:

—Siéntate, Periférico, anda, siéntate…

El perro inclinó la cabeza y movió una pata negra, desafiante, y una sonrisa de satisfacción comenzó a dibujarse en el rostro de Marcial. Repentinamente Periférico se rascó furioso atrás de las orejas gachas, para arrancarle enseguida el pedazo de jamón a su amo. Luego, se echó. Marcial cerró los ojos y suspiró hondo. Paciencia, paciencia. Se incorporó y caminó hacia la cocina por un segundo trozo de jamón. Alejandra le atajó el camino, con la cena entre manos.

—Ese perro es más inteligente que tú —dijo—, y mira que es bastante estúpido.

Marcial se limitó a rodearla y prosiguió su camino. Abrió la puerta del refrigerador y buscó el jamón por todas partes. Lo encontró dentro de una caja de plástico transparente cerrada con un pequeño candado. En la caja estaba el jamón, el salami, el chorizo y demás embutidos con los que Marcial acostumbraba premiar a Periférico, aunque éste no hubiese acatado ninguna de sus órdenes. Alejandra, sentada a la mesa, se dispuso a cenar en compañía de una silla vacía.

—¿Y este candadito?

—La comida está muy cara y tenemos muchos gastos —explicó Alejandra, con la boca llena—. Ni creas que vamos a desperdiciar un centavo más de tu salario de mierda en necedades.

Marcial suspiró indiferente y sin mayores aspavientos cerró la puerta del refrigerador. Dio media vuelta y se aproximó al comedor. Alejandra comía pausadamente, como si no tuviera alternativa, los huevos con chorizo que había preparado. Ni siquiera levantó los ojos cuando Marcial cogió su plato y un bolillo y se sentó, otra vez, frente al perro, inmóvil en la puerta de entrada. Era incapaz de sentarse o de hacer cabriolas cuando Marcial le daba la orden; sin embargo, el animal sabía que bastaba con dar un paso más allá del tapete de bienvenida para que Alejandra le moliera las costillas a palos.

Marcial partió el bolillo y mientras compartía su cena con el perro, suplicaba cariñoso:

—Siéntate, Periférico, anda, siéntate…

Alejandra terminó de cenar. Cogió su plato y lo llevó al fregadero.

—Lavas los trastes —indicó a Marcial, caminando trabajosamente—. ¡Ay, si supieras lo mala que estoy! No doy una con semejante aguacero…

—Sí, deben ser las lluvias, las reumas.

—Búrlate, sí, ya sé que para ti soy eso, una burla.

Marcial dirigió la vista hacia la ventana principal. El jardincito de la casa estaba inundado. Llovía a cántaros. Alejandra añadió antes de retirarse:

—Si veo a ese sinvergüenza adentro cuando baje a tomar mis medicinas, lo pongo a dormir. No es promesa ni advertencia: es un juramento.

Marcial recogió los trastes y volvió enseguida al lado de Periférico. Ignoraba a qué medicina se refería Alejandra, que diez o doce años atrás había pescado una enfermedad desconocida. Los síntomas: fiebres, dificultad para moverse, migraña, cansancio extremo, vahídos, dolor estomacal. La mujer estaba impedida para cualquier labor doméstica, salvo cocinar, actividad que, aunque no dejaba de ser pesarosa para ella, la realizaba porque le permitía olvidar sus malestares; de todo lo demás se encargaba Marcial. Consultaron varios médicos y le practicaron un sinfín de estudios, ninguno con resultados concluyentes; la mayoría de los doctores coincidían en que el asunto debía tratarlo también un psiquiatra, diagnóstico que Alejandra se negó a aceptar. Al cabo de unos años renunciaron a encontrar respuesta en la medicina alópata, incapaz de determinar la naturaleza del mal que aquejaba a Alejandra o de recetarle un remedio que aliviara un poco sus jaquecas crónicas. Así dieron con Fontana, un médico naturista como caído del cielo. Desde entonces el botiquín estaba a reventar de grageas, jarabes y toda clase de hierbas impronunciables, que sólo ella y Fontana sabían cómo y a qué hora debían administrarse, sin omitir alguna. El doctor Fontana se convirtió en una presencia angélica y cotidiana en casa.

Los débiles pasos de Alejandra se perdieron en el cubo de la escalera.

—Mira, pobrecillo, está diluviando, deja que se quede —suplicó en voz baja para que su esposa no lo escuchara—. Al menos hasta que pare de llover, ¿verdad que sí?

Pero Alejandra tenía un oído extraordinariamente fino.

—Claro, como tú no limpias la mierda de tu animal —protestó sarcástica, antes de prender el televisor—. ¡Ay, Señor mío!, ¿por qué me castigas de esta manera?

Marcial hizo a un lado el trasto vacío del perro y se recostó en la puerta que daba al jardín. “Pero sí limpio tu mierda”, se dijo en silencio. Periférico, que rondaba indeciso a su amo, se echó en sus piernas y ambos cerraron los ojos. Buscó a tientas el interruptor de la luz para apagarla. En la oscuridad, acariciaba con ternura al perro, y el perro se dejaba querer. Pronto cayeron dormidos; ni siquiera se percataron cuando Alejandra les puso un cobertor cuando bajó a tomar su medicina.

La mañana sorprendió a Marcial bien cobijado, otra vez a una hora bastante avanzada. Apenas tuvo tiempo de subirle un vaso de leche a su mujer, que sentía las piernas entumecidas y el rigor de la humedad haciendo estragos en las articulaciones, además de “algo así como un constante hormigueo y punzadas en los párpados: no en los ojos, en los párpados”. Abrió el cajón superior de la mesa de dormir, junto a la cama, a la derecha, y sacó un pequeño maletín repleto de tabletas de diversos colores.

—¿Llamo al doctor? —preguntó Marcial en el vano de la puerta—. O a Carmelita…

—Carmelita, claro, Carmelita…

—…para que venga a cuidarte.

—¡Carmelita! —exclamó indignada—. Yo sé qué tipo de cuidados quieres de esa piruja.

—Pero si Carmelita —intentó defenderse—, si ella es otra…

—¿Otra qué? —lo atajó—. No te atrevas a compararme con esa mujerzuela.

Marcial escondió las manos en los bolsillos y Alejandra se arrebujó entre las cobijas.

—Deja de fingir que te importa, como si no supiera lo que piensas de mi enfermedad —dijo con voz llorosa, sin mirarlo—. ¡Por amor de Dios! Mira, ya vete, lárgate a trabajar… ¡Ay de mí!

2

Marcial checó tarjeta después de las nueve y veinte, por tercera ocasión en la semana. Había excedido el tiempo de tolerancia y aún no se rasuraba. En cuanto se halló en su escritorio, prendió la computadora, colocó nuevamente en el ángulo superior izquierdo el retrato de Alejandra en 1989, le deseó buen día a su cactus, sacó del archivero una resma de expedientes y comenzó a teclear como si tuviera horas, días trabajando sin interrupción. Debía ingresar en el sistema un millar de actas de defunción. Pero algo marchaba fuera de curso, el ambiente en la oficina se percibía tenso y los compañeros trabajaban inmersos en un silencio inusual. También por ahí se encontraba el mismo joven maniático que había estado corriendo como alma en pena de punta a punta por cada cubículo toda la semana pasada y lo que iba de ésta. Marcial desvió la vista hacia la Dirección. La cortina seguía corrida, lo cual significaba que el licenciado Vergara aún estaba de licencia. Disimuladamente, sacó de una gaveta un pequeño estuche y se levantó con éste bajo el brazo.

—Voy al baño, Mariquita, no tardo —avisó a la recepcionista, acariciándose su irregular barba de día y medio, con una sonrisa gentil—. Digo, por si llega a ofrecerse algo. Ya sé que no se va a ofrecer nada, pero por si se ofrece.

Mariquita miró hacia uno y otro lado. En voz baja, como si cometiera una indiscreción, murmuró casi de bruces sobre el conmutador:

—Apúrese, el jefe está en la oficina con…

—¿Está aquí, en la oficina? —miró de reojo la puerta que siempre tenía abierta Vergara—. Es temprano para él, ¿a qué se debe el milagro?

—Está con —Mariquita no terminó la frase, la puerta de la Dirección se abrió y surgió la figura sofocada del licenciado Vergara, como una regordeta momia saliendo del sarcófago.

—Marcial, aquí —le hizo un guiño con los dedos en pinza—. Un segundito.

Mariquita le dedicó una mirada cómplice antes de entrar a la oficina. Estuche en mano, Marcial marchó frotándose la barba aún sin rasurar, casi nunca le daba tiempo de afeitarse en casa, así que solía hacerlo en la oficina. Un hombre joven, no mayor de treinta y cinco, aguardaba sentado al filo del escritorio; el saco de su traje verde avispón colgaba del perchero. Al verlo, el hombre se puso de pie, al tiempo que Vergara los presentaba:

—Mi querido Marcial, él es el doctor José María Serrano —informó.

—Doctor en ciencias económicas y finanzas por el MIT.

—Sí, doctor en economía, y a partir de mañana se hará cargo de esta dependencia.

Marcial inclinó la cabeza y Serrano estrechó la mano del archivista con una sonrisa bien ensayada de natural cordialidad, que Marcial correspondió con una que sólo delataba sorpresa y nerviosismo. Vergara continuó:

—Como usted ya sabe, doctor Serrano, el señor Marcial Vásquez se encarga del archivo.

—Desde hace poco más de veinticuatro años —enfatizó Marcial.

—Por eso mismo lamento lo que voy a decirle —repuso el doctor Serrano.

—Les dejo para que platiquen —se disculpó Vergara y abandonó con premura la oficina.

Marcial arqueó las cejas, desconcertado y expectante. Serrano ocupó la silla del director y cogió un par de hojas engrapadas con una mano, mientras con la otra ofrecía asiento a Marcial.

—Por su expresión, señor Vásquez…

—Marcial —interrumpió el archivista, humilde—, Marcial a secas, doctor.

—Me parece que es el único en esta oficina que no estaba enterado de que el licenciado Vergara acaba de tramitar su jubilación.

—¿Por qué? Aún es joven.

—Eso no interesa, el caso es que deja el servicio público.

—Así es, lo ignoraba, no suelo involucrarme en chismes de oficina —se justificó, sumando un tanto de orgullo a su discreción—. El radiopasillo sólo entorpece el trabajo, genera tensión, presiones innecesarias, usted sabe.

—Y veo que tampoco me conoce —añadió el doctor Serrano como si no hubiera escuchado, revisando sin cesar un par de hojas engrapadas—. No obstante tiene acceso a los expedientes de esta dependencia. ¿Será porque no ha cumplido con su trabajo porque siempre llega tarde?

Marcial hundió la cabeza entre las manos. Transpiraba de la frente y la incipiente barba, que le daba un aspecto astroso, le molestaba más que nunca, como si la tuviese tan crecida que se le enredaba entre los pies.

—Mi esposa… está enferma, ¿le comentó el licenciado Vergara? Hablamos del asunto y acordamos…

—Sí, sí —replicó Serrano; por fin se deshizo del papelerío que tenía en las manos y descansó la vista en los ojos desvelados de Marcial—. Por eso me he permitido concederle una licencia de tres meses. Con goce de sueldo, por supuesto.

Marcial echó el cuerpo hacia atrás, tartamudeando una objeción que nunca llegó a salir completa de sus labios, ni hubiera escuchado el doctor Serrano.

—Dedíquese a su esposa, quiérala, cuídela. Entretanto, aquí le tramitamos su retiro.

—¿Mi retiro? —replicó atónito—. Faltan sólo cinco años para que pueda jubilarme, doctor, no entiendo.

—¡Fíjese, casi todo el sexenio!

Serrano señaló las hojas engrapadas, a manera de justificante. Marcial las revisó; pero las miraba como un padre primerizo contempla a su hijo recién nacido. Era el reporte de actividades que su secretario particular (aquella alma en pena) había efectuado en estos días.

—Por si no lo sabe, estamos en recesión económica, ¿comprende usted? La situación del país es muy compleja, Marcial, el gobierno tiene que escarbar por aquí y por allá para cubrir las necesidades de la nación. Por lo pronto, la señorita López…

—¿Mariquita?

Serrano asintió:

—Sí, como se llame, se hará cargo de la recepción y del archivo —y se apresuró a aclarar—: pero no, no malinterprete las cosas, su eficiencia es admirable; el problema está en el compromiso. Qué le digo, ahí está el detalle. ¿Qué necesidad de empañar una excelente hoja de servicio por un imponderable? En tres meses cumple veinticinco años en esta oficina, no dude que antes de tomar esta decisión he considerado su trayectoria.

—Faltan cinco años para jubilarme —insistió.

—La pensión no le alcanzará para nada, Marcial. Aproveche las oportunidades del retiro anticipado, avance, ponga un negocio.

—Son problemas familiares, doctor Serrano —explicó Marcial, dispuesto a humillarse—. Le ruego que reconsidere, póngame a prueba si gusta, necesito el trabajo y mi base. Además, antes de tomar una decisión tengo que consultarlo con el sindicato.

—El sindicato, claro. Ellos ya están enterados de su retiro, Marcial —anticipó Serrano. Luego se puso de pie y le dio la espalda—. ¿Cuántos días faltó sin justificación la quincena pasada? ¿Cuántos le han descontado en lo que va de ésta? —Marcial agachó la cabeza, demudado—. ¿No le parece una solución ideal? Tómese el día, total, ya lo perdió. Recoja sus cosas, vuelva a casa con su mujer, sin duda ambos se sentirán más seguros cuidando el uno del otro.

Marcial colocó el expediente al centro del escritorio y cogió su estuche, que tenía en las piernas; se levantó y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir de la oficina, agradeció al doctor Serrano las consideraciones que había tenido para con él y le deseó buena suerte en su gestión. La sombra de la barba había dejado de ser siquiera sombra.

Se dilató menos en reunir sus objetos personales del que habría tardado en rasurarse, y más de lo que hubiera tardado en despedirse de los compañeros, con sus caras de funeral, de condenados en espera de sentencia, pero decidió evitar la escena de adioses como pésames. Al cabo quién, aparte de Mariquita, le hacía la plática. Además del estuche de afeitar, en casi veinticinco años de trabajo, de su escritorio sólo le pertenecían un lapicero de plata, una obsoleta calculadora, el cactus con que conversaba todas las mañanas —regalo navideño de Vergara— y el retrato de Alejandra en su primer aniversario de boda: joven, hermosa, radiante, alegre.

—Felicidades, Mariquita —le dijo casi en la puerta a la recepcionista, que puso cara de interrogación—. Por su promoción, felicidades. Me voy, ahora usted se encargará del archivo.

La señorita López le lanzó una mirada oblicua, incrédula. Luego sonrió.

—Está bromeando, ¿verdad? Cómo será, no juegue.

Marcial se encogió de hombros y se dispuso a abandonar la oficina definitivamente; pero al instante le sobrevino la imagen de Alejandra y volvió sobre sus pasos.

—Mariquita, ¿me permite hacer una llamada? Es local —solicitó. La muchacha accedió. Marcial pulsó el número del doctor Fontana, lo sabía de memoria como padrenuestro, y esperó un instante a que contestaran en el consultorio—. Doctor Fontana, soy Marcial Vásquez, ¿ya me reconoció? Sí, no, yo bien, gracias… Precisamente, por eso lo molesto, ¿de casualidad se halla por ahí mi esposa? Sentía las piernas entumecidas esta mañana…, la lluvia, quizá, no podía levantarse de la cama… ¡Ah! No, simplemente decidí anticiparme y pues imaginé que habría ido a su consultorio, como hoy es jueves y la lluvia, le digo… Bueno, doctor, no le quito más su tiempo, que tenga buen día. Gracias, sí, yo le digo… Sí, de su parte… Gracias.

Colgó el auricular. Como era su costumbre, atenta a las conversaciones ajenas, Mariquita lo interrogó:

—No me diga que ese perro lo corrió.

—No-no, cosas mías, ya tengo aquí mucho tiempo y mi esposa, ¿sabe usted?

—Ay, ¿está malita su esposa, otra vez?

Marcial guardó silencio, únicamente se limitó a alargar una sonrisa simple y le dio la espalda a la señorita López.

3

Comúnmente viajaba directo de la oficina a casa y de casa a la oficina. Pero éste no era un día común. Esperó unos minutos el autobús; cuando lo tuvo frente a él, invitándolo a abordar, miró la hora en su reloj y cambió de opinión. Faltaban diez minutos para las doce, todavía tenía cinco horas, más o menos, para hacer lo que quisiera antes de comunicarle la noticia a Alejandra. Pero no sabía qué hacer, su vida se concentraba en ir y venir de la oficina a la casa, y en casa Periférico y Alejandra, ambos sin remedio. Caminó hasta Alameda Central y se sentó cerca de un carro de hamburguesas. Casi no había niños, en cambio abundaban los jóvenes, la mayoría con uniforme escolar, los contaba por docenas; igual que él se habrían tomado el día, y a diferencia suya, lo habían hecho porque sí, porque les dio su reverenda gana.

Enfrente, una pareja de viejos discutía. El hombre, en silla de ruedas, con la cabeza gacha, vencida sobre el pecho, alimentaba una parvada de palomas; la mujer, sentada en la banca al lado suyo, hablaba sin cesar, entre dientes. Parecía molesta. Con los ojos colgados de ella como abrigo en un gancho, Marcial se preguntó qué tanto murmuraría. “Lo de siempre, seguro”, se respondió: los reumas, la artritis, el corazón. “Somos tan iguales —concluyó—, tan predecibles”.

Por un momento el sol se ocultó y el cielo ennegreció; sintió una suave brisa húmeda y el olor de la lluvia. Se levantó y anduvo por las arterias de la Alameda sin rumbo fijo durante un rato, hasta que se vio de nuevo junto al carro de hamburguesas. Ahí seguía la pareja de ancianos, tal como los había dejado, y el asiento de Marcial vacío, causando pena o rechazo, como un presagio —no quiso pensar si positivo o desfavorable—. “Mi nueva oficina”, se dijo, y al punto se sentó a sus anchas. Observó por espacio de una hora las palomas aglutinadas a los pies de los viejos. Al cabo, miró con fijeza el retrato de Alejandra. Cerró los ojos. Ahora ¿a dónde iría? ¿Qué hacer? Cómo decirle que lo habían echado como un mueble desvencijado. ¿Tenía caso retrasar el momento de enfrentarla? Una gota de lluvia cayó en la vieja fotografía, sobre la nariz de una Alejandra desconocida y adorable, feliz.

La perspectiva de convivir con ella las veinticuatro horas del día no lo entusiasmaba, y desechó la idea de guardar el secreto de su retiro obligatorio; sin importar lo que uno haga, el mundo demuestra que es redondo desde sus cuatro puntos cardinales. Pero la idea de abandonar la casa todos los días a las ocho en punto de la mañana —como si no pasara nada y hasta que pasara algo—, lo persiguió hasta que llegó a la parada del autobús, que venía ya a su encuentro.

Antes de bajar, a unas cuadras de su casa, una señora le recordó que olvidaba algo. Marcial se aproximó al asiento sin alejarse de la puerta, estiró el cuello y vio que se trataba del retrato de Alejandra.

—Ah, no es mío, gracias —contestó y descendió con premura del autobús.

4

Periférico no saltó como todas las tardes a su llegada, esta vez media hora antes de lo acostumbrado. En cambio, su mujer, sí. Apenas escuchó la puerta, Alejandra corrió al encuentro de Marcial. Vestía de negro y entre las manos guardaba un devocionario.

—Periférico, ¡ven con papá! —gritó Marcial, desorientado.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Alejandra.

—¡Periférico! ¡Periférico!

—¿Qué haces aquí? —atacó de nuevo la esposa—. ¿Quién es esa tal María López que te ha llamado dos veces?

—¿Llamó Mariquita?

—Conque Mariquita —Alejandra respingó e hizo un gesto que denotaba un claro “lo sabía”, y lo dijo—: ¡lo sabía! Es otra de tus mujerzuelas, ¿verdad? Confiésalo.

Marcial se asomó a la cocina y husmeó bajo la mesa y los otros muebles.

—Es la recepcionista de la oficina —dijo mientras revisaba el desván y el traspatio en busca del perro. Parecía que la tierra se lo hubiese tragado—. Y no es ninguna mujerzuela.

—¿Y por qué la defiendes? —tras él, más tóxica que cáustica, la voz quejosa de Alejandra le hervía los sesos—. Mira, Marcial, no soy ninguna estúpida… Recepcionista, cómo no.

Marcial volvió sobre sus pasos mecánicamente y salió al jardín; tampoco halló a Periférico en su alicaída morada con techo de dos aguas. Escudriñó, hasta donde la vista se lo permitía, hacia uno y otro lado de la calle, sin éxito. Era incomprensible, a menos que Periférico también tuviera asuntos más importantes que atender en el transcurso de la mañana, cuando su amo no estaba y no le quedaba más remedio que soportar los maltratos de Alejandra. Quizás un lance amoroso con la pastorcita alemana del edificio vecino. Encontró la cadena tirada a un lado de la casucha, sujeta a la toma del agua, como siempre; pero sin Periférico en el otro extremo. ¿Dónde estaba? Jamás escaparía, es más noble que un perro, y eso que era un perro de la punta del hocico hasta la última pulga del rabo.

Hizo un alto en la verja para hacer memoria. Sólo faltaba revisar la planta alta. Marcial volvió sobre sus pasos al interior de la casa. Prefirió no imaginarse el tango que armaría Alejandra si llegaba a encontrar al animal adentro.

—¡Periférico! ¡Ven acá, perro pulgoso!

Al pie de la escalera, su esposa le cerró el paso, agarrada al pasamanos.

—Respóndeme, quién es la tal Mariquita —ordenó con severidad, pero Marcial continuaba en su búsqueda ajeno a la inquisitoria de Alejandra. Con un gesto de sorpresa, la respuesta que buscaba salió de sus labios como una revelación divina y aterradora—… Dime que no, por Dios, ¡no me digas que la embarazaste!

—Por Dios, deja de decir tonterías —respondió, entre el hartazgo y la indiferencia—. Es la nueva archivista: acaban de retirarme.

No sabía lo que había dicho, ni cómo, pero al fin estaba dicho. Tomó aire, apartó a Alejandra y volvió a llamar al perro, mientras ascendía las escaleras.

Por un segundo Alejandra permaneció en silencio, electrizada por la parca respuesta de su marido. Estrujó el devocionario contra su pecho. Pensó que tal vez había escuchado mal, que ni siquiera había oído; pero Marcial no solía bromear. Mucho menos con ella. Todas sus dolencias se esfumaron para dar pleno lugar a la indignación. Corrió al lado de su esposo en el rellano de la escalera y lo cogió del brazo. Marcial se detuvo y volvió la cabeza. Alejandra tenía los ojos y la boca casi cerrados y minúsculos; los labios, fuertemente apretados, formaban una delgada línea tensa y rígida como la cuerda de un violín. No se hallaba ante un nuevo o inesperado panorama, salvo por la ausencia de Periférico.

—Marcial, es un atropello, va contra la ley, tú tienes base —intentó razonar Alejandra, todavía contrariada, al tiempo que buscaba una solución al problema.

—Pues pudieron.

—¿Para qué está el sindicato? Habla con ellos, tienes derechos, demándalos.

Marcial se encogió de hombros.

—El sindicato está comprado, la decisión vino de arriba —dijo y al escucharse se sintió absurdo, quién de los “de arriba”» estaría interesado en perjudicarle—. Ahora Mariquita se va a encargar del archivo —y se propuso reiniciar la búsqueda.

—Esa putilla… —creyó comprender el conformismo de Marcial—. Ya veo por qué estás cruzado de brazos y tan campante. ¿Recepcionista? ¡Claro, de tus calenturas!

Marcial suspiró y le dio la espalda, había claudicado desde hacía tiempo a razonar con los celos de Alejandra. Su situación laboral estaba resuelta, a pesar de Marcial y cuanto hiciera su mujer. Dinero no les faltaría en los próximos meses, y en cuanto a la señorita López, a veces creía que en verdad debía sentirse halagado con el sinnúmero de amantes que a la menor provocación Alejandra le atribuía, debía pensar que su esposo era demasiado apuesto, un hombre irresistible con maravillosas dotes de donjuán. La historia de siempre, mentiras.

—¿Dónde estará Periférico? —susurró, más bien para sí.

—En la basura, igual que tú —respondió Alejandra, pisándole los talones.

Marcial se volvió con gesto grave. Estaban cara a cara.

—¿Cómo dijiste?

—Lo que oíste: lo dormí y lo tiré a la basura —repitió Alejandra, en un tono de voz suave, que hacía varios años Marcial no escuchaba—. Te lo advertí ayer en la noche.

Una sonrisa pícara le devolvió a la Alejandra enamorada, sólo durante un abrir y cerrar de ojos, relampagueante, con la expresión alegre que su esposo contemplaba de lunes a viernes en el retrato; pero esa Alejandra no era la mujer desconfiada, achacosa y vengativa que tenía ante él. Aquella Alejandra estaría en la basura con Periférico, como todo lo que amaba. O yacía entre los objetos perdidos de la línea de autobuses con destino a la nada, que a partir de mañana él abordaría religiosamente para llegar tarde a su nueva oficina en Alameda Central, y de Alameda Central a casa… Casa, ¿cuál casa? Vivía con una mujer que había dejado de compartir la mesa, las sábanas, la vida con él. Su hogar lo había reconstruido Periférico, cuando lo salvó de la sarna siendo un cachorro abandonado en el parque y lo llevó con él contra las objeciones de su esposa.

Al evocar el parque, la imagen del viejo inútil en silla de ruedas que alimentaba a las palomas le vino a la cabeza. Todo le pareció una injusticia permanente contra su persona. Era injusta la manera en que lo habían echado del empleo; injusta la desaparición de Periférico; injusta su vida con Alejandra, injusto que el amor se consumiera por los celos, injusta la misma Alejandra, ahí, apenas a un escalón de distancia, más saludable y firme que un roble haciéndose la frágil y quebradiza Alejandra, con el devocionario hundido en su pecho, bajo el vestido negro, su aura beatífica, irreprochable, mientras él tan diabólico y maléfico. Así eran las cosas y ambos lo sabían, incluso lo sabían Fontana y los menos allegados a Marcial en la oficina. Pinche vida de perro.

Su respiración se tornó agitada. Experimentaba un deseo creciente de venganza contra todo mundo, que así pagaba su abnegación, botándolo con una palmadita en la espalda. Era una necesidad aun mayor, un ansia de desahogarse con Alejandra. Inspiraba cada vez con más hondura, a punto de reventar de oxígeno sus pulmones en un intento por contenerse y no decir o hacer una imprudencia. Cerró los ojos, trataba de visualizar en su cabeza al culpable de cuanto le ocurría, porque debía haber un culpable que no era él, pero las únicas imágenes que volvían y revolvían eran la de Serrano y el retrato de Alejandra abandonado en el asiento del autobús y él mismo renegando de su virtuosa mujer. Y nada más.

Alejandra retrocedió hasta el descansillo de la escalera, de pronto Marcial le parecía un desconocido, ausente.

—¡Dios, por qué me castigas de esta manera! —se quejó.

Marcial movió negativamente la cabeza y estiró el brazo. Apenas tocó con las yemas de los dedos a Alejandra, que intentó esquivarlo. Fue un roce delicado, insensible, pero suficiente para que la mujer al esquivarlo perdiera el equilibrio. Luego, se escuchó un golpe seco, precedido de un ruido semejante al de una caja de música cuando se le rompe la cuerda.

—¡Bruto, salvaje, ay mi espalda! —chilló Alejandra, despatarrada al pie de la escalera.

Marcial descendió rápido y le tendió la mano, al tiempo que se acuclillaba junto a ella, que se deshacía en movimientos dramáticos y lastimeros rechazando a su marido, entre acusaciones de asesinato que a Marcial le resultaban injustificadas. Entonces pensó en Periférico, dormido para siempre en el basurero, “hacia allá vamos todos, estamos allí”, se repetía, y Alejandra en el piso, maltrecha, dolida, qué hierbas le recetaría Fontana, pobrecita, y Periférico en la basura, dormido, tan inocente el animal y de golpe dejó de pensar. Fue en un instante, como un chasquido seguido de otro, y al primer impacto del puño de Marcial en la cara regordeta de Alejandra le sucedió otro, igual de sordo y seco, y un tercero y otros tantos como un solo golpe, con la fuerza de una ráfaga de rabia contenida donde sólo eran reales los ladridos de Periférico en la basura.

Alejandra por fin se había callado, quieta allí, al pie de la escalera.

Apenas sí advirtió lo que había hecho. Cuando Marcial abrió los ojos comprendió, tenía una sensación de alivio universal. Respiró profundo, con desgano, como solía hacerlo al tratar de serenarse. La expresión y el rostro de Alejandra eran otros. No obstante, así, molida a golpes, parecía más guapa, incluso la boca que comenzaba a inflamarse sonreía y se le miraba tan increíblemente parecida a la joven del retrato en su escritorio; libre de jaquecas, fiebres, taquicardias, vahídos y dolores estomacales: libre, en suma, de toda clase achaques. “Gracias a Dios”, pensó Marcial.

5

Retrocedió sobre la escalera. Se sentó y hundió la cabeza entre las manos. Al cabo de un rato —no supo cuánto— volvió adonde Alejandra y colocó la mano izquierda en el pecho de su esposa. El corazón latía débilmente y seguía mirándolo con un dejo de coquetería, casi con una candidez adolescente, aunque una que otra arruga delataban a la mujer de casi sesenta años que era Alejandra.

“Habrá que llenar un acta”, pensó Marcial en el procedimiento burocrático que habría archivado y le pareció graciosa la situación al verse en el trabajo, por vez primera, del otro lado de la barra. Adelantó unos pasos, sin evadir una mancha de sangre que crecía desde quién sabe qué parte del cuerpo de su esposa. Cogió el teléfono y marcó el número del doctor Fontana, inseguro, para que certificara las circunstancias del accidente. Cortó la llamada antes del primer timbrazo, cuando oyó un ladrido.

Marcial volteó y reconoció la figura de un perro negro y corriente. Periférico se mostraba gallardo como un lobo. Volvió a ladrar.

—¡Periférico! —exclamó jubiloso—. Entonces eras tú… Mira nomás cómo la has dejado, ingrato…

El perro descendió y subió por las escaleras un par de veces, indeciso. Miraba a Alejandra y a Marcial sucesivamente, hasta que se hartó y se postró en el descansillo.

—Ven acá —ordenó el amo con un tono de voz infantil y mimoso.

El perro ladró por tercera y cuarta vez, inclinando la cabeza hacia un lado y luego retorciéndose hacia el otro como un garabato. Observó alelado a Marcial y, de repente, se rascó furiosamente atrás de las orejas gachas. En el acto respingó y se quedó ahí, a punto de embestida como perro de cacería, con la lengua de fuera, babeante.

Marcial abandonó el comedor y penetró en la cocina. El contenedor de los embutidos en el refrigerador no tenía el candadito. “Eres una embustera, Alejandra”, creyó comprender Marcial. Cogió un trozo de jamón y regresó. El perro, impávido, continuaba ahí. Marcial se arrodilló a los pies de Alejandra, extendió la mano y lo llamó de nuevo. Cogió el devocionario de su mujer y agitó la pieza de jamón como una campanilla.

—Acá, Periférico, ven —insistió suplicante, testarudo, y para convencerlo, mientras acariciaba a su esposa como a un perro noble y obediente, agregó con voz suave—: Mira, no muerde, baja.

El perro se revolvió en el descansillo persiguiéndose la cola, miró con desconfianza a su amo, dio un paso en falso y se echó de nuevo, resoplando.

—Ven Periférico, te digo que no muerde, ven.

Periférico ladró un par de veces más, ladridos graves, lastimeros y prolongados, el simulacro de un aullido, y se decidió finalmente a correr escalera abajo hasta donde se hallaban sus amos. Rodeó a Marcial y tras olisquear a uno y a la otra, se echó sobre el cuerpo de Alejandra y aulló. La lamía y observaba con una mirada triste y perpleja, desconocida para Marcial. Un suave quejido se ahogó entre los gemidos de Periférico.

Marcial suspiró y apretó los ojos, agachando lentamente la cabeza, como lo hiciera al comparecer ante Serrano. Llevándose a la boca el trozo de jamón destinado al animal, musitó: “Traidores”, con un deseo incontenible de gritar.

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Tiempo en la casa 3
Junio-julio de 2022
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Gerardo de la Cruz

(Ciudad de México, 1974). Narrador. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM y el Diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la Sogem. Ha colaborado en las revistas Tierra adentro, El cuento, Pluma y compás, Casa del tiempo, Origina, Código y Correo del maestro, entre otras. Becario del cme y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca, en la especialidad de Novela.