María Izquierdo en diálogo con el surrealismo

Ana Cristina Ramírez Morales
abril-mayo de 2024

 

 

Alacena, María Izquierdo, 1947, óleo sobre tela. Imagen: James O’Keefe, Creative Commons


A partir de una serie de experimentos de escritura autómata, en 1924, André Breton escribió el Primer manifiesto del surrealismo, texto donde define y da las pautas para lo que será una de las vanguardias más influyentes en el arte del siglo XX y XXI. A lo largo del texto hace hincapié en la importancia de plasmar, de manera libre, sin preocupaciones estéticas, lo que dicta el pensamiento.

Cabe destacar que el término surrealismo lo había utilizado Guillaume Apollinaire en 1917 para referirse a sus obras, en un sentido de libertad creativa que se apoya sobre lo real, pero que no lo imita del todo. En el manifiesto, Breton hace referencia a Freud y el subconsciente, principalmente se centra en lo que ocurre cuando soñamos

 

El espíritu del que sueña se satisface ampliamente con cuanto le ocurre. El angustioso dilema de la posibilidad ya no se plantea. Mata, vuela más velozmente, ama todo lo que quieras, y si mueres, ¿no estás seguro de que despertarás de entre los muertos? Déjate llevar […] Yo creo firmemente en la fusión futura de esos dos estados, aparentemente tan contradictorios: el sueño y la realidad, en  una especie de realidad absoluta.[1]

 

El surrealismo parte entonces de lo onírico y de lo figurativo, además de lo abstracto al no poseer ataduras; en la pintura, a partir del ensamble de imágenes y del cambio de escalas, el artista juega con la forma en que presenta sus ensoñaciones, sin tener límites para ello. Artistas como René Magritte toman como referente la realidad, pero introducen elementos discordantes en la composición que llevan al espectador a cuestionarse lo que está pasando en la escena. Algunos otros, como Joan Miró, son más abstractos y conforman sus mundos alejándose más de la realidad, en él, las figuras geométricas se contorsionan y unen para crear a los personajes que habitan sus cuadros.

A partir de 1930 el surrealismo comenzó a expandirse y exponerse en diferentes países como: Bélgica, Suiza, Inglaterra, Italia, Estados Unidos, Japón, entre otros. Pronto llegó a México y artistas nacionales comenzaron a explorar con él. Es importante recordar que, durante esta década, América Latina fue un imán para artistas e intelectuales, quienes viajaban al continente arrastrados por la fascinación que las culturas mesoamericanas despertaban en ellos; en México, además, se vivía un renacer artístico que cautivaba.

En 1936 el escritor francés Antonin Artaud pasó una temporada en nuestro país. Sus vivencias y disertaciones sobre lo experimentado lo plasmó en su libro México y viaje al país de los tarahumaras. Además de sus opiniones sobre el surrealismo, la guerra, la educación, el arte mexicano, las costumbres y las experiencias con el peyote, Artaud dedicó un capítulo para hablar de María Izquierdo, con quien había entablado una estrecha amistad. Para él, la obra de la jalisciense, aunque influida por Europa, destacaba por mostrar lo que él llamaba “espíritu indio”

 

Se ve en sus gouaches arquitecturas perdidas, estatuas sobre tierras muertas, piedras que, bajo una luz de cueva, adquieren como un aire de órganos humanos. Pero aquí y allá su raza inspirada es la más fuerte. Ella sabe de qué sortilegios arriesgados está hecha la pintura moderna.[2]

 

Diversos estudios catalogan la obra de Izquierdo como surrealista, no obstante es importante lo resaltado por Antonin. En las creaciones de María se muestran elementos oníricos insertados en paisajes o elementos donde se reconoce la artista, quien incluye detalles de lo mexicano, en ocasiones con el paisaje, la ropa o los cuerpos que representa; es esta dualidad lo que hace distinguible su arte. Izquierdo juega con los elementos discordantes, en algunas ocasiones aparecen de fondo, como parte del todo, y en otras son los protagonistas.

Para ejemplificar lo anterior, basta con recordar algunas de sus obras y su composición. Alegoría de la libertad, Alegoría del trabajo y Sueño y presentimiento contienen claramente discursos oníricos que representan su lado más surreal, por llamarlo de alguna manera, pero no son los únicos. En Paisaje con cebra y barco, de 1935, Izquierdo construye su escena con elementos contradictorios entre sí, en un fondo azul, que sirve a la vez de mar y cielo, un zeppelín pasa junto a un barco, mientras que en tierra, una torre petrolera, una columna tirada y una cebra de color amarillo con franjas negras completan el cuadro. El sentido de la obra reside en sí misma, en el que la artista ideó. El espectador sólo puede interpretar e imaginar, pero no existe como tal un discurso único y absoluto. Podemos decir que es la representación de la modernidad, pero la cebra no termina por encajar en ese discurso. Puede, también, interpretarse la imagen como una serie de juguetes puestos al azar, pero el escenario no encajaría; y así podemos continuar buscando un sentido.  

 

La tragedia, María Izquierdo, 1949. Imagen: Lunita Lu, Creative Commons

 

En Autorretrato, de 1939, Izquierdo se pinta con un vestido sencillo, blanco con bolitas rojas, collar y aretes a juego, su cabello lo trenza y recoge con un listón rojo. Hasta aquí, todo normal. Ella sentada mira algo que está fuera de la escena, ajena al animal que está a su izquierda y que también la ignora. Al fondo, diversas hojas crean un tapiz vivo, mientras una sombrilla sostenida en una rama completa la escena. Si bien la composición podría ser algo común, esa indiferencia entre la mujer y el animal, como si uno y otro no estuvieran ahí, hace destacable este cuadro, ya que no parece una mascota que la esté acompañando, sino algo que llegó y se colocó junto a ella, rompiendo con la idea de un autorretrato tradicional, algo que Izquierdo seguirá explorando con otros de sus cuadros donde se representa a sí misma, en los cuales será común que incluya elementos que sacan al espectador de la cotidianidad.

 En el gouache El mantel rojo, de 1940, una mujer de espaldas al espectador sostiene el mantel mientras es observada por un par de aves posadas en un árbol sin hojas y una cabeza, posiblemente de payaso, que se encuentra en una mesa. El paisaje campirano, con la pequeña casa y montañas, choca con la presencia, principalmente, de esa cabeza que parece ser la misma de la obra Trigo crecido, de 1940; no obstante, es sólo un elemento diminuto que llama la atención hasta que se le pone atención.

Así podríamos continuar, ejemplificando las obras, pero lo importante, lo destacable, es la apropiación que Izquierdo hizo del surrealismo, característica que forma parte del estilo único de su arte y la distingue de otros artistas. Esos pequeños detalles sacan al espectador de la realidad y lo hacen cuestionarse por lo que ocurre, o bien, inventarle una historia lógica a lo que observa; esos elementos obligan a poner atención y detenerse, más de un instante, para observar.

Entre leones, sirenas, árboles secos, paisajes desolados, columnas, arcos, chimeneas, lunas menguantes, etc., Izquierdo dialoga con lo onírico y lo real, con la tradición y la vanguardia, juega con los elementos y plasma su visión del mundo tangible e intangible; adentra al espectador a una narrativa que parece conocida pero en realidad es única.


[1] André Breton, Manifiestos del surrealismo, Buenos Aires, Editorial Argonauta, 2001, p. 30.

[2] Antonin Artaud, México y viaje al país de los tarahumaras, México, FCE, 1984, p 210.

Ir al inicio

Compartir

Ana Cristina Ramírez Morales

Licenciada en Letras Hispánicas y estudiante de Maestría en estudios de Arte y Literatura.