Pedí un préstamo bancario
para recorrer el país besándote
en la noche de los cajeros automáticos.
Este es mi paso por la tierra:
el grafiti que me dejas frente a
las cámaras de seguridad,
el asalto a la memoria
de las grabaciones.
Metes la mano a ciegas.
Tientas palpas.
La caricia no te da la imagen del placer
porque una hipoteca
nos ata desde el nacimiento.
Quisiera ser la moneda de cambio
de una nación inexistente,
dormitar en tu bolsillo
como un trasto inútil y olvidado;
danzarte en la mano mientras tus dedos
hurgan en mi torso.
Podríamos hacerlo en una avenida,
un cerro, una casa,
pero nos gusta aquí
donde maquetamos una realidad endeble
pese a la mirada metálica de los visitantes.
Mañana es lunes,
los segundos de este crédito
están contados.
Las cifras corren, cientos entran,
cientos salen,
un grito, un infante,
el espectáculo incinerado
de nuestros labios;
estas palabras de cartón
recubiertas con yeso,
como una bala que se cuartea
al tocar el aire.
Un hombre se indigna,
los carros amortiguan
su reproche.
No lo mires,
deja que esta lengua
a piel abierta
se le amase en sueños
y no pueda tocar cama
sin temer la pesadilla
de sus ahorros custodiados
por dos mujeres que se besan,
que se enroscan, que se rasgan,
que naufragan a tirones
porque ya no puedo quererte
sin la mugre de este mundo
briago de mercado y pobres.
Este cajero no es nuestro,
es del huésped sin hogar
que tiende una manta
en los inviernos
para esperar su turno
de vivir.
Se desmorona
l e n t a m e n t e;
es porque te estoy dibujando
en la espalda
el nombre de las aves.
Nos desmoronamos
con él.
Pero el manual
de la ternura
continúa intacto.