Sandro Cohen,
maestro de vida

Guillermo Vega Zaragoza
Enero-febrero de 2021

 

 

Sandro Cohen (1953-2020) era un gran maestro, no sólo en el aspecto académico y literario, sino —por sobre todas las cosas y más importante— un maestro de vida. Y ejercía su magisterio de la manera más contundente que puede haber: con el ejemplo. A los demás no nos pedía cosas que él mismo no demostrara que era posible hacer. Y casi todo lo que hacía lo ejecutaba con excelencia, comprometiéndose al máximo con cada nuevo proyecto que emprendía.

Se empeñó en aprender español para leer en su idioma original la poesía de García Lorca y llegó a dominar los secretos del castellano como pocos, al grado de convertirse en unos de los mejores maestros de redacción. Aprendió a tocar el piano, no para dar conciertos, sino por el gusto de interpretar a los grandes maestros clásicos que veneraba. Luego de que muriera su padre, se acercó de nuevo a la cultura y la religión hebraica y la abrazó con especial devoción. Se volvió fanático de la bicicleta, recorrió en dos ruedas cientos de veces la ciudad y sus alrededores y escribió un manual zen para el ciclista urbano.

Era un hombre siempre curioso, cuya seriedad no obstaba para que poseyera un excelente sentido del humor, con un ánimo excepcionalmente vital y energético. Por eso su inesperada partida nos tomó por sorpresa y nos ha dolido tanto a quienes tuvimos la suerte de disfrutar de su amistad.

Desde luego, nuestro vínculo más estrecho tenía que ver con la literatura. Lo conocí en persona en 2002, aunque ya tenía mucho leyéndolo, desde que él era colaborador en el suplemento sábado de unomásuno que dirigía el maestro Huberto Batis, donde publicaba reseñas críticas, sobre todo de poesía, y, además, crónicas urbanas en la sección “Ciudad”. Pero el encuentro real fue mediante su esposa, la también escritora y maestra Josefina Estrada.

En 2001 publiqué en el suplemento La Jornada Semanal, de La Jornada, una reseña sobre una antología en inglés de cuentistas mexicanos, recopilada por Mónica Lavín, en la cual estaba incluida, precisamente, Josefina Estrada, quien me llamó para agradecerme la mención a su persona en la reseña. A partir de ahí Jose y yo nos volvimos amigos, aún más cercanos cuando descubrimos que compartíamos fecha de cumpleaños (14 de mayo). Somos Tauros típicos.

Empecé a frecuentar el departamento de Josefina y Sandro en la colonia Santa María la Ribera, donde muy cerca tenían el despacho en el que operaban la Editorial Colibrí y el Instituto La Realidad. En 2003 me invitó a presentar su novela Los hermanos Pastor en la corte de Moctezuma. Josefina planeó que la presentación se hiciera de manera más informal, por lo que escogió el famoso Salón Corona de la calle de Bolívar, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. En la mesa estaría también Jorge Volpi, quien ya era una rutilante estrella, por haber ganado el premio Biblioteca Breve con En busca de Klingsor.

En ese entonces, Sandro rondaba apenas los cincuenta años, pero ya traía a cuestas una importante carrera literaria y editorial. Había publicado varios volúmenes de poesía y estaba por aparecer su obra más célebre: Redacción sin dolor. Había sido director editorial de Planeta y de Patria-Nueva Imagen, para luego fundar su propio sello editorial: Colibrí.

Precisamente, en Nueva Imagen, había sido editor de Volpi y sus compañeros de la llamada Generación del Crack: Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Pedro Ángel Palou y Ricardo Chávez Castañeda. Fue idea de Sandro lanzar sus libros en conjunto, como parte de un grupo, en 1996, y de ahí salió el dichoso manifiesto que levantó ámpula en el medio literario de entonces por su supuesta insolencia y arrogancia por querer elevarse a la altura del Boom latinoamericano y darle cristiana sepultura.

En una ocasión, Sandro me enseñó una primera versión de Klingsor (un mamotreto de más de 700 páginas o algo así), con múltiples observaciones de Sandro marcadas en rojo. De hecho, Sandro es uno de los personajes de la “novela del Crack” de Eloy Urroz, La mujer del novelista, y como tuiteó Pedro Ángel Palou el día que murió Sandro: “Sin él no existiríamos”. Así de cercana fue su relación con los del Crack.

Así que la presión era doble: tenía que estar a la altura. Creo que no lo hice tan mal. Hace poco encontré el texto que leí en esa ocasión y pude constatar que no dije demasiados despropósitos. Y partir de entonces nuestra relación se estrechó.

Sin embargo, de las experiencias literarias compartidas con Sandro, las que me resultan más entrañables son las que tienen que ver con la poesía. Tuve el privilegio de hacer el comentario de la cuarta de forros de su libro Quintaesencia. Poemas: Antología personal, que publicó la Coordinación de Humanidades de la unam en 2016. El libro no está organizado cronológicamente sino por temas o atmósferas poéticas, porque Sandro quería armar otro discurso y otra lectura de sus poemas. A pesar de que abarcan un periodo de 36 años, desde su primer libro, De noble origen desdichado, de 1979, con el nuevo acomodo se leen con renovado vigor y frescura.

Me atrevo a reproducir el parrafito en el que busqué resumir mi apreciación sobre la poesía de Sandro:

 

La de Sandro Cohen es una voz poética de registros al mismo tiempo clásicos y modernos; de profunda sensibilidad al abordar temas universales, como el amor, el erotismo, la nostalgia y la pérdida, pero también otras preocupaciones propias de su tiempo: la soledad del hombre común, la aparente sin razón del mundo moderno y la cotidianidad urbana. No es una voz estridente y altisonante: muy al contrario, se desliza bajo una emotividad profunda, donde la forma contiene a la perfección el sentimiento y expresa con precisión la idea filosófica y vital que lo anima.

 

Poco tiempo después de que apareciera el libro, se organizó una presentación-charla-lectura en la Casa de las Humanidades de la UNAM, en Coyoacán, a la que Sandro me invitó a acompañarlo en la mesa. Él estaba muy emocionado porque había casa llena, casi exclusivamente de público femenino (siempre tuvo mucho pegue con las lectoras), y leyó su poesía como nunca.

Aunque era un gran lector en voz alta, en esa ocasión se manifestó algo más, un sentimiento especial. Pocas veces me había conmovido tanto un poema como cuando esa vez leyó uno dedicado a su padre. En cierto momento, la voz se le quebró, las palabras se le atrancaron en la garganta y asomaron las lágrimas. Me conmocionó ver y estar al lado de ese hombre, que siempre había percibido tan centrado y cerebral, dejarse llevar por la emoción del poema.

También tuve el privilegio de que aceptara presentar un libro mío (Poemas para ablandar a las rocas) en el Palacio de Bellas Artes, junto con el maestro Héctor Carreto. En 2017 apareció el que sería su último libro de poesía: Flor de piel. Nuevamente me invitó a acompañarlo, ahora en la FIL de Minería, en febrero del año siguiente. Para esa ocasión hice un repaso más exhaustivo de su obra poética (que se publicó en la edición de abril-mayo de 2018 de Casa del tiempo). Al releer el libro, a la luz de su ausencia, me sorprende un poema en especial, titulado “Esto, en esencia, se acabó…”. Leído ahora, suena macabramente premonitorio, como si Sandro ya estuviera despidiéndose, dándole cerrojazo a este plano de la existencia:

 

Estas palabras, que se escriben solas,

serán mi testimonio, darán fe

de que por fin lo he comprendido:

solo un poco estaremos en la tierra,

pero es de todos, como he sido todos,

y entre todos escribiremos

las palabras que urgen,

aquellas que se escapan

y que hemos dicho desde siempre.

 

Sandro fue pionero en muchos aspectos, pero destacan sus incursiones en el mundo digital. Fue de los primeros en explorar la Internet, en foros y chat rooms (muchísimo antes de Facebook). Escribió abundantemente acerca de la relación entre el ser humano y las nuevas tecnologías, en las columnas que mantuvo durante años en revistas especializadas. Su Editorial Colibrí fue de las primeras en México en ofrecer libros electrónicos al mismo tiempo que los de papel. Fue de quienes aprovecharon el potencial de los blogs como vehículos de educación, con La Caja Resonante, donde comentaba los dislates gramaticales de la publicidad y la prensa (El diario Reforma era cliente frecuente). Manejaba sus redes con especial dedicación: todos los días publicaba comentarios inteligentes sobre la vida cotidiana, pública y cultural, compartiendo enlaces a artículos interesantes, sobre todo de The New York Times, que devoraba religiosamente a diario, además de fotografías de sus recorridos cotidianos en bicicleta alrededor de la ciudad y de sus opíparos desayunos con sus infaltables chilaquiles (me consta que era un glotón de hamburguesas, pasteles y helados, que Josefina batallaba por mantener a raya).

En los últimos meses estuvo preparando la versión en línea de su curso “Redacción sin Dolor”, pero lo interrumpió debido a la pandemia. Ahora Josefina Estrada y sus hijas Yliana y Leonora le darán seguimiento. Hablaba de esta incursión en la educación digital como su “pensión de jubilado”, porque ya había cumplido 40 años como profesor en la uam Azcapotzalco y sabía que con el fondo de retiro apenas le alcanzaría para vivir decentemente.

Su libro Redacción sin dolor, del que se han vendido más de 150 000 ejemplares desde su primera edición en 1994, es de referencia obligada para todo aquel que quiera, de manera accesible, aprender a escribir con corrección. Ningún otro autor ha contribuido tanto a la difusión del uso correcto del español escrito como él. Por eso siempre me llamó la atención que, con todo su prestigio y sus merecimientos, nunca hubiera sido invitado a formar parte de la Academia Mexicana de la Lengua. Pero él tampoco lo buscó, como tampoco anduvo detrás premios o becas. Apenas en octubre de 2019, poco antes del encierro al que nos obligó la pandemia, el inbal organizó un homenaje por sus 40 años como poeta en el Palacio de Bellas Artes, en la sala Adamo Boari (ni siquiera en la Manuel M. Ponce).

Pero eso ya no importa mucho ahora que su ausencia resuena en nuestra vida. Lo importante es su legado vital, mediante sus hijas y sus nietos, pero sobre todo su trabajo como maestro, formando a decenas de generaciones de jóvenes, mediante sus clases y libros; su obra literaria, sobre todo su poesía, llena de vida, pasión e inteligencia, y su ejemplo, las enormes enseñanzas que nos regaló a quienes tuvimos el privilegio de compartir con él su estancia en esta tierra. 

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Fotografía: Facebook


Guillermo Vega Zaragoza

(Ciudad de México, 1967). Escritor, periodista y maestro universitario. Ha publicado, entre otros, el libro de cuentos: Antología de lo indecible, y los poemarios: Desde la patria del insomnio y Sinsaber. Estudió Periodismo y Comunicación Colectiva en la UNAM y el Diplomado en Creación Literaria en la Sogem.


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