El mismo lado del mundo

Amelia Aguirre
junio-julio de 2025

 

 

El suicidio es el acto político decisivo de nuestro tiempo, Christian Becerra, de la serie Todo lo sagrado se profana. Intervención directa en dólar americano, 2018


Amenazaba Agustín con su mirada, pero era el cambio de turno y mi compañera ya se iba, me iba a tocar a mí atender a este hombre. Paciente masculino de cincuenta y seis años de edad, con diagnóstico de esquizofrenia, un reciente episodio depresivo mayor y varios intentos de suicidio en años pasados. Mi labor en el hospital era ofrecer un programa de apoyo a personas con enfermedades mentales graves. Eso decía mi contrato y esas eran las labores que desempeñaba. Cuando me dieron el empleo en el psiquiátrico, tenía algunos años de haber terminado psicología. Y no mencioné mis propias ideaciones suicidas en la entrevista, no lo hice. Porque temía que en tierra de ciegos, una tuerta no entraría ni de chiste como profesionista.

A diario veía pacientes que me recordaban mis propios naufragios. Personas con problemas tan diversos, en los que morbosamente empecé a pensar. Incluso después de mi horario laboral. Agustín era un paciente de asistencia regular y tenía, casi siempre, una mirada fúnebre. Él ya tenía su diagnóstico: esquizofrenia. Después de sus citas con su médico, acudía conmigo para algunas preguntas de rutina. Yo llegaba, checaba mi entrada, bebía café y resolvía pendientes mientras las personas citadas acudían conmigo, “la licenciada”, me decían los psiquiatras. Agustín me llamaba “doctora”.

Los médicos y residentes llenaban los expedientes clínicos de cada paciente para que después acudieran conmigo. Las preguntas que les realizaban eran la rutina clásica de la medicina: ¿cómo está comiendo?, ¿qué tal sus horas de sueño? Y entonces, cuando llegaban conmigo, estaban listos para contarme, con una paleta de todos los colores posibles, las historias y los resabios de sus más profundas excentricidades de mes. Éramos del mismo lado del mundo, el lado de los que podríamos pasar al más allá de un brinco y sin chistar, apenas al tener los medios necesarios para buscar el propio exterminio. Lo escuchaba y para mí su vida me hacía sentirlo más cercano que mi familia, como si fuéramos habitantes del mismo laberinto mental, cuya única resolución es irse de una vez y para siempre. Tal vez era yo la que necesitaba una sedación para controlarme y aplacar la avalancha de pensamientos cada mañana. Yo más que él, aunque tuviera puesta, por protocolo, una bata blanca y manejara el argot hospitalario. Agustín me contó sobre las veces que quiso suicidarse. En una, intentó colgarse, pero su familia llegó a tiempo. Para él, a destiempo, demasiado temprano, demasiado pronto. No cumplió su cometido. Y entonces, tuvo que pasar la vergüenza de las preguntas familiares e institucionales. La humillación del suicidio no logrado es el fracaso público de no haber ejecutado un plan que era para todos evidente. Cuando me contaba sobre sus intentos, yo quería saber más y más de sus planes. Quería, quizá por medio de su historia, constatar que lo que yo pensaba sobre mi propio suicidio, tal vez habría tenido alguno de esos penosos desenlaces con mi familia. Escucho a mi madre decirle a algún familiar: “pues fue cobarde, por elegir la puerta falsa, pero Dios la salvó”.

Me decía que aceptaba ser un egoísta, que sabía que no había pensado en el dolor que causaría a su familia. Y justo ahí, me di cuenta de que yo tampoco lo había pensado, que también era una egoísta. Sus ideas de terminar con su vida me daban ideas nuevas a mí. Decía que la vida no valía nada, que estaba harto de ser un don nadie que jamás se le había dado poner un negocio.

—Mi mujer me dejó por otro cuando supimos que tenía esquizofrenia y lo que hice, lo que hice cuando me encerraron.

—¿Qué hizo, Agustín?

—Me salí desnudo a la calle corriendo, sólo quería ser libre. No sé, no recuerdo mucho, sólo lo hice. Y luego llegaron policías, pero en vez de ir al bote, me llevaron a un hospital, y luego me dijeron que tenía esquizofrenia.

Contrario a toda lógica, mientras que los problemas de Agustín a mí me parecían resolubles, que podría tener una esperanza de mejorar su situación y estar bien, a mí me parecía que mis propios problemas me consumían y que la hondura de mi abismo particular se hacía mayor después de cada historia.

Al principio, ir al psiquiátrico y entrevistar a los pacientes me daba un analgésico momentáneo. Pensaba que escuchar a diario una gran cantidad de historias inverosímiles y desgarradoras me hacía ver que mi vida, después de todo, no era tan jodida. Pero apenas llegaba a mi mundo real, el de mi casa y la soledad sombría que tenía delante mío, la sensación momentánea de tranquilidad se iba. Yo vivía sola desde que mi mejor amiga se había muerto por sobredosis accidental. Llegaba a sacar cualquier sobra del refrigerador, la calentaba y comía mientras veía alguna serie de criminales, me empapaba de locuras ajenas y me dopaba con el sufrimiento lejano de otros. Porque real o ficticio, era ajeno a final de cuentas.

Llegaba la noche y me acordaba de los pacientes que había visto en la mañana: ellos al menos tienen a alguien que encontraría su cuerpo, quizá aún tibio. Yo qué, mínimo pasaría una semana para que mis padres se percataran de mi ausencia en el grupo de Whatsapp. Mínimo Agustín, Carmen, Alejandro y todos los pacientes que podía recordar, tienen a alguien que los lleva al hospital a sus citas, alguien que está ahí, alguien con quien compartir la mesa y alguien que tal vez puede sostener su autodestrucción. Gracias a las historias de Agustín, me di cuenta de que lo que me detenía a matarme era justo que nadie iba a detenerme.

Sabía que no pertenecía a nadie, a ningún lugar, a ninguna familia, a ninguna institución. Como mínimo, yo anormal sí era. ¿A poco va a ser normal que una suicida en potencia sea quien entreviste personas que quieren suicidarse?, ¿a poco es sano? No les dije nada a mis superiores. Necesitaba el empleo. Necesitaba ese dinero para cumplir un día mi plan, o en todo caso para evitar el sufrimiento en lo que la muerte llegara.

Antes de lo previsto, me tocó nuevamente ver a Agustín. Había pasado con su psiquiatra a comentarle que necesitaba ajuste y disminución de su medicamento. Y enseguida, pasó conmigo. Lo vi deshecho como nunca. Su rostro desencajado y su mirada asustadiza era algo que nunca había visto en él.

—Doctora, ya me volvieron a recetar.

—¿Cómo está?, ¿cómo se ha sentido?

—Hoy no me tocaba venir.

—¿Por qué adelantó su cita?

—La mera verdad quería venir con usted. Me siento muy mal, de la chingada, oiga. Soy el culpable, doctora, soy el culpable. Estoy pensando puras pendejadas. Y soy responsable de cosas que no quiero…

Agustín lloraba profusamente. Tomé un kleenex y se lo extendí.

—Dígame, por favor, ¿por qué se siente culpable?

—Es mi culpa, doctora. Tengo malos pensamientos, tengo deseos.

—¿Qué desea?

—No sé si yo quiero eso. Pero son pensamientos que siguen y siguen. El doctor dice que son voces, pero no hablan, sólo desean cosas.

—¿Qué desean esos pensamientos?

—Que todo termine ya. Estoy harto. Dicen que mejor debo morirme y que todos se mueran también, que ya se acabe el mundo.

—¿Qué más le dicen?

—Nada. Pero es que está sucediendo.

Agustín jalaba las mangas de su sudadera como si quisiera esconder sus muñecas y sus dedos en la profundidad de la tela. Apretaba la mandíbula y me dio la impresión de que iba a levantarse y golpearme. Pensé en cómo podría contener su aparente crisis antes de salir por los guardias de seguridad y los enfermeros.

Intenté distraerlo siguiendo el hilo de su historia.

—¿Qué más te dicen esos pensamientos?

—El otro día deseé que un perro matara a alguien. Prendí las noticias y un perro pitbull mató a una niña en un pueblo. También, la otra vez quise que se murieran más y más y después comprobé que sí había pasado… Prendí la tele y en las noticias dijeron que encontraron fosas con gente muerta. Ya no quiero pensar, doctora, porque todo lo que yo pienso se cumple.

—Pero no todo lo que desea ocurre, Agustín. Tal vez son coincidencias, ¿no cree?

Agustín sacó las manos de su sudadera convertidas en puños. Azotó el escritorio. Un sudor recorrió mi cuerpo. Le dije tajantemente:

—Pero no todo lo que desea ocurre, Agustín.

—Sí, ¡sí pasa! En las noticias salió que los narcos mataron a ladrones y secuestradores ¡y yo pensé eso antes! Ya no quiero prender la televisión, doctora. No puedo detener mis pensamientos. Quiero acabar con ellos, mi cabeza los tiene ahí.

Agustín levantó sus manos, aún temblorosas, y se tapó el rostro. Con los ojos enrojecidos, la nariz y la frente ya hinchadas, a borbotones de desesperación, pensé en que seguramente venía ya una crisis. Tardé en reaccionar y para cuando estaba pensando en salir del consultorio, se levantó él primero.

—Deseo mi propia muerte, pero eso aún no ocurre.

—Agustín, ¿ya le comentaste esto a tu doctor? Esto que escuchas, esto que deseas…

—No, doctora. Y no le vaya a decir, por favor. No quiero más medicina. Por favor, no le diga… Mire, doctora, para que vea, casi todo lo que yo pienso sucede… Y vine a verla para despedirme… ¡a usted le voy a desear cosas buenas!

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Amelia Aguirre

(Guadalajara, 1989). Psicóloga, Maestra en Ciencias Sociales por la Universidad de Guadalajara. Estudia e investiga sobre desigualdades urbanas. Docente. Camina y escribe sobre la ciudad.