Micropaisajes

Ernesto Juárez Rechy
abril-mayo de 2024

 

 

Helen Hyde, Monte Orizaba, 1912, Estados Unidos. Xilografía en color sobre papel japonés de marfil


Afuera

Pienso en el suelo de Xalapa. En la esquina de Poeta Jesús Díaz e Insurgentes, en tirarme y tocarlo, sin importar que la ropa se me ensucie, sin miedo a las alergias. Necesito que me diga algo en este momento en que estoy lejos de él. Quisiera tocar las paredes que antes he ignorado. Sé que la gente no le dedicaría tiempo a esto, pero a mí, a distancia, me parece necesario palpar sus muros, esas ideas concretas que se levantan del suelo entre las que yo he sido, entre las que mis vespertinos ecos rebotaron, esas obsesiones o fijaciones urbanas entre las que he transcurrido. Aunque quizás no son sólo ideas, sino formas de pensar, categorías, relaciones o construcciones sintácticas callejeras. No me gusta el suelo de acá, es bastante hipócrita. Según es muy limpio, tierra de sueños y soñadores, pero la verdad es que nadie está en contacto con sus ideas, siempre hay unas llantas o una alfombra de por medio, la cual luce mucho, pero guarda muchas porquerías y parásitos. El trazo urbanístico trata de ordenar su pensamiento, que somos nosotros, los que caminan. Pero nosotros…

 

Ahí

¿Te ha pasado que al voltear encuentras un rincón de tu casa que nunca habías visto y a partir de esto sentir que no la conoces? La idea de aventura se construye comúnmente a partir de un tipo específico de exclusividad, la que da el dinero: reseñas, avión, visa, moneda extranjera; no obstante, dicha experiencia está ya prefigurada. Mas existe un tipo diverso de turismo que consiste en lo inverso, en volver a mirar lo conocido y encontrar lo que había permanecido intacto. Los “micropaisajes” son lugares que brotan de lo familiar, que te muestran que en realidad no has terminado de conocer lo transitado.

Hay lugares de mi ciudad que me permiten sentir o imaginar que estoy en otra parte, con un doble efecto: que quizás Xalapa pueda ser desconocida para alguien, que pueda tener lugares feos, pero que yo no puedo verlos así porque estoy acostumbrado a ellos; y que las calles que se me han hecho extrañas y amenazantes en otras ciudades podrían ser hermosas o estimadas para alguien más.

De repente, para escapar de la inercia, de la fatalidad, me he detenido en ciertas partes, o he comenzado a correr en dirección contraria. Una vez, al subir unas escaleras previamente despreciadas en el pasaje Enríquez, encontré la tienda de música donde María me compró los discos de Schubert. La sorpresa me paralizó un momento y me hizo sonreír. Y me dejó con otra pregunta, ¿se imaginaría alguna vez que varios años después encontraría sus huellas en la ciudad?

 

Arriba

Nunca he entendido el turismo que sólo quiere abarcar. “Una vez es ninguna vez”, dijo Walter Benjamin. Hay que compenetrarse con los lugares, ir en varias ocasiones, con distintos ánimos, bajo diferentes luces. Aburrirse incluso allí. Basta levantar la vista en alguna calle conocida para percatarse de que uno no ha mirado; para corroborar que la vista ha sido educada para permanecer a la misma altura donde siempre encontrará las marcas que ya conoce.

Saliendo del fraccionamiento donde vivo, el Peñascal, tomando la avenida principal, rumbo al supermercado, hay una tienda de regalos (“…curiosidades, y algo más…”), una vulcanizadora, una tiendita, dos taquerías (una llamada “La curva”, en la curva, y otra que surgió después de ver que a esta le iba bien) y tres árboles grandes. Es una maravilla que en medio de todo ese pavimento crezcan esos árboles, rompiendo con sus piernas fuertes la minifalda de concreto. Su altura, majestuosa, es una protesta; abajo su sombra concede un descanso al caminante agobiado por el sol. Parecen tan ajenos a su alrededor, la luz del sol queda suspendida entre sus hojas de una manera particular, como una promesa, como una mirada de aprobación.

No hablaré del mirador del Parque Juárez, bastante conocido, sería como hablar de la Torre Eiffel o la Quinta Avenida, y ¿a quién le interesa hablar de lo que ya todo el mundo sabe? No obstante, me interesa uno en la parte más alta de la avenida Américas, una parada de autobús. Si te concedes el lujo de dar la espalda a la circulación de los coches y de perder tu transporte, podrás contemplar las montañas. Recientemente construyeron un edificio en esa misma esquina, del cual supongo la vista es promovida como un atractivo para rentarlo, pero no necesitas pagar nada, sólo estar distraídamente atento para disfrutar el paisaje. No necesitas tomar un autobús para escapar.

El paseante agacha la mirada mientras la ciudad crece hacia arriba, pero a veces aquella se escapa y declara su libertad cuando observa. Cuando iba a la universidad me sentaba del lado izquierdo del autobús y me preparaba al llegar a esa parte del recorrido para mirar por la ventana. Hacía lo mismo cuando pasaba por el trabajo de Elena, cuando todavía no había tenido la oportunidad de hablarle. La contemplación a veces siente que sueña.

 

Alrededor

¿Qué soy yo que no camino sino que me tiro al suelo y extiendo mi cuerpo para cubrirlo, y busco paradojas en las esquinas y al tiempo en las banquetas? ¿Así como hay contradicciones andantes soy yo una aporía? ¿Hago camino al andar contra alguna pared el envés de mi mano?

Siempre me han llamado la atención las personas que “pierden el tiempo” afuera, que no se dirigen a un trabajo, a la escuela o a donde alguna obligación las llame, sino que deambulan o están sentados en la banca del parque durante las “horas de oficina”, ¿qué hacen?, ¿de dónde sacan para comer?, ¿por qué se han separado de las rutas que todos recorren?, ¿son asesinos… o son objeciones que nacen del suelo de los parques, tan diferente de las aceras y las avenidas? Siempre han logrado que mi imaginación se vaya de pinta, pero nunca me les he acercado por mis prisas; han sido para mí distracciones, pero nunca he hablado con ellos, nunca los he seguido, nunca he profundizado en ellos.

Sé que la confusión tiempo-espacio es vieja, que las acciones son la manera de medir el tiempo: si determinada partícula da tantas vueltas a su núcleo entonces han pasado tantos milisegundos; yo quisiera poder retener e interrogar los pasos de la gente, hay algo allí que a mí me parece relativo.

 

Aquí

Existen lugares que aguardan a ser encontrados. O quizás esta solo sea mi ilusión, la fantasía de alguien a quien le guste observar: encontrar a quien le guste ser mirado. La calle Tenochtitlan es una privada que se encuentra en la avenida Venustiano Carranza. En alguna de las ocasiones que la soledad me cercó me aventuré a entrar. Aunque conocí este mirador secreto de día, la luz del Paseo de los Lagos aguardaba, recostada con su translúcido traje de noche, con la cara y con el cuerpo reflejados en el agua, mi llegada.

Existe una calle en la colonia Magisterial, la que está entre el fraccionamiento y el Museo de Antropología (el nombre no es importante, sino reconocer a donde uno pertenece). Recomiendo recorrerla no por la banqueta, sino por el césped, para poder avanzar entre las jacarandas. No hay que preocuparse por estropear el pasto, pues ya hay un sendero que lo cruza. Conviene sentarse en el muro de piedra, tocar el musgo con las manos y contemplar la tarde alguna ocasión en que se ha escapado del trabajo o que se esté atravesando un duelo.

            Los micropaisajes pueden ser efímeros, como la luz en un rostro amado o su cabello arreglado por el viento, así que hay que disfrutarlos, no para tener recuerdos, sino para participar de plenitudes. En la calle Ignacio Zaragoza, en el centro, derrumbaron los cines Variedades, así que en medio del centro hubo un gran claro que permitía ver mucho cielo. Ahora han construido una plaza vertical. Este mirador espontáneo era diferente del que hay en el Parque Juárez, porque, en lugar de estar dirigido a la ciudad o las montañas, lo estaba hacia el cielo: “a las nubes, las maravillosas nubes, que pasan por allá”, como decía Baudelaire.

Una vez, mientras cenábamos en su casa de Ruiz Cortines, yo volteé a mirarla. Me pregunto si ella habrá notado algo distinto, porque en ese momento me preguntaba si sería posible volver a verla por primera vez.

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Ernesto Juárez Rechy

(Xalapa, Veracruz, 1979)

Estudió Lengua y Literatura Españolas en la Universidad Veracruzana. Participa regularmente en la sección cultural de La Jornada Veracruz y actualmente colabora en la obra interdisciplinar de danza contemporánea Las promesas del abismo. Mantiene el blog clavelesentusalgas.blogspot.mx