El racismo a la inversa no existe, Mar Coyol, 2022
It's scary to watch someone you love go
into the center of himself and confront his fears.
Eleanor Coppola sobre
Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse
Toda historia entraña otra historia. El libro es un amasijo de ecos. Y en el paseo por y en el libro escuchamos voces. En El corazón de las tinieblas lo que obsesiona a Marlow es una voz que crece conforme la trama se desarrolla; Kurtz no es presencia, pues tan sólo es un despojo que lentamente va desapareciendo como cuerpo; es más bien semejante a una idea que se apaga en el delirio. Sin embargo, su voz persiste como si fuera la voz de todos los tiempos, de todos aquellos que transitan entre mundos, ecos de los que penetran en los aros de lo desconocido, aquellos temerarios que se lanzan a las aventuras insondables de la palabra más allá de la palabra. Leyendo El corazón de las tinieblas se recuerdan los héroes o anti-héroes que reclaman un espacio en el núcleo de la incertidumbre: la duda, el enigma, lo que no se puede explicar del “alma” humana; aquello que nos impulsa a lo extraordinario y que es, a fin de cuentas, el destino de la osadía.
Lo que nos arrastra a los viajes, al movimiento, a la transformación, ha sido obra de personajes y de autores que, viajeros igualmente, han hecho de su imaginación, una poderosa herramienta que cimenta mundos posibles: la literatura es vida en sus más profundas y paradójicas manifestaciones. La novela de Conrad se trata de temperamentos impredecibles y por eso fascinantes; personalidades curiosas, rastros de peregrinajes únicos pero, al mismo tiempo, compartidos por todos: la huella de la alteridad es la más apremiante, pues ¿quién no ha navegado hasta perderse en el lóbrego mar de nuestro propio inconsciente?
También El corazón de las tinieblas tiene ecos concretos; nos recuerda a Arthur Rimbaud, el “anti-poeta” genial que decide trastocar su vida para buscar minas de oro en África contradiciendo, enigmáticamente, su vocación poética. De igual manera, también existe un eco de El castillo, de Franz Kafka, mediante múltiples y sugerentes colindancias con respecto a la caracterización del agrimensor y su problemática: un nudo de confusas previsiones cuasi delirantes. El universo de ese cazador de marfil es tan fascinante y ominoso como lo es la vida de un siniestro castillo que representa una autoridad infranqueable. Entre dioses y tribunales, el universo de estas novelas nos encara frente a la pequeñez del explorador nimio que se aventura lejos de casa para transformarse siendo viaje.
Es por lo anterior que, ante todo, El corazón de las tinieblas tiene un correlato fundamental con la Odisea. Y la Odisea no sólo como el viaje de un retorno, sino como el motor narrativo de las grandes paradojas humanas: regresar a casa, incluso, pese al llamado de las Sirenas, es decir, de lo desconocido. Atarse al mástil es el gran gesto del sedentarismo y por él nos obligamos a regresar, a retornar al mundo previsible, único, ese universo de la casa que nos reincorpora al mundo organizado de las “buenas” costumbres. Pero cabría preguntar, ¿no es el canto de las Sirenas, precisamente, es decir, la lumbre de lo desconocido por excelencia, el embrujo de la aventura —incluso la poesía— y el poder de transformación propio de los pueblos representados en su colectividad mediante la figura de Odiseo? También en El corazón de las tinieblas, la voz de Kurtz se convierte en una especie de canto enigmático y Marlow lo escucha como un símbolo multívoco que atraviesa la gran cicatriz todavía abierta de la compasión humana: eso hace que Marlow no juzgue a Kurtz como un simple cazador de marfil; lo que ese personaje entraña es la asombrosa e indescriptible porosidad falible del “corazón” humano. Ello no querría decir falta de integridad, sino que aludiría, más bien, a un poliedro de paradojas que trascienden los simplificados mecanismos de la justicia. En la jungla, la justicia no es la de la razón, pues no cabe razón en lo salvaje sino compasión, aquella honda y punzante; la que sólo podemos sentir cuando alguien se muere delante nuestro.
La Odisea plantea muchas reflexiones a la luz de la metáfora del corazón de las tinieblas pero no precisamente por el papel que juega Odiseo en la obra, sino por el enigmático y sobresaliente escenario de Penélope, la silenciosa. Si seguimos la lectura de Adorno y Horkheimer que observan en Odiseo una suerte de representación primigenia de la “razón ilustrada” ya que es el primer portador de la “razón instrumental” y “totalitaria” —cuestión discutible a la luz de la observación atenta del Neoclasicismo en la construcción de la razón ilustrada de la “modernidad”—, podremos advertir un esquema más complejo cuando nos detenemos en el papel de la mujer que espera, y en lo que hace para alargar el tiempo y jugar a su favor. Si bien a Penélope parece reservarse el solemne estrado de la “amada” impecable en el estratificado y moral universo griego, también es la portadora de ciertas argucias secretas. Mediante ellas logra mantener su casa, cuidar los bienes familiares y proteger la honra de Odiseo. ¿Qué significa la inteligencia de Penélope? Resulta una especie de correlato en tierra de las argucias de Odiseo en el mar. Penélope es así, la cultivadora de la imaginación. Su viaje es interior y lo reconstruimos gracias a nuestras elucubraciones como lectores. La idea del cuidado de un patrimonio habla de una fuerza singular; Penélope no es frágil, tiene la misma entereza que todos esos navegantes, protagonistas de ese suertudo don que los obliga a escribir y a contar su historia: desvelar su corazón en tinieblas.
A menudo me imagino a Penélope contando su historia: es una historia interior —de sentimientos, soledades y duelos—, su corazón también se halla cifrado: nadie lo ha escuchado latir y es difícil adjudicarle una voz concreta: quizá se parece más a un eco —pues no puede abandonar la oralidad—, a una resonancia infinita entre siglos de generaciones de mujeres silenciosas, a un laberinto de músicas dispersas. Por siglos, Penélope —que no es una sirena ni una musa ni una diosa— teje una voz. Es una voz enigmática, porosa, cambiante, una suerte de colonización de los silencios. Me parece, así, que la efigie de Penélope es, de alguna forma, la conciencia poco ilustrada —para continuar con la terminología de la Escuela de Fráncfort—, de un universo apenas susurrado pero igual de estimulante, fuerte e imaginativo tal como sucede con el de esos navegantes aguerridos, exploradores de mundos ignotos, que dejaron siempre a alguien a quien amaban a la espera, a la espera de un retorno incierto. Odiseo regresa felizmente, pero eso sucedió porque es un héroe y los héroes nunca decepcionan: su historia es feliz. Kurtz, en cambio, romántico, no lo logra, su viaje es descarnado, un descenso, un delirio, es el mismo que el de la Vorágine colombiana, que el del subsuelo ruso, que el del lobo estepario que se entrampa: son caminos cruzados por el dolor de sus secretos.
Nada nos asombra más que leer sobre el mar; la poesía del mar es infinita y Conrad explora, con magistral belleza, lo insondable; el alma tenebrosa y enigmática de sus personajes está paradójicamente trenzada a su técnica episódica y a su bello lenguaje. Releí El corazón de las tinieblas con zozobra, con la sensación que tenemos cuando algo muy lejano nos compete y nos envuelve por completo con su hechizo. Mientras leía, la voz de Penélope, un eco de esperas y otros viajes, me atrapó en la urdimbre del tiempo que no pasa sino que salta, regresa y vuelve a casa.
Escritora y doctora en Letras por la UNAM. Autora de los libros Barrio Verbo, Notas inauditas y Memorias tullidas del paraíso, entre otros. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.