La jungla, Wifredo Lam, 1943, Museo de Arte Moderno de Nueva York. Imagen: Kent Baldner, Creative Commons.
Entre los libros que reconfiguran la poesía latinoamericana en el último tercio del siglo xx, Hospital Británico, de 1986, del argentino Héctor Viel Temperley (1933 - 1987) resalta por la doble leyenda de su autor y sus versos. Poeta evasivo de su propia generación, oveja negra de una familia conservadora y privilegiada de raíces inglesas, su Hospital es la culminación de una búsqueda donde se mezclan la métrica castellana, las estampas naturalistas, las imágenes natatorias, la anotación de viaje, la mística heterodoxa, el trance de la enfermedad, el ejercicio físico como camino a lo divino y la recuperación premonitoria de los versos anteriores para plasmar el viaje interior, espeluznante y trascedente que el poeta sufriría mientras intentaban extirparle un tumor cerebral en un nosocomio porteño.
¿Cómo se dinamitó ese poema inclasificable en la cabeza herida (igual que la de Apollinaire) de un autor más bien tradicional en la primera mitad de sus libros? Un indicio probable se da en su tardío encuentro con el surrealismo, de la mano de Enrique Molina (1910 - 1997), durante los años setenta. Molina, una de las figuras que adoptaron y difundieron el surrealismo en la poesía argentina, fue una de las pocas amistades “literarias” de Viel y escribió textos introductorios a Carta de marear (1976) y Hospital Británico (1986). Ambos poemarios quedan así conectados por la lectura de Molina y las afinidades de su técnica poética.
Carta de marear es un punto de quiebre en la dicción poética de Viel, pues propone un mundo verbal organizado desde la imagen surrealista. En la nota introductoria que Molina escribió para la edición de Juárez Editor, en 1976, se devela “el relato irradiante” y la temática vivencial por medio de una libertad expresiva donde una imagen se yuxtapone a otra y los tiempos distintos se acoplan, se superponen, conviven en el texto. De allí, la noción del poema como “eterno retorno” a la experiencia:
La poesía –cuesta aprenderlo— relata sucesos igual que la novela o la historia. Pero lo hace desde la raíz, en el foco de una experiencia esencial que rescata de cada cosa su incandescente totalidad: sea el paso de un ave, el rodar de unos dados, la respiración de una mujer dormida cuyo aliento se bifurca entre la sangre y el sueño. […] Un lugar, un sollozo, un rostro, se imponen de pronto al discurso, desde el fondo de otro tiempo. Instantáneamente desarrollan su poder de vértigo, se producen innumerables conexiones, crecen como un polípero en la profundidad, conjuran otros lugares, otros rostros, otros soles, hasta convertirse en una constelación. En la poesía, el relato no es lineal sino irradiante. Un poema es, en cierto modo, el eterno retorno. Desde un punto final se vuelve a los orígenes, recomienza, desde el primer latido, un destino singular que de nuevo se precipita y arde con todos sus fuegos hasta la catástrofe.[1]
Una carta de marear es el “mapa en que se describe el mar, o una porción del mismo, con sus costas o los lugares donde hay escollos o bajíos”, y sirve como carta de navegación para los marineros. Carta de Marear plantea una exploración en las oscilaciones violentas y las fosas del espíritu del poeta, un bateau ivre a lo Rimbaud, lanzado al oleaje mutable del mundo, sus sensaciones y una nueva forma de nombrarlos:
…quiero avanzar —especie, eslora, estómago—
pero una cosa se transforma en otra
o finge o desvaría o se echa de espaldas!
Balance que atribuían al cielo los antiguos,
gloria que sólo dios
puede darle a un tambor de arcadas suaves,
estoy como una cueva taponada
con algodones húmedos, mis fosas
repletas de anestesia y de torpeza,
ahíto de almidones sin esperanza,
descompuesto de estar donde no debo![2]
La articulación “lógica” del poema se sustituye por la asociación libre, sorprendente, espontánea de las referencias personales que salpican la obra, en busca de una mayor libertad formal y léxica. Desatado del corsé rítmico de la rima, las estrofas y otros elementos rítmicos, Viel se sumerge en un lenguaje sustentado en la preeminencia de lo visual. Una poesía donde “las imágenes centellean como la espuma sobre las olas”, diría Marcel Raymond.
Viel aseguró que desde Carta de marear trató de romper con su poesía anterior, porque la consideraba “ajustada a un molde”. Como expresó en la única entrevista que concedió en vida, al escritor Sergio Bizzio, notaba su palabra poética “demasiado rígida, como atada a un molde, un principio, un medio, un fin: sabía qué iba a decir. Después pasé a decir, a ver, empezó a interesarme la poesía que me permitía no solamente esconderme sino evadirme y hacer un mundo, tener un mundo”.
El gran cambio en la poética de Viel es el salto de una poesía “moldeada” y articulada por la causalidad hacia una poesía visionaria (“que viera”), una poesía que le permitiera “hacer un mundo” basado en la imagen y un manejo nuevo de la misma. Ante ese deseo de liberación, los postulados surrealistas surgen como un diálogo natural por su valor visionario. “La imagen es una creación pura del espíritu”, decía el poeta Pierre Reverdy. Los surrealistas la conciben como un acontecimiento espiritual de primer orden, en oposición a las tendencias apofáticas o negativas, que negaban su valor o consideraban la imagen como engaño o ilusión. La imagen en el surrealismo rescata el sentimiento de inmanencia en las cosas y se muestra siempre a favor de la inmediatez, del “aquí”, recuperando su valor como único medio de apertura del horizonte de lo real.[3]
La elección de Viel por la imagen surrealista será fundamental en su poesía futura y se anuda con su obsesión mística. En contra de aquella teología apofática o negativa que se negaba a referir lo divino mediante los atributos del mundo sensible, perceptible o inteligente, Viel abraza en su poesía el lado “catafático” y positivo, que afirma algo sobre Dios. Para esta teología, que permea el cristianismo oriental, “el ser humano, con sus facultades naturales, puede llegar a cierto conocimiento, no tanto de Dios, cuanto de su gloria, que se manifiesta en la creación y en el mismo ser humano como en su imagen”.[4]
A partir de Carta de marear, Viel confirmará su postura creativa a favor de una teoría icónica de lo divino, que permita mostrarlo con elementos de la vida cotidiana. Se reconfiguran las imágenes de fuente religiosa-cristiana, comunes en la poesía del argentino, ahora trabajadas con mayor libertad y violencia (“hostia de hotel abierto a sangre seca”, “ángeles escarpados”). Junto a ellas, sobresalen las de ámbitos náuticos y marinos (“mi dormir boca abajo de nadador/ que no deja señales”, “dulce caída de popa”), además de las eróticas, como esta que refiere a la mujer amada (“talones como balas antiaéreas/ que nunca tuve libres en mis manos”). Albercas donde se bañan chóferes se asociarán con el vientre uterino como fuente de lo humano o excavaciones de pozos se igualarán al descenso del alma.
Mediante estas imágenes, Viel crea una geografía íntima, dinámica y simultánea por sus enumeraciones heterogéneas que desmontan el orden racional y privilegian el latir caótico del mundo. Al abrazar esta imagen personal y reveladora, Viel llevará a sus últimas consecuencias su obsesión de mostrar y encararse con lo divino en su poesía, de extraerlo de su misterio y alcanzar la máxima compenetración mística hasta “besarse el rostro en Jesucristo” (como escribirá en Crawl).
“De la aproximación fortuita de dos términos ha surgido una luz especial, la ‘luz de la imagen’, ante la que nos mostramos infinitamente sensibles”, escribió Breton en el Manifiesto surrealista.[5] De la metáfora luminosa de la imagen surrealista emerge una chispa que inundará la poesía por venir de Viel, partiendo de los diccionarios náuticsos, los balnearios populares, la respiración natatoria y la memoria personal, hasta el filo brillante del bisturí que fusionará lo carnal, lo poético y lo trascendente en Hospital Británico.
[1] Enrique Molina, “Nota introductoria”, en Héctor Viel Temperley, Obra Completa, Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2003, p. 251.
[2] Héctor Viel Temperley, “Carta de marear”, op. cit., p. 5.
[3] Victoria Cirlot, Hildegard Von Bingen y la tradición visionaria de Occidente, Barcelona, Herder, 2005, pp. 184 y 185.
[4] Víctor Codina, Los caminos del Oriente cristiano. Iniciación a la teología oriental, Bilbao, Sal Térrea, 1997, p. 36.
[5]André Bretón, Manifiestos del surrealismo, Barcelona, Labor, 1980, p. 58.
(Ciudad de México, 1982)
Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Es autor de Vértigos, Tiempos de furia y El canto circular. Obtuvo el Premio Nacional de Relato Sergio Pitol, el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí, el Premio Nacional de Novela Élmer Mendoza y el Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas.