A cuatro manos sobre el blanco y negro,
cuatro manos, el hombro contra el hombro.
A cuatro manos, dedos, veinte lumbres
en el blanco y su negro, piel, marfil.
Puede tocarse música por dentro,
tu música de adentro y por lo bajo.
Así suena tu música, a respiro
y tormenta, remanso y catarata.
Una vez y de nuevo, flotas sobre
el teclado con dedos, brazos, lengua,
el pecho contra espalda, espalda contra
el tiempo, fuga con dos contra tres
sobre la partitura entre tus piernas
en la cadenza, ritardando, notas
negras son sobre blancas, esta fusa
hasta el fandango, hasta el fin, hasta el fondo.
Canta contra mis ojos. toca, loca.
no te detengas, llena mis oídos
de tu viento, saliva con sudor
y semen, lágrimas y sangre adentro.
Mueve tus dedos, piano y piano, suave
pianísimo y más fuerte, ¡sí!, más lento.
¿Notas las notas? ¿mis corcheas, fusas
revueltas? todo es piel entre las sábanas
escrito en blanco y negro a cuatro manos,
dos lenguas con sus dedos, su saliva
en mi hombro y en tu pecho, sus tresillos
desbocados, su encabalgada furia
de frases al oído, dedos… canta
con tus dedos adentro, que los muevas
piano, suave, tan fuerte como puedas
hasta que vibren todos nuestros músculos,
hasta que se relajen, por vencidos.
toca tu blanco y negro a cuatro manos.
Entre tus dedos y el marfil, silencio.
Entre papeles y armonía, el aire.
Estamos suspendidos todavía,
por siempre:
música
somos
nosotros.
Y si no me bendices con tus garras
de terciopelo, dientes que me inventan
con cada trozo de mi carne, dura
en el altar perfecto de tu boca;
si no me abrazas, con tu muerte líquida,
la lisa superficie de mi sangre
a presión entre el vaso y sus esclusas,
la leche que no encuentra la salida,
la tinta que renuncia a los azules,
el agua que se priva de su sangre…
si no me vienes a erigir tu esclavo,
el que limpia tus botas con saliva
de sereno candente, que recorre
la lengua por tus piernas enlodadas
para probar la gloria de tu infierno;
si no te hincas como diosa virgen
y vencida a mis pies que, victoriosos,
pisan tu pecho inflado de miradas
que cualquiera te ha puesto sin pensar;
si no eres luz y oscuridad tejidas,
un solo torbellino de fracaso
triunfante entre los brazos más desnudos
de un cuarto desvalido, que amanece
solo por el calor de nuestros cuerpos;
no soy nada, ni el blanco de la sombra
que dejas al pasar por una calle
o el mismo cielo donde naufragamos
tantas veces, felices, en tinieblas.
Hay tiempo.
Todavía no muere
ningún sol de mañana.
Esperaba encontrar todas las huellas
pero ni doy con el lugar del crimen.
Busco un lugar que esté fuera del tiempo:
su sentencia me alcanza inexorable
y no muero.
Esto,
solamente,
quisiera pedir:
que me des una muerte que lo sea
de veras,
que me tomes en brazos de tu infierno
blanco.
No sé dónde he pasado tantas noches
sin voz, sin cara,
lengua que me diga:
Yo no soy de este mundo.
¿Para qué sirve el silencio
si no es para que canten
las aves?
¿Para qué sirven las aves
si para su canto no hay
mañana?
¿Para qué sirve el mañana
si no es para sentirnos
más solos?
¿Para qué sirve estar solos
si no podemos amarnos
de nuevo?
A veces me da gusto, así, morir:
boca arriba, flotando, en una barca
de sábanas tan limpias que se escapan
del tiempo, como yo, cuando me muero.
Las nubes se transforman. Son los libros
que me acompañan río abajo, páginas
abiertas que se leen en verso blanco,
casi igual que estos, pero son mejores
aquellos que escribimos en el cielo.
Morir, a veces me da gusto así:
sin darme cuenta, poco a poco, lento,
como anochece el alma, como muere
el día entre los últimos capítulos
de una novela que habitamos todos.
Así —sin aspavientos, con los ojos
hacia atrás y sintiendo todo el peso
de la tierra en mis huesos que también
son forma que sostiene, que son versos
blancos que ritmo y gracia dan al cuerpo—
me da gusto morir, a veces, mas
no siempre, sino a veces, sin pensarlo…
Esto, en esencia, se acabó.
Hace mucho empezó, lo sé,
pero desde hace rato no me siento
inmortal. Y cuando yo ya no esté,
las servilletas seguirán
en su mismo lugar sobre la mesa,
los mismos autos se estacionarán
en los mismos lugares, más o menos,
con los mismos niveles de esa angustia
tan mexicana y entrañable,
pero yo ya no los veré
desde esta mesa verde con mantel,
sentado en esta silla
de plástico innegable
que me permite estar tranquilo,
leyendo las noticias de las cuales
ya no voy a enterarme, a medio metro
de la banqueta donde se pasean
señoras con sus perros y sus hijos,
donde colocan, con cuidado, bolsas
de basura en espera del camión
que ya no tarda con su campanita
insoportable, pero yo
ya no pienso quejarme,
ni me taparé los oídos:
simple y sencillamente, no estaré.
Y es difícil hacerme
a la sólida idea de mi ausencia,
pero es palpable, tan palpable como
los pechos de una joven, o sus labios,
o su manera de pedirme
que le haga caso, ¿pero cómo,
si ya no voy a estar?
Y no he estado desde hace muchos años.
Estas palabras, que se escriben solas,
serán mi testimonio, darán fe
de que por fin lo he comprendido:
solo un poco estaremos en la tierra,
pero es de todos, como he sido todos,
y entre todos escribiremos
las palabras que urgen,
aquellas que se escapan
y que hemos dicho desde siempre.
[*] Poemas tomados de Quintaesencia. Poemas: Antología personal, Coordinación de Humanidades UNAM, 2006; y Flor de piel, El Errante Editor, 2017.
Fotografía: Facebook
(1953 - 2020). Cronista, ensayista, narrador y poeta. Estudió la Maestría en Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Rutgers y obtuvo el doctorado en la UNAM. Fundador de la Editorial Colibrí. Algunos de sus últimos poemarios fueron Tan fácil de amar (2010), Quintaesencia. Poemas: Antología personal (2016) y Flor de piel (2017).