Pobre Boba Niña Nice. 2023 / Marita Suavecitx / Fotografía digital de performance
Pareciera que vivimos un momento histórico en que el autor ya no debe preocuparse por qué decir sino cómo decirlo. Podemos pensar que no es necesario buscar algo qué contar, considerando que el tiempo mismo impone las preocupaciones, los temas, y no resulta exagerado decir que el siglo xxi nos bombardea con sucesos violentos que han modificado nuestra historia y resquebrajado el tejido social. Así, la violencia es un material de escritura que ya está ahí y, por ende, importa más preguntarse cómo contar esos hechos, cómo hacer literatura a partir de ellos y de qué forma hacer que el lector entienda que el horror no puede normalizarse, que no puede permitirse que nuestros sentidos permanezcan anestesiados frente a lo atroz.
La marea de violencia que golpea la actualidad ha modificado nuestra sensibilidad y los regímenes de sentido que podemos construir alrededor de fenómenos que se muestran inabordables. Hemos tenido que replantear el uso de las herramientas narrativas para dar cuenta, de manera responsable y puntual, del complejo tejido de atrocidades que nos circunda. La literatura nos ha mostrado que el proceso de intelección de la violencia requiere, sobre todo en nuestro tiempo, de una serie de desbordamientos que rocen otras disciplinas, otras prácticas. Una de ellas es la curaduría, que siempre puede ser una vía útil para desanudar la pesada urdimbre de nuestro presente.
La práctica curatorial aparece cuando la narración de un fenómeno vinculado con la violencia se estanca en su propia irracionalidad. Cristina Rivera Garza ha reflexionado sobre este asunto. Curar, para ella, es una acción que atraviesa la idea de “poner atención a” y “seleccionar” de manera crítica los materiales que se tienen a mano. El escritor, en ciertos casos, se transforma en “curador textual” porque elige el modo de citar, transcribir y reformular frases que concedan a su obra la legibilidad que el mundo ha perdido. “Curar” el texto ayuda a vencer la oscuridad de aquello que, en primera instancia, luce inenarrable.
Entonces, podemos decir que la curaduría hace posible una secuencia narrativa donde antes había caos, fracturas en el lenguaje, retazos textuales e ideas sueltas. Cuando se trata de la literatura que aborda la violencia es común hallar atmósferas de caos y fragmentariedad que subrayan esa aparente condición indecible que pertenece al universo de la violencia. Echar mano de la práctica curatorial en la escritura es una decisión inteligente para sortear ese abismo que se abre entre el lenguaje y la significación de la violencia. Con ojo crítico y con mucho “cuidado”, el escritor contempla las piezas de que dispone y elige los elementos necesarios para que la historia contada se vuelva inteligible. Así, también, va curando el lenguaje. Lo curatorial apela a un desbordamiento disciplinario ineludible para la literatura de nuestros días, una señal de que nuestra sensibilidad necesita ser provocada de otras maneras. Requerimos, en la actualidad, de estimulaciones narrativas provenientes del terreno artístico que fomenten asociaciones más sugerentes en nosotros.
No hay mejor ejemplo de lo curatorial en la literatura mexicana contemporánea que Antígona González, de Sara Uribe. La escritora queretana elige y ordena testimonios alrededor de la desaparición y la búsqueda de cuerpos a partir de un minucioso monitoreo de los medios de comunicación (periódicos, cápsulas televisivas, blogs). Su práctica curatorial teje un texto a partir de segmentos discursivos múltiples que, en conjunto, amplían la profundidad del duelo colectivo y exploran empáticamente las dimensiones de desamparo y desesperanza que enfrentan las personas buscadoras. Pero entendamos esta curaduría también en el sentido de “sanar” la herida que la violencia deja en el lenguaje. Uribe trata de esquivar el vacío de sentido frente al trauma colectivo dejado por la violencia en México utilizando una lluvia de voces y perspectivas distintas que, en suma, claman por justicia y visibilizan el Estado fallido que somete a este territorio.
Por su lado, Diana del Ángel también elabora un ejercicio de curaduría en Procesos de la noche. Esta crónica recupera la historia de Julio César Mondragón, asesinado el 26 de septiembre de 2014, aquella trágica noche en que 43 jóvenes normalistas fueron desaparecidos en Iguala por la policía en colaboración con el ejército y el crimen organizado. Del Ángel intercala la historia de los familiares de Julio César —y su búsqueda de justicia frente a un aparato de Estado que ha negado sistemáticamente la verdad a las víctimas— con una serie de testimonios que trazan la vida ordinaria del joven asesinado en voz de quienes lo conocieron y amaron. De este modo, la curaduría de Diana del Ángel permite el montaje de todas esas palabras que describen, desde la perspectiva de terceros, una vida truncada por el terrorismo de Estado. La autora reúne y organiza los testimonios de manera que, en el libro, la búsqueda de justicia corra en paralelo con el retrato “hablado” del normalista.
De entre los múltiples materiales documentales disponibles sobre la noche de Iguala, Del Ángel opta por acercarse desde la perspectiva más humana posible: la memoria y el homenaje. La autora intenta curar, con el lenguaje y la denuncia, esa herida histórica que el priismo dejó tras de sí en el sexenio de Peña Nieto. Escoger los fragmentos testimoniales adecuados para completar simbólicamente el rostro de quien fuera desollado y abandonado a su suerte es una labor curatorial que, por doloroso que resulte, es indispensable en la galería de atrocidades en que México se ha convertido durante este siglo.
El trabajo de curaduría dentro de la literatura, pues, debe ser asimilado más allá de esa dimensión artística de la que proviene, pues tiene que ver aquí con cierto “cuidado” narrativo, con armar una historia que intente subsanar heridas históricas mediante el uso de la denuncia y la participación social desde la indignación. Aunque los hechos de violencia que nos rodean están ahí y suceden a diario, deben ser sometidos a un proceso de narrativización para llevarlos a la página y, con ello, dimensionar el caos, el vértigo y el pasmo que arrastran consigo. En resumen, los acontecimientos requieren ser “curados” desde el texto y así descifrar esas estructuras de sentido que, desde el Poder, le fueron adjudicadas a los asesinatos y desapariciones que Sara Uribe y Diana del Ángel narran. Estos textos aspiran al saneamiento de las heridas colectivas desde el montaje y la composición de universos narrativos que replican una caótica exhibición museística de lo atroz, lo vulnerable y lo aniquilado. La curaduría es una práctica artística que, entrelazada con la escritura, planta cara a las consecuencias de la violencia.
Marcelo E. Pacheco señala que quien recurre a la curaduría como “acción” está tomando una postura política frente al arte mismo, pues su trabajo curatorial contiene sus propias proyecciones “sobre la concepción del mundo y la construcción de la realidad”.[1] Así, el escritor-curador se ha vuelto una figura notable para las expresiones artísticas en esta era. El acto de “curar” ya involucra un despliegue de posicionamientos éticos y estéticos frente a la violencia y el ejercicio del poder contenidos en la obra. Como lectores, percibimos dichas intencionalidades, somos capaces de entender su ambición narrativa. Uribe y Del Ángel recurren a la curaduría porque no hay otra manera de llevar a cabo el ordenamiento y la disposición narrativa de elementos que conforman el rompecabezas de la violencia. Ellas contrastan testimonios, completan las figuras de lo ausente mediante perspectivas que recomponen el cuerpo, recuperan evidencias del quiebre mental colectivo derivado de la violencia. Su práctica curatorial implica decisiones narrativas que provocan al lector, despiertan en él los sentidos anestesiados por la normalización del horror.
No es gratuito que la curaduría aparezca en contextos de fracturas y de crisis tanto en la memoria como en el lenguaje a mano para narrar lo traumático, como bien lo muestran las obras referidas. Entonces, lo curatorial aquí es una decisión creativa que determina cómo se lee la violencia, pues las secuencias narrativas que se elaboran a partir de esta práctica problematizan la linealidad y muestran una concepción del mundo como algo visiblemente fracturado que necesita ser recompuesto, cuando menos, en el discurso.
[1] Marcelo E. Pacheco, Práctica curatorial, un campo de escritura, Buenos Aires, Prometeo Editorial, 2021, p. 48.
Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Cursó la Especialización en Literatura Mexicana del Siglo xx y la Maestría en Literatura Contemporánea impartidas por la uam Azcapotzalco. Actualmente cursa el Doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Veracruzana.