Traspasando límites. Migración afgana

Genoveva Castro
abril-mayo de 2025

 

 

Federico Cuatlacuatl, Timekeepers of the Anthropocene: Mochich Xihuichichikilo, 2024, video con audio/proyección sobre bastidor, 8:04 min. Estudio Federico Cuatlacuatl


En el otoño, Marziyeh señaló los árboles rojos y dijo: darakhtan qarmez, darakhtan quiere decir “árboles” y qarmez es “carmesí”. Un momento alegre de unión entre el persa y el español. Carmesí en ambos idiomas tiene su origen en el árabe. Aunque yo le enseñaba inglés, no pude evitar la emoción.  Marziyeh es de Kunduz, en el norte Afganistán. Si bien su lengua madre es el dari, habla persa porque vivió también en Irán. Varias veces me preocupé porque no contestaba mis mensajes de texto, hasta que su hija me explicó que Marziyeh no sabía leer ni escribir el alfabeto romano. Con una mente abierta aceptó aprender. Sus seis hijos están estudiando y entre ellos hablan turco porque antes de llegar a Estados Unidos como refugiados, estuvieron por varios años también en Turquía. 

Cuando comencé mi voluntariado en New Haven, Connecticut, con una agencia de reasentamiento que ayudaba a refugiados e inmigrantes recientes en 2022, pensé que trataría con hispanos. Las historias sobre las caravanas que viajaban desde Centroamérica hacia el norte dominaban las noticias. Al ver la solicitud de voluntarios que hablaran español, pensé que podría contribuir. Para mi sorpresa, me pidieron que trabajara con refugiados afganos, una población que era necesario reasentar a una velocidad sin precedentes en New Haven.  

La inestabilidad y los conflictos políticos en Afganistán se remontan a décadas atrás.  Después de una intervención militar de veinte años, las tropas de los Estados Unidos se retiraron del territorio afgano en 2021. La partida contribuyó al regreso de los talibanes al poder. El gobierno totalitario y fundamentalista, así como los altos niveles de pobreza, han obligado a la población a buscar caminos alternativos en otros países. Según cifras de las Naciones Unidas, actualmente hay 6.1 millones de afganos desplazados al interior y fuera de su país. Constituyen la tercera población desplazada más grande del mundo.

Una de mis experiencias con la gente afgana fue mediante un proyecto que tiene como objetivo interactuar con un inmigrante reciente, enseñarle inglés básico y mostrarle la ciudad. Fue así como conocí a Marziyeh, ella tenía tan solo tres meses en New Haven. En nuestro primer encuentro, un intérprete contratado se conectó telefónicamente con nosotras, él estaba en Rusia.  Lo que más recuerdo es que no había una palabra equivalente a “voluntaria” en dari. Con el tiempo no importó porque nos convertimos en amigas. Un concepto universal.

En las visitas posteriores no volvimos a tener un intérprete, la comunicación era compleja. El urdu tiene mucho vocabulario que viene del persa y como hablo urdu, podíamos comunicarnos con palabras sueltas. Afuera del supermercado con gran seriedad me dijo que tuvo una hija que murió en Irán. Esto me lo explicó contando con los dedos hasta el siete, y luego pronunció la palabra faut que yo sabía significaba “muerte”. No había tenido seis, sino siete hijos. Muchos meses después supe que no tuvo los recursos para atender la enfermedad de la niña que era una bebita de meses. Expresó que, si me dijera todo lo que le había pasado en la vida, yo no lo creería.

Marziyeh me habla de su padre que vive en Irán. Dos hermanos más están en Alemania. Nuestras conversaciones son presididas por sus hijas que conforme pasa el tiempo saben más inglés y pueden comunicar lo que les ha ocurrido. La hija mayor relata que hay una gran cantidad de afganos que cruzan la frontera y se quedan en Irán. Sin embargo, las condiciones de vida no son necesariamente buenas, denuncian la discriminación en su contra. Opinan que, para ellos, la situación era mejor en Turquía. Aunque el turco no está emparentado con el persa y aprender la lengua fue un reto, culturalmente hay similitudes. Los Estados Unidos, en cambio, es radicalmente distinto. No tengo capacidad para dimensionar lo que han vivido. La flexibilidad necesaria para esas transiciones me hace pensar en los contorsionistas, que con enorme elasticidad en el cuerpo logran adoptar posturas inusuales.

Asistí a la plática de la activista afgana Hossna Samadi, quien llegó a New Haven como refugiada de su natal Kabul en 2016. Ahora ella ayuda a las personas que vienen en programas humanitarios. También es fundadora de un colectivo que promueve el bienestar psicosocial de mujeres inmigrantes. En su conferencia, hace alusión a la prohibición de la educación de niñas durante el gobierno talibán. Por esta razón, estudió de forma clandestina junto con otras pequeñas, en un sótano, cada día en un horario distinto para evitar ser descubiertas. Con el objetivo de no levantar suspicacias, las alumnas no llevaban libros, cuadernos o lápices. Lo único que estaba permitido era que tomaran clases de costura. La maestra pretendía que era costurera y mantenía máquinas de coser por si acaso alguien aparecía y las cuestionaba. Aprender sobre el mundo era un crimen. Después de la caída del gobierno talibán, Hossna continuó su educación de manera abierta. En zonas rurales de su país enseñó a otras mujeres a leer y escribir. Años después logró conseguir el permiso para vivir con su marido y dos niños chiquitos en Estados Unidos. Aprendió inglés. Resalta que esa lengua era fundamental para su vida, pero también para comunicarse con sus hijos que han crecido en New Haven. Estudia además una carrera en la universidad del estado.

En la charla, Hossna tiene que controlar sus emociones al decir que su madre murió lejos de ella en Afganistán, víctima de COVID durante la pandemia. También narra el dolor de llegar a un lugar nuevo y dejar todo atrás, familia, amigos y aquellas mujeres y niñas que necesitan una educación. Se disculpa de los errores gramaticales que comete al hablar, pero su inglés es bueno y es una oradora excelente. Me inspira lo que ha logrado, sus convicciones, perseverancia y bravura. Meses más adelante acudo a una exposición organizada por su fundación. Una de las iniciativas es enseñar fotografía y promover la expresión artística entre las inmigrantes recientes. En el acto hay una intérprete que traduce al pashto y otra al dari. El acontecimiento fue muy concurrido, veo numerosas mujeres afganas. Una de las oradoras denuncia la reciente ley talibán que prohíbe a las mujeres hablar en público. La exposición es la antítesis de la ley.

Maryam, la hija mayor de Marziyeh, es admitida en un curso creado por una mujer iraquí. Consiste en un entrenamiento de seis meses en el que mujeres refugiadas reciben una beca que combina trabajo en un café, educación y actividades comunitarias. Maryam me invita a su fiesta de graduación. Al entrar veo un letrero en inglés, árabe y español que dice: “Nuestra misión es construir y fortalecer el poder de mujeres de tierras colonizadas u ocupadas y que buscan refugio.” Entre las mujeres organizadoras y participantes hay varias mexicanas. La iniciativa me llena de esperanza y la fiesta en la que solo hay mujeres es muy alegre. Me uno a los aplausos rítmicos alrededor de las chicas que bailan solas al centro de un círculo. Miro el apoyo mutuo entre todas ellas y pienso que es una fortuna de incalculable valor, un perfume en la piel.

En la fiesta reconozco a una joven mujer afgana que había participado como intérprete en la exposición fotográfica. Su nombre es Sitara y ella es de Wardak, en el norte de Afganistán. Estudió psicología y habla muy bien inglés. Lleva un hermoso y llamativo collar que alabo y me cuenta que su madre se lo acaba de enviar. Toda su familia está en Afganistán, ella llegó como refugiada sola a los Estados Unidos. Su semblante alegre y conversación amigable me atrapan de inmediato. Es una chica que forma parte de múltiples organizaciones. Nunca ha escapado a mi atención la dificultad de vivir en otro país, hablar una lengua extranjera y adaptarse a otra cultura. Sin embargo, la migración forzada es una experiencia a otro nivel. Lograr una vida exitosa en esas circunstancias es admirable.

Marziyeh y Maryam me enseñan la palabra persa zanbur que quiere decir “abeja”. El vocablo está compuesto por dos partes, zan que significa “mujer” y bur “zumbido”. Pienso en las mujeres afganas de New Haven que vuelan con la tenacidad de las abejas, mientras resuenan sus voces, se mueven traspasando los límites geográficos y de género que el mundo les ha impuesto, desafían las barreras.

Al asumir el cargo en 2025, el presidente Donald Trump declaró suspendido el reasentamiento de refugiados. Un programa que ya estaba destinado a una fracción sumamente pequeña de individuos ahora es inexistente. La poetisa afgana Somaia Ramish escribió: “Carga poemas como pistolas/ la geografía de la guerra te llama/ a las armas.” Exiliada en los Países Bajos, considera sus palabras las herramientas de su lucha. Tengo la certeza de que continuaremos escuchando el repiqueteo de las valientes voces afganas, sobre todo las de las mujeres. Los intentos de silenciarlas han detonado su fuerza interior.

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Genoveva Castro

(Ciudad de México, 1974). Estudió en la Escuela Nacional de Antropología, El Colegio de México, la Universidad de Londres y el doctorado en la Universidad de Washington. Es especialista en lengua y literatura del Sur de Asia. Actualmente es profesora en la Universidad del Sur de Connecticut, en la costa Este de Estados Unidos. Ha publicado crónicas y ensayo en Letras Libres, Este País, Punto en Línea y Casapaís.