Saliendo monstruosamente del asfalto. 2023 / Joan Arroyo Rodríguez / Performance-fotografía /Fotografx: @unavazka
Hay algo en Chantal Akerman (1950 – 2015) que desafía cualquier intento de explicación. Al tratar de explicarla, vinieron a mí palabras a modo de glosario, mismas que tomo abiertamente como una tentativa de acercarme a ella, de recordarla, de (per)seguirla en una deriva incompleta de palabras y resonancias.
Apellido de familia, de origen judío asquenazí. En una ocasión, ya bien entrada en su carrera cinematográfica, Chantal le pregunta a su padre si ella ha hecho algo bueno con ese apellido. Él responde: “Me hubiera gustado que hicieras más dinero con tus películas”. Y ella, en verdad, lo intenta. Pero su estilo, intransigente para la mirada del espectáculo, termina por marcarla para bien o para mal. Bajo su nombre se identifican películas difíciles, de duración cansina, que exigen una paciencia del espectador. Éstas no le dieron dinero, pero sí otra clase de legado, ya que su nombre ya es inseparable de una manera de hacer cine, de mirar el mundo, de yuxtaponer el sentimiento con el sentido de la imagen. Su mayor herencia, querido papá Akerman, radica en haber convertido el nombre de familia en un epónimo artístico.
Akerman nace en Bruselas, Bélgica en 1950, pero bien pudo hacerlo en otra parte. Es hija de padres judíos polacos, quienes se refugiaron en este país tras la persecución nazi. Su madre es sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz. Un evento que situará una herida dentro de toda la familia. Bruselas será para Akerman y los suyos el centro afectivo, el lugar donde se encuentra “la casa”, pero no del todo una patria. Es frecuente que ella diga “No pertenezco a ninguna parte”, y con ello no se refiere sólo a lo geográfico, sino a una manera franca e incómoda de habitar el mundo. Al no contar con una patria se aventura en una errancia que le pertenece culturalmente, que le ha sido heredada como judía, hija de una sobreviviente del Holocausto, pero que se complementa con el temprano llamado que sintió para ser artista.
No se le puede llamar de otra forma al gesto de una niña que, después de ver Pierrot le Fou, de 1965, de Jean-Luc Godard a los quince años, decide dejar la escuela para dedicarse al cine. Quiere hacerlo por la vía convencional, pero tras algún intento institucional fallido, comprende que el único camino es hacerlo por su cuenta. Para ello, trafica con acciones de diamantes para financiar un cortometraje que ella misma protagoniza. Con tan solo dieciocho años, Saute ma ville, de 1968 —“voy a reventar el pueblo”—, se convierte en una auténtica declaración de principios. La película, atravesada por el eco de Godard y Chaplin, pero ya marcada por una voz propia, se presenta como un gesto absolutamente punk, antes de que se supiera qué era eso. Aquí vemos a una joven dentro de una cocina desobedeciendo el mandato de lo doméstico con acciones bruscas, pueriles y lúcidas, que apuntan a la destrucción del orden prescrito para su sexo. Coraje: no se le puede llamar de otra forma a lo que poseyó a esta chica para llevar a escena una convicción radical a tan temprana edad.
Poner el cuerpo, una acción que no puede relacionarse a casi ningún cineasta, incluso cuando se interpretan a sí mismos. Para Akerman, esta postura se reafirma cuando, a los veinte años, se va a Nueva York para estudiar cine. Allí entra en contacto con una escena artística efervescente, y con las obras de cineastas experimentales como Michael Snow, Jonas Mekas y la también artista de performance Yvonne Rainer, quienes no sólo amplían su mirada, sino que reafirman sus intuiciones sobre el cuerpo, el tiempo y la imagen. Bajo esta influencia surgen varios ejercicios en donde la vida y la ficción borran sus lindes en tempranos ejercicios de estilo que ostentan una madurez apabullante. Sin embargo, podría decirse que la suma de ese aprendizaje se consuma en Je, tu, il, elle, de 1974, donde ella misma se coloca al centro de una disquisición sobre el amor, el deseo sexual y la identidad, abordando registros estilísticos que van del performance a la road movie, e incluso a una suerte de comedia romántica en donde Akerman protagoniza una escena de un encuentro sexual lésbico que sorprende por su radical alejamiento del morbo pornográfico. Pese anhelar y experimentar con diversas formas, la joven Akerman ha descubierto que no necesita el oropel ni la falsedad de la representación espectacular. Precozmente, ha encontrado, a través del ejercicio de su propio cuerpo y la elección por un tiempo prolongado en la imagen, la insólita valía de la presencia.
Es el nombre de una ama de casa aparentemente anodina, pero es algo más. La joven Akerman —quien contaba con apenas veinticinco años al momento de estrenar la película en Cannes— ha planeado, una vez más, un golpe, pero esta vez irá en contra de la villa cinematográfica. Para contar la vida de esta mujer en Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, de 1975, la directora recluta a un equipo conformado únicamente por mujeres. Insiste en que no se trata de un gesto político, sino práctico: quiere probar que semejante cosa es posible. Sin embargo, la película será pronto categorizada como “la primer obra maestra en la historia del cine femenino”. Situada mayormente en la cocina —el espacio akermaniano por excelencia—, asistimos a los rituales domésticos perpetrados por el ama de casa del título, quien destina horarios específicos para las labores del hogar, el cuidado y manutención de un hijo adolescente, así como para recibir a clientes y realizar un trabajo sexual que le permite pagar las cuentas. El arrojo de la directora está en mostrarlo todo sin ostentación, sin recurrir al efectismo ni al artificio narrativo, lo cual obliga al espectador a compartir el pasmo angustiante de un día que se repite una y otra vez, en tiempos lánguidos que eluden toda convención dramática para confrontarnos, como nadie, con la vida diaria de una ama de casa. Este asomo abismal a la monotonía, que eventualmente termina por desquiciar a Jeanne, ha sido aclamado y también rechazado por la dificultad de desprogramar nuestras mentes, habituadas al entretenimiento. Su mayor triunfo llegaría décadas más tarde, cuando en 2022, la revista Sight and Sound la coronó como la mejor película de la historia, desbancando de forma feroz la ultra masculinidad sostenida durante décadas por los otrora ganadores Citizen Kane y Vértigo. Un gesto, no exento de polémica, que permite repensar, desde otro canon, el acontecimiento cinematográfico en el siglo xxi.
Jeanne Dielman fue un meteorito en la carrera de su autora, un hito para la historia del cine. Pronto comenzó a hablarse de un “cine feminista” asociado a su nombre, y no sin razón. Akerman eligió conscientemente esta historia para dar visibilidad a lo invisible: la vida de las mujeres comunes quienes sostienen la vida cotidiana de todos aquellos alrededor de ella. Por ello colocó a Delphine Seyrig, famosa actriz de la nouvelle vague francesa, como un señuelo perfecto para atraer la atención que buscaba. Sin embargo, la intención se le salió de control. Akerman defendió su derecho a no ser encasillada por una identidad ni por la obligación de hacer un cine con agenda política. Lo que ella quería era libertad. Incluso cuando fue citada dentro del cine queer, por ser abiertamente gay, también rehuía esa etiqueta. Lo mismo ocurría con su identidad judía, la cual honraba profundamente. Si algo podía definirla, afirmó en varias ocasiones, era ser una hija. Y no lo decía a la ligera. Su madre, Natalia, era la raíz absoluta de todo su ser. Una figura materna cargada de silencios, a consecuencia de la tragedia experimentada en el Holocausto, pero también absolutamente amorosa, entregada, presente. Para Akerman, su madre no era sólo una figura, sino el eje desde el cual se articula toda su creación.
El cine fue, en realidad, un desvío. Chantal Akerman no quería ser cineasta, sino escritora. Y, sin embargo, el llamado que sintió por el arte cinematográfico no impidió que siguiera escribiendo. Escribió sus propios guiones, sí, pero también exploró formas que le permitieron adscribir el texto a la imagen de un modo orgánico, personal. El documental, el cine experimental, la instalación le ofrecieron espacios para escribir sin someterse a la narración tradicional. Un ejemplo claro es News from Home, de 1976, donde escuchamos su voz leyendo las cartas que su madre le enviaba desde Bruselas, mientras la cámara recorre las calles anónimas de Nueva York, como un retrato del aislamiento, de la distancia, del dolor de la separación. Este recurso, la voz en primera persona o la recurrencia al formato epistolar, volverá a aparecer en sus películas, particularmente en las del género documental, pero en la instalación artística hallaría un espacio que conjugaba sus preocupaciones formales y estéticas en un verdadero ejercicio de escritura desplazada. Asimismo, escribió un par de libros en los que practica una suerte de simbiosis con la voz de su madre, particularmente Una familia en Bruselas, de 1998, y Mi madre ríe, de 2013, testamentos íntimos, a medio camino entre el diario, la crónica y la autobiografía compartida. Decir que el cine fue un desvío es quizás injusto. Parte de su obra bien podría considerarse escritura proyectada en la pantalla, como lo confirma el poderoso duelo por la muerte de su madre en No home movie, de 2014, su última película.
La impronta más reconocible de Chantal Akerman es, sin duda, su postura ante el tiempo cinematográfico, misma que podría considerarse casi anti cinematográfica, en la medida en que rehúye los postulados clásicos de la elipsis y el montaje. Akerman se aleja del artificio de la narración que dispersa nuestra noción del tiempo y nos obliga a experimentar, como ella misma afirma: “cada segundo que pasa por tu cuerpo”. Se trata de un cine contemplativo, radical en su aparente quietud, del cual varios autores posteriores tomarían influencia. Esta relación con el tiempo está también vinculada a su linaje judío, donde la idolatría visual está prohibida. Akerman apela a esa resonancia y la convierte en método, haciendo del tiempo y su densidad la materia prima de sus obras, en un gesto abiertamente anti espectacular. La imagen se vuelve un vehículo para exponer el tiempo, para permitir que el espectador habite con toda su conciencia esa duración, incluso si le resulta incómoda. Su marca de autor es mayormente reconocida con esa pesadez, lentitud y abulia. Por ello en la instalación artística encontró un medio ideal. Allí, como ella misma afirma, el espectador puede elegir cuánto tiempo desea pasar frente a sus imágenes. Ya no se trata de retenerlo en una butaca, sino de permitirle una forma de relación distinta con el tiempo como experiencia abierta, en tránsito.
Sorprendentemente, la carrera cinematográfica de Akerman no se concentró los ejercicios de estilo que la reconocen ni en la repetición de una fórmula personal. Fiel a su pasión por el cine realizó más de cuarenta películas, entre las que se encuentran sus hitos artísticos más reconocidos, pero también películas consideradas “tradicionales” en todo el sentido del término: comedias musicales, dramas románticos, adaptaciones literarias. Obras que demostraron, con creces, el talento y la destreza que poseía como realizadora fílmica. Hubo momentos en los que, incluso, se acercó al cine de estudio, con el fracaso de A couch in New York, de 1996, proyecto impulsado por la actriz Juliette Binoche. Sin embargo, sobre ella pesaba la maldición de haber realizado una obra maestra a los veinticinco años, lo cual le impidió encajar del todo en la industria. Akerman fue, en el mejor sentido, una diletante del cine. Probó géneros, formas, registros, pero buena parte de su obra ha sido invisibilizada o reducida por agentes de legitimación como la Criterion Collection, quienes han reducido su legado a un puñado de títulos. Esta consideración fue siempre una fuente constante de frustración. Ser una autora precoz y radical le dio un lugar en la historia, pero no necesariamente ayudó en los embates de la vida diaria. Esa tensión, entre el reconocimiento y la marginación, acompaña toda su trayectoria artística y también su vida, al grado de afirmar categóricamente “I don’t belong anywhere”, declaración que da título al documental de Marianne Lambert de 2015, un cándido y hondo testamento que hace honor a su portentoso legado.
Pese a su diletantismo, siempre podremos sentimos ubicados en sus obras. Hay siempre un exterior / interior, como la formalidad que exige el guion cinematográfico. Su obra es muy afecta a los espacios íntimos, ya sean las cocinas, habitaciones, camas, en donde se construye un adentro, que implica necesariamente un afuera. Es una zona para quien habita, pero también para aquel que es convidado a mirar. Estos espacios son, en ocasiones, atravesados entre la desorientación, el asombro y la familiaridad; son zonas efectivas en su dramatismo, ya que están construidas entre la tensión de lo reconocible y la incertidumbre, tal como su obra, su modus vivendi, que nos convoca a transitar diversas geografías hecha de cuerpos, de miradas, vínculos fraternos y afectivos, que yacen encapsulados bajo un tiempo que se resiste a pasar.
(Ciudad de México, 1976)
Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias, Nada es para siempre y Somos animales en peligro. Bululú autobiográfico. Ha sido becaria del Imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.