Fotografía: Alejandro Arteaga
Joven y atrabancado yo mismo, la lectura de los libros de Pedro Juan Gutiérrez —para entonces había terminado El rey de la Habana, Animal tropical, El insaciable hombre araña y la Trilogía sucia de La Habana— me reveló un huracán lujurioso y temible. Un huracán que demostraba la posibilidad de encauzar la furia y la violencia contenidas en el lenguaje para poder sobrevivir a realidades hostiles y, que en el caso de Pedro Juan, como en el de mi amado Rubem Fonseca, demostraba que lo lacerante de la vida y sus circunstancias no se encuentra alejado de las posibilidades sensuales de la materia. En este mundo espantoso se sufre, pero por fortuna también se suda y se goza y son esas mismas posibilidades las que la mayoría de las veces son analgésicas. Es en medio de esta insondable y dolorosa ambigüedad que fatigamos nuestros soles con sus sombras.
Recuerdo el estado comatoso de su edificio en la calle de San Lázaro en Centro Habana. Subí hasta un octavo piso, con el ascensor averiado, y tengo fresca en la memoria a una anciana subiendo paquetes trabajosamente entre los peldaños desconchinflados en una penumbra casi gótica, acuchillada por los rayos de sol del Caribe. Recuerdo que yo llevaba, para no llegar con las manos vacías, cinco latas de cerveza Bucanero mal dispuestas entre unos cartones. Cada vez estaban más calientes en sintonía con el calor del puerto, y al final sólo yo me las tomaría ya que Pedro Juan bebería solamente whisky durante nuestro encuentro. Se me antojaba con ganas pedirle una medida, sobre todo por la posibilidad del hielo, pero no tuve los arrestos.
No recuerdo mucho más, puesto que no se trataba de una entrevista, sino apenas de una visita de cortesía con un escritor al que había leído con fervor casi sexual. Sus maneras secas, pero cordiales de relacionarse extendían la reputación de su personaje, que respondía de forma inteligente, incluso inesperada. Tras de sí, se encontraba aquella mítica terraza protagonista del desenfreno etílico, enfebrecido y pasional de sus libros, desde donde tenía una vista excepcional y sublime de La Habana. Recuerdo a una muchacha hermosa que paseaba por el departamento —algún recoveco de la memoria intenta decirme que se trataba de su hija— así como algunas consideraciones suyas sobre México. Tristemente sólo retengo su juicio al respecto de que le gustaba más el Octavio Paz ensayista que el poeta, conclusión con la que tanto entonces como ahora estoy de acuerdo.
Por ello, encuentro un acto de justicia poética poder llevar a cabo una entrevista en toda regla el día de hoy, veintiún años después de aquel encuentro. No dejo de preguntarme al respecto de la generosidad de un escritor ya consagrado que accedió a recibir a un joven desconocido en la intimidad de su casa, para platicar de nada, pero con mucho gusto. Veintiún años tenía yo en aquel entonces. Y estaba locamente enamorado.
Desde luego, uno de los privilegios de la literatura es que tanto los autores como sus lectores pueden —y acaso deben— cambiar tanto de estilo como de gustos. Por ello, si bien en tus obras anteriores como la Trilogía Sucia de La Habana o Animal Tropical, la crudeza y el lenguaje visceral eran sellos distintivos para retratar una realidad habanera marginal y descarnada, en Mecánica popular se percibe un tono menos explícito y más reflexivo. ¿A qué se debe este cambio de registro? ¿Se trata de una decisión fundamentalmente estética o más bien del agotamiento de una poética anterior?
Creo que cada texto tiene una coherencia interior. El lenguaje, la gramática, el nivel de barrenar la trama o deslizarse por encima y resbalar. Todo funciona de un modo orgánico e imperceptible, pero [en Mecánica popular] sí hay otro registro poético. Diferente e inexplicable porque no es ingeniería, es literatura.
Resulta imposible leer este libro y no pensar, de manera inmediata, en Winesburg Ohio de Sherwood Anderson. ¿Se trata de un escritor cercano a tu sensibilidad? De alguna manera, ¿ dirías que la biografía de una ciudad y un país se encuentra refractada en los personajes que los componen?
Sí. Leí Winesburg Ohio cuando yo tenía 16 años tal vez. Y me estremeció. Me marcó a fuego. Concentrado, breve, tajante, definitivo, directo. Un mundo pequeño pero inmenso.
La figura del "yo" narrador, a menudo con fuertes resonancias autobiográficas, ha sido central en tus libros previos. ¿Cómo se relaciona en Mecánica popular este "yo" narrador con las experiencias y los personajes que presenta?
Quise escribir estos cuentos en tercera persona para poder ampliar el lente y usar un ángulo ancho. Así pude moverme de un personaje a otro con total libertad. Lo necesitaba.
¿Catalogarías tu obra como autoficción?
Es autoficción, sí hay bastante del género. Compré unas viejas revistas de Mecánica popular, que yo leía mucho de niño. Y recordé con claridad a toda la gente de mi infancia y juventud en Matanzas. Vecinos, parientes, mis padres, la atmósfera de Cuba en los años iniciales de la revolución. Todo se reveló de golpe y tuve que escribir.
Hace relativamente poco sostuviste en una entrevista lo siguiente: “creo que un artista, un escritor, debe ser un poco irresponsable con la vida material, con la vida cotidiana, con la vida diaria. Solo eso te da una libertad de creación total, lo más amplia posible”. ¿Cómo hacer para compaginar la necesidad de sobrevivir en una realidad cada vez más enemiga de los mundos contenidos en los libros, tanto así que parecen realidades irrelevantes?
Irresponsable en el sentido de que, cuando escribo, estoy solo yo con mis personajes. Lo que sucede es un secreto entre nosotros. Nadie puede saber nada. Me escondo. Si me preguntan qué estoy escribiendo respondo que nada, que no escribo, que tomo un año sabático. Al fin un día logro alejarme de esa gente, fantasmas mensajeros, y les doy la espalda. Termino el libro. Y para evitar remordimientos hago todo lo posible para olvidar. Olvidar. Entrego el libro a mi agente y nadie imagina lo que ha pasado, y que a partir de ese momento solo necesito olvidar para no volverme loco.
La crítica social siempre ha estado presente en tu obra, a veces implícita en la descripción de las vidas de tus personajes. ¿Consideras que en Mecánica popular la crítica adquiere una nueva forma o un nuevo enfoque en este libro?
Yo no critico a nadie. No elogio. No enseño. No defiendo. No maltrato. No enjuicio. Esa no es la tarea del escritor. Y lo decía Chejov. Solo estoy escribiendo una buena historia. Eso es todo. Una buena historia. Si te conmueve o te deja indiferente, si la olvidas o la recuerdas, si te hace llorar o reír: ya no es asunto mío. Y no me importa. Yo hice mi parte. Te entrego un papel con mi escritura. Recojo unas monedas y me voy por el camino hasta el próximo pueblo, como los juglares. Solo soy un juglar en el camino.
En un libro publicado en la ciudad de Xalapa hace un par de años, titulado Escritores peligrosos, agrupaste una serie de entrevistas con autores como Günter Grass, Mario Benedetti, Angela Davis, Ernesto Cardenal y Julio Cortázar entre otros. ¿Qué lección extraes del periodismo para la escritura de literatura? ¿A quién de los mencionados disfrutaste más entrevistando?
Escritores peligrosos es un libro construido con recortes de mi trabajo periodístico. Veintiséis años de periodismo. Fue bonito, divertido. Yo era un periodista un poco cáustico y ácido. Por suerte me alejé a tiempo del periodismo: en 1998, cuando publiqué la Trilogía sucia. Tuve mucha suerte y agradezco con todo mi corazón a los que me echaron del periodismo por publicar en España aquel libro. No saben cuánto les agradezco. Porque si quieres ser escritor tienes que decidirte y hacerlo. El periodismo me entrenó para ser más observador de lo normal. Más agudo, más arriesgado, más independiente. Me entreno para tener criterios propios y defenderlos hasta el final, y a respetar al lector y escribir de un modo exacto y preciso. Considero que no puede sobrar ni una palabra. El lector no es un tonto. Hay que respetarlo, hay que ser cómplices.
En México es menos conocida tu faceta como artista visual, compuesta fundamentalmente por collages. ¿Cuáles diferencias encuentras al confrontarte con dichos materiales en relación con los procesos inherentes al acto de escribir?
Amo la pintura desde siempre. A los dieciséis años iba a entrar a la Escuela Nacional de Arte. No pude. Ya estaba en el servicio militar, pero seguí pintando siempre. Cuando más hambre pasé en los años noventa, el llamado Periodo especial, empecé a vender mis cuadros a turistas a cincuenta dólares, y me salvé de morir de anemia. Desde 1980 empecé a hacer collages. Les llamo poesía visual y sigue siendo un divertimento, tan maravilloso y necesario como escuchar música clásica. Bach. ¿Qué sería de mi vida sin Bach? ¿Qué sería de mi vida sin el Buda?
¿Cómo describirías —de la manera más sucinta posible— la Cuba contemporánea por oposición, digamos, al país fraguado durante el llamado Periodo especial?
La Cuba de hoy está atravesando por un momento difícil. Un karma colectivo. Y limpiar ese karma es difícil y largo.
¿Cuáles son tus autores de cabecera y cuál es el género literario que lees con mayor asiduidad?
Ahora lo que más hago es releer. Es lo mejor que puedes hacer con setenta y cinco años si lees sin parar desde los siete. Kafka, Cortázar, cuentos de Ernest Hemingway, Grace Paley, Guillermo Cabrera Infante, Alejo Carpentier, Natalia Ginzburg y unos cuantos más. Llegué a tener una biblioteca con más de seis mil ejemplares y he ido limpiándola hasta tener solo mil y pico, en La Habana, y menos de mil, en Málaga. Algo perfecto. Y lo más importante es que no leo a Pedro Juan Gutiérrez. No me interesa ese tipo. Lo escribo pero no lo leo. Es insoportable y maleducado.
¿Qué obra te interpela más entre los libros de Lezama, Sarduy o Virgilio Piñera?
Lezama y Sarduy los reviso de vez en cuando. Tengo la obra completa de Sarduy editada por la UNESCO. Y Lezama fue mi vecino aquí cerca. Vivía en el centro del barrio de Colón, el barrio de las putas, pero él las ignoraba y escribía sobre Plinio el Viejo. Genial. Lo adoro.
En un mundo cada vez más enajenado y hostil, presa ineluctable de nuevos analfabetismos, ¿qué potencia encuentras todavía en los poderes de la ficción?
Sí, este mundo da esa impresión: hostilidad, avaricia, desparpajo de los poderosos a quienes todo les parece poco y quieren más. El espíritu de la época es mercantil y tecnológico en detrimento del humanismo. Dólar contra espiritualidad. ¿Qué hacer? ¿Qué hacemos? Leer, escribir, pintar, protestar, orar. Meditar. Luchar con lo que sabemos hacer, con lo que disfrutamos. Y tener confianza. Dentro de cada uno de nosotros hay un Buda y un demonio. ¿A cuál alimentamos?
(Veracruz, 1983)
Es egresado de la Facultad de Lengua y Literatura Hispánica (Universidad Veracruzana). Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato, y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008. Publicó La distorsión en 2019.