Ilustración: Guadalupe Urbina
A José Hernández Prado,
con amistad y gratitud
Tanto los relatos Heart of Darkness, de Joseph Conrad (1857-1924) como The Man who would be King, de Rudyard Kipling (1865-1936), dos escritores contemporáneos entre sí, tienen como asunto una aventura imperial británica, aunque en diferentes escenarios y tonos diversos.
El primero, como La Vorágine de Rivera, no es sólo una inmersión en un espacio toponímico determinado, la selva, sino una incursión en lo salvaje, en un espacio moral, más abstracto y totalizador, que compromete a la idea moderna del progreso y a las zonas más oscuras del corazón humano. La selva es un lugar geográfico, lo salvaje es un concepto. Lo salvaje consiste en la destrucción o profundo deterioro de la vida civilizada. En estas dos novelas, el hombre y la selva se encuentran para revelarse con toda la crueldad de que son capaces. Lo salvaje es una presencia evidente en la selva, con todo su misterio, su violencia, su crasa inhumanidad, pero es también, sobre todo, una proyección de los impulsos inconscientes más agresivos e inconfesablemente perversos del ser humano y, por ello, el encuentro, el contacto entre el hombre y la naturaleza, a pesar de sus abismales diferencias, resulta en ambas novelas curiosamente simbiótico.
Pero Heart of Darkness y The Man who would be King arrojan, en su paralelismo y contraste, una invitación, rica en luces y sombras, a reflexionar acerca de ese complejo fenómeno histórico, político y cultural que llamamos imperialismo. No voy a entender el imperialismo como la última fase de desarrollo del capitalismo, como quería Lenin, sino como la extensión de un poder hegemónico en territorios ajenos para apropiárselos y ejercer en ellos, como he dicho ya, su poder y dominio, a partir de la creencia en su superioridad moral, racial, tecnológica y cultural. Los ejemplos históricos abundan: el imperio romano, el español en América, el napoleónico, el británico, el austrohúngaro, el soviético, el imperialismo norteamericano (digo imperialismo y no imperio porque, aunque se anexó territorios con su doctrina del destino manifiesto, lo que Estados Unidos ha hecho es ejercer un dominio económico, estratégico y político, tecnológico y cultural de carácter global).
Mientras El corazón de las tinieblas presenta en la selva, en lo salvaje, la imagen del imperialismo como deterioro de la vida civilizada, de una manera trágica, casi metafísica, “El hombre que fue rey” construye su sátira, su caricatura: narra la suerte tragicómica de dos pícaros ingleses que, en medio de la aspereza casi infranqueable de las montañas de Afganistán buscan —imperialistas que ignoran que lo son— un reino para reinar.
El origen del argumento de El corazón de las tinieblas está en el viaje de navegación que el mismo Joseph Conrad, marino británico, hizo en 1890 por el río Congo[1] y en las atrocidades cometidas por los europeos de que fue testigo. El posible encuentro entre los dos personajes de la novela, Marlow y Kurtz, se parece al del periodista y negrero Henry Morton Stanley, que se internó en la selva africana en busca del desaparecido Dr. Livingstone, a quien encontró en 1871 gravemente enfermo, historia cercana a la narración de Conrad. Pero un antecedente quizá más verosímil es la exploración del mismo Stanley en auxilio del médico, aventurero, naturalista y explorador alemán Emin Pasha (1886-1889). El siglo XIX está plagado de exploraciones europeas en África, todas tristemente célebres, pero ninguna como las que financió el rey de Bélgica Leopoldo II, uno de los mayores canallas y genocidas de la historia. En la Conferencia de Berlín (1884-1885), a la que no asistió ningún nativo, los países europeos decidieron que el Congo fuera propiedad privada del rey Leopoldo, quien, en aras del progreso y de su beneficio personal, utilizando los servicios del perverso Stanley, convirtió al Congo en un país de mancos y de diez millones de muertos. Sobre sus víctimas, el rey se convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo. Muchos denunciaron el horror en informes puntuales, pero ninguno tan famoso como el Informe Casement, realizado por el cónsul irlandés Roger Casement que, a su vez, sirvió de tema a la estupenda novela El sueño del celta (2010) de Mario Vargas Llosa.
En El corazón de las tinieblas, Marlow, el marino y principal narrador de la historia, se adentra hasta las fuentes del río Congo para entrevistar y rescatar a Kurtz, un europeo comerciante de marfil, desaparecido en la selva. Poco a poco iremos descubriendo que Kurtz ha enloquecido hasta hacerse venerar, mediante el terror, por los nativos, como si fuera un dios. “Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se convirtieron en reyes”.[2] Marlow navega días enteros en el río para dar con su fuente, su corazón, donde reside ese ciudadano británico que se ha convertido en sangrienta autoridad. Marlow escucha, a lo largo de las estaciones del río a diversos narradores que dan testimonio de él y engrandecen y mitifican su figura. Están los empleados, los contadores, los publicistas (aquel charlatán de pantalones parchados como un Arlequín, quien afirma que su jefe “es un genio”), todos admiradores incondicionales de Kurtz. Ve, en los márgenes del río, cabezas decapitadas y empaladas, signos del poderío dictatorial y terrorífico que ejerce aquello en que se ha convertido el ciudadano Kurtz, ahora rey del marfil. Totalmente calvo, su conversación es elusiva y enigmática. Marlow se entera de casi todo lo relativo a Kurtz a través de testimonios de terceros. Kurtz está mortalmente enfermo, de modo que rescatarlo vivo es inútil.
Kurtz y sus obras constituyen el mejor ejemplo de lo que quiero decir con la expresión “lo salvaje”. La selva africana, con su carácter inexpugnable, es un misterio y un enigma. Se adivina, más allá de las orillas del río, la acechanza de riesgos, peligros, de lo desconocido: una gigantesca interrogación geográfica, una geografía indiferente y naturalmente cruel e inhumana. Sin embargo, como la Amazonía, su inocencia es edénica: así la hizo Dios y vio Dios que era buena. El narrador, Marlow, refiere la historia a sus compañeros desde un velero anclado en el estuario del Támesis, que alguna vez fue también una selva. Su personaje, Kurtz, es un civilizado que, guiado por la codicia, pretendiendo competir con el misterio de la selva, sin respetar su inocencia, se ha infiltrado en las entrañas de lo salvaje y las ha profanado, convirtiéndose en un monstruo, en lo salvaje. Es una rendición, una capitulación. Es un hombre civilizado que se transforma, a partir de sí mismo, en algo cruel y enigmático. Es como si la inocencia salvaje de la selva le hiciera potenciar hasta la monstruosidad eso que ya había en él, eso que ya era él. ¿Qué experiencias, qué visiones, le hacen exclamar a Kurtz varias veces, hasta el final de su vida: “¡El horror!, ¡El horror!”, lo cual significa que este hombre es a la vez agente y víctima de ese horror que proclama.
Puedo arriesgar algunas inferencias: primera, la formulada por Borges en estos términos idealistas: las “orillas de ruinas y de selvas bien pueden ser una proyección del abominable Kurtz, que es la meta”,[3] es decir, el hombre civilizado se contempla a sí mismo y encuentra, con vértigo, con horror, en lo salvaje de la selva, un espejo de sí mismo; ha descubierto que ese innombrable salvajismo es una proyección de su propio yo, que el horrendo paisaje es una representación de su conciencia y ha visto allí, casi en estado puro, “el mal en el hombre”, latiendo en lo más hondo de su intimidad; segundo, ha penetrado en las entrañas de lo salvaje y no ha logrado evitar ni defenderse del vértigo de su poderío.
Es evidente que la crueldad dictatorial que ejerce sobre los negros (muy semejante a la del lejano Leopoldo II y del cercano Stanley) no procede de un intento ciego de venganza contra la inhumanidad y hostilidad de la selva y sus habitantes, sino de la ambición de poder, que pretende imponerse a la inocencia de la selva, precisamente más desafiante y provocadora por serlo. La inocencia es una tentación y una provocación. El horror radica, entonces, en el descubrimiento, por contraste con la inocencia selvática, de los extremos a que puede llegar la maldad humana, y en la posibilidad de convertirse en otro, en alguien totalmente distinto de lo que se es, alguien monstruoso e irreconocible para sí mismo. Pero no se trata de la maldad humana considerada en abstracto, porque eso es una noción situada en el plano mítico del conocimiento: se trata de una maldad concreta, histórica y socialmente condicionada. “La barbarie”, escribe John Gray, “no es una forma de vida primitiva, sino que se trata de un desarrollo patológico de la civilización”.[4] Es decir, de un desarrollo egoísta, incontrolable y destructivo del entorno, humano y natural, para sacar provecho de él. La abismal distancia entre los dos tiempos de Kurtz, el de antes de la selva y el de después, aparece mostrado con elocuencia en la entrevista que Marlow sostiene con la prometida de Kurtz, quien nos ofrece una imagen de su amante ya muerto en África, como la de un correcto ciudadano británico, bondadoso, emprendedor y enamorado de ella. La transformación de Kurtz nos conduce a reconocer la complicada arquitectura de nuestro aparato psíquico. La ambición y la avaricia, en contacto con la selva, han roto de una manera bestial las cadenas que la ataban a la vida civilizada.
Es precisamente el desafío y la provocación de la inocencia selvática, como hemos visto ya, la falta de leyes y autoridades (como en La vorágine) las que hacen posible el abuso, la crueldad, el crimen y la destrucción. De este modo, pues, las nociones de civilización y barbarie alcanzan en El corazón de las tinieblas un nivel de tensión casi insoportable. Por ello, Borges calificó a Heart of Darkness como “acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”.[5]
Es una novela corta profunda, misteriosa y terrible. Una parábola del mal y de la criminal colonización europea de África. Muchos críticos han interpretado la siniestra figura de Kurtz, loco de codicia, como una metáfora del rey Leopoldo. Es muy probable que así sea. Frente a la transparencia casi cristalina de La Vorágine, en la que personajes, escenario, conflictos, son perfectamente discernibles y susceptibles de análisis y conclusiones no muy complejos, la novela de Conrad presenta un conflicto ético de dimensiones casi metafísicas.
Para empezar, la estructura es mucho más compleja: aunque el narrador principal es Marlow, hay múltiples narradores, que se convierten en oyentes, oyentes que se convierten en narradores. El tiempo es flexible: tan pronto fluye hacia atrás como hacia adelante, de tal manera que el presente es tan elusivo e inaprehensible como la personalidad de Kurtz, visto siempre bajo las luces laterales de tiempos que eluden el presente.
Rüdiger Safranski ha escrito, con razón, que no hace falta recurrir al diablo para entender el mal, porque el mal pertenece al drama de la libertad humana.[6] El súbdito británico Kurtz ha elegido, no tanto servir al imperio, como convertirse en él. O quizá —y ahí está el misterio— no tuvo opción. Fue un destino. Lo que muestra Conrad, con ese estricto concepto de la ética que dominaba sus escritos, es cómo la ambición imperial se personaliza en un individuo. Kurtz juega como tal, como individuo, a la rapiña de los imperios europeos, el británico y el belga, y se convierte en un monstruo. Es su reflejo, es su espejo. El resultado es el mismo.
El magistral cuento “Una avanzada del progreso” (“An Outpost of Progress”, 1896), tres años anterior a El corazón de las tinieblas, lo anuncia con una ironía sombría y trágica. Es una crítica severa, sin moralismos, a la colonización europea en África. Cuenta la historia de dos empleados europeos al servicio de una compañía explotadora de marfil, Kayerts y Carlier, enfrentados al mundo primitivo de África y, en apariencia, destruidos por él. Digo en apariencia, porque lo que acaba con ellos no es tanto la selvatiquez, como la competencia comercial, sin regulaciones ni principios, con otro grupo de europeos que se roban el marfil que ellos han acumulado para un barco que llega demasiado tarde, poco después de sus muertes trágicas. Como la civilización sigue al comercio, Conrad, con una perspicacia genial, muestra las contradicciones internas de las operaciones comerciales y cómo ellas desatan, liberan, lo peor del ser humano: la codicia, la deslealtad, el afán de destruir al rival. Y este complejo de móviles internos, en simbiosis con el mundo selvático, configuran lo salvaje, que es lo que los destruye.
En El corazón de las tinieblas, la doble exclamación de Kurtz: “¡El horror! ¡El horror!” resume varios aspectos contradictorios entre sí, cubiertos por la niebla del misterio. ¿Qué significa el horror, en fin de cuentas? Primero, es la mirada de Kurtz a sí mismo: la toma de conciencia de haberse convertido en una personificación de lo salvaje o, en otras palabras, de que la jungla que le rodea, con sus víctimas, es una proyección de sí mismo; segundo, haber visto en la selva algo absolutamente distinto de sí mismo, un medio inhumano al que debe someter incluso con crímenes rituales sobre los nativos; terceroo, que él puede encarnar el mal, y cuarto, que el mal es una desviación patológica de la civilización.
El corazón de las tinieblas es, como La Vorágine, una exploración en la otredad de la civilización. No tanto de la selva, como de lo salvaje, como he afirmado ya. Los explotadores del caucho en La vorágine son seres humanos que, al contacto con la selva, le han sacado provecho económico, escondiéndose sin rendir cuentas a nadie, y terminan comportándose con la cruel indiferencia de la jungla. Al margen de las leyes, sin escrúpulos humanos de ninguna especie, abandonados a sus instintos, los empleadores caucheros explotan miserablemente a los hombres y a los árboles. El mal no reside tanto en la salvaje indiferencia de la selva, como en su encuentro simbiótico con la ilimitada codicia humana. La selva puede ser pulmón del mundo, divertido territorio de exploración geográfica, de descubrimientos asombrosos para el naturalista, estupendo lugar para estudios etológicos, etnológicos y etnográficos, incluso para prácticas deportivas.
En Los pasos perdidos de Carpentier asistimos en la selva a una fascinante exploración en los orígenes de la cultura y de la música. En La casa verde de Vargas Llosa, a una jungla en la cual los personajes se esconden de sus destinos o los realizan. En ellas los hombres importan más que el escenario. Pero en las dos novelas citadas, la selva aparece como un cruel sucedáneo de la mina o la fábrica, signos y símbolos del progreso devastador, de la depredación colonial que tanto Rivera como Conrad denuncian con profundidad. En suma, los valores han cambiado: lo que era barbarie a comienzos del siglo XX es inocencia; lo salvaje, en nuestro tiempo, radica en una corrupción de la civilización, en los instintos depredadores del ser humano y sus políticas destructivas de la naturaleza. “En otro tiempo”, escribió Nietzsche, “el crimen contra Dios era el crimen más grande. Pero Dios ha muerto y con él han fenecido tales delitos. Ahora lo más terrible es pecar contra la tierra y tener en mayor estima las entrañas de lo inexpresable que el sentido de la tierra”.[7]
El otro relato, The Man who would be King (1888) es uno de los mejores del prolífico Rudyard Kipling (1865-1936), un escritor británico nacido en Bombay y contemporáneo de Joseph Conrad. Apareció en la colección The Phantom Rickshaw and other Tales (La litera fantasma y otros cuentos, 1888). Esta historia ha pasado al castellano con varios nombres, según las traducciones: “El hombre que sería rey”, “El hombre que fue rey”, “El hombre que iba a ser rey” y, más libremente, “El rey de Kafiristán”.
Todo texto tiene su momento de encuentro con el lector. Yo lo había leído en 1965 y no lo recordaba en absoluto. La relectura de agosto de 2024, en cambio, me reveló a una obra maestra desternillante, satírica y mítica, un relato al que ya reconozco como inolvidable.
Dos aventureros ingleses, dos pobres diablos —Dravot y Carnehan— sienten que la India les resulta demasiado chica para sus aspiraciones y se internan en algo parecido al fin del mundo, un non plus ultra de la civilización: los valles profundos de la montañosa Kafiristán —al noreste de Afganistán— en busca de un principado (en el sentido maquiavélico) para reinar, como Sancho Panza en busca de su ínsula. Cruzan las fronteras engañando a la gente, Dravot como cura y Carnehan como su sirviente. Luego de un largo y penoso recorrido, encuentran una comunidad primitiva donde descubren que pueden reinar. Dravot se proclama rey y Carnehan su ministro. Se hace venerar como un dios —como Kurtz en El corazón de las tinieblas—. Dravot no es para ellos un ser temporal sino eterno. Los intrusos descubren en los comuneros ciertos rituales semejantes a los masónicos y los desarrollan hasta convertirlos a la masonería. Las aventuras se acometen a mayor honra y gloria de la reina Victoria, lejana Dulcinea que algún día reconocerá y honrará las hazañas que en su nombre han realizado estos caballeros andantes.
Hasta aquí, todo es desternillante. Dravot decide casarse contra la voluntad del pueblo, cuyas reglas prohíben que un ser humano se una con un dios, y elige a una renuente doncella que en vez de darle el primer beso le muerde el labio y le hace sangrar, por lo cual la comunidad descubre que no es un dios sino un mero humano, vulnerable como todos. Ha cometido una mentira imperdonable. Lo despojan de su corona y lo condenan a la pena capital. Carnehan, el sobreviviente, logra recoger la cabeza coronada de su compinche y escapar. Sobrevive el tiempo suficiente -antes de volverse loco y fallecer- para narrar su historia a un grupo de oficiales británicos, una historia picaresca, tragicómica, del aventurerismo colonialista inglés en Asia.
Quizá el mayor asombro —y la primera carcajada— que me ha deparado este relato es el atrevimiento, la naturalidad, la sinvergüencería con que este par de aventureros deciden hallar —y hollar— un pueblo donde reinar; que el objetivo de proclamarse rey de una comunidad perdida en las entrañas de Asia les resultara tan natural. Los dos compinches habían ejercido en la India -que es todo un continente- los menesteres y oficios más variados y disímiles; habían hecho de todo, hasta que, cansados de no lograr nada que les significara algún poder, deciden buscar el reino. La mentalidad imperial, la idea de que un territorio desconocido les debía pertenecer como recompensa a sus esfuerzos, se ha hecho carne en ellos. Si algo semejante han visto hacer a los altos representantes del imperio, burócratas y oficiales de alto rango y ser recompensados con altos premios, ¿por qué no ellos? El asunto es ganar, penetrar en lo desconocido y apropiarse de él, porque suponen que lo recóndito no tiene señorío. Suponen que son tierras vírgenes, carentes de poder y autoridad y para concedérselos están ellos. La comparación con los móviles de los españoles que venían a América resulta inevitable. La diferencia es clara: menos ambiciosos, los peninsulares buscaban “señoríos”, encomiendas, en las Indias Occidentales, no principados ni reinados. Pero Dravot y Carnehan buscan enseñorearse de un reino, proclamarse reyes de lo que fuera. Tienen un modelo y super yo: la reina Victoria. Así que reyes o nada. Príncipes de un principado nuevo. Dravot lleva la delantera en el propósito porque conoce los rudimentos del idioma kafir, de modo que él será el rey y su compinche su ministro. Hasta que todo se derrumba.
He leído con frecuencia que “Kipling es el escritor y apologista del imperio británico en la India”. Nacido en Bombay, criado en medio de las culturas hindúes, conocedor de muchos de sus hábitos y creaciones culturales, entre ellas las del lenguaje, imaginó, inventó y escribió a partir de lo que vio y vivió. “Una guerra de sahibs”, por ejemplo, es un cuento casi bilingüe, tan pletórico de modismos hindúes, que tiene que ser semi traducido al inglés y, desde luego, al español con anotaciones. Lo veo más bien como un testigo comprensivo, casi amoroso, de la India, no un invasor con sentimientos de superioridad. No conozco un solo texto suyo que “justifique” la dominación británica en la India, a no ser que conste en su poesía o en su libro autobiográfico, que desconozco: Something of myself. Pero quienes hemos leído Kim o El libro de la selva o sus cuentos fascinantes solo encontraremos una obra de extraordinaria invención narrativa y de aguda y apasionada observación de la vida hindú, no una justificación o defensa del imperialismo británico.
Sin embargo, hasta Borges, al referirse a Kipling, habla de la “errónea costumbre de juzgar a un escritor por sus ideas políticas”. De ser así, no está solo. Supongamos que Kipling era el apologista del imperio británico en la India. Balzac, por ejemplo, fue un ultraconservador, un defensor de la restauración monárquica de Luis XVIII; sin embargo, sus novelas fueron un testimonio de tal finura de observación y veracidad, que Marx las devoró para ilustrar con ellas los móviles económicos y vaivenes políticos y morales de la burguesía francesa y europea. Dostoyevski fue un ideólogo reaccionario, defensor del zarismo, la ortodoxia rusa y el eslavismo; sin embargo, junto a la de Tolstoi, no existe mejor exploración en las intimidades de la vida rusa del siglo XIX. Vargas Llosa se ha proclamado un liberal de derecha y ha criticado casi todos los movimientos libertarios de izquierda de América Latina y del mundo; sin embargo, no existen en la literatura hispanoamericana contemporánea novelas de tal compromiso como las suyas en la denuncia y protesta contra la explotación social y el despotismo político. Son pruebas de que muchas veces las ideas políticas van a contrapelo de la obra del escritor y que, como sentencia Borges, es un error juzgar a un autor por sus ideas políticas. En suma, veo en el “imperialista” Kipling a un maravilloso observador e inventor de la vida hindú y un imparcial testigo de la vida imperial británica. Cuando en sus narraciones aparecen juicios negativos sobre la India y los hindúes, son emitidos por algunos de sus personajes, no por él. La justificación imperialista está en sus personajes, no en él. Dravon y Carnehan son dos locos aventureros imperialistas a quienes jamás Kipling se adhiere políticamente: al contrario, hace su caricatura y se burla cruelmente de ellos.
La empresa imperialista de los dos compinches puede ser ilustrada históricamente con la figura del estadounidense William Walker, filibustero que a mediados del siglo XIX proclamó, bajo su mandato, las repúblicas independientes de Baja California y Sonora y llegó a elegirse presidente de Nicaragua. Al ser depuesto, volvió a intentar la presidencia de ese país y, gracias a la confederación de cinco países centroamericanos, fue derrotado y fusilado en Honduras en 1860. Pero la diferencia es muy grande: Walker era un hombre culto y un ideólogo del destino manifiesto norteamericano, en tanto que los humildes Dravot y Carnehan no pasan de ser dos pícaros en quienes el espíritu imperialista se ha encarnado de manera inconsciente, lo cual no es menos peligroso.
Kurtz, desde el corazón de las tinieblas, que puede ser él mismo, revela, como en un espejo, no sólo los horrores del imperialismo, sino el deterioro profundo de la vida civilizada que ese sistema de dominación trae consigo. Dravot y Carnehan, desde la hilaridad de su aventura, llegan, como Kurtz, también a la autodestrucción por el menosprecio al otro, a la otredad.
Kipling era un narrador extraordinario, por su inventiva, la soltura para imaginar las historias más insólitas, su maestría para administrar el tiempo narrativo, la riqueza y exactitud de su lenguaje —Borges afirma, citando a George Moore, que “Kipling era, después de Shakespeare, el único autor inglés que escribía con todo el diccionario”—.[8] Elevó ese reino remoto que ocupa el centro de su relato a un nivel mítico y demostró que no puede el imperio —que busca siempre la universalidad a partir de sí mismo— alcanzarlo a costa de lo nativo. Tanto en la intensa narración de Conrad como en la sátira de Kipling el móvil moral de dominar a los demás es el mismo: no comprender al otro sino utilizarlo y dominarlo.
[1] The Oxford Anthology of English Literature, vol. II, p. 1613
[2] El corazón de las tinieblas (trad. Sergio Pitol). La soga al cuello. Madrid, Hyspamérica, 1985.
[3] Borges. “Prólogo a El corazón de las tinieblas y La soga al cuello”. Madrid, Hyspamérica, 1985.
[4] John Gray, El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos. México, Secretaría de Cultura – Sexto Piso – Instituto Veracruzano de Cultura, 2018.
[5] Borges. loc.cit.
[6] Rüdiger Safranski. El mal. Barcelona, Tusquets, p. 13
[7] Nietzsche. Así habló Zaratustra, Prólogo, Madrid, Alianza, 1979.
[8] Jorge Luis Borges. Prólogo a Relatos de Kipling. Barcelona, Hyspamérica, 1987.
(Latacunga, Ecuador, 1944). Profesor y escritor ecuatoriano-mexicano. Maestro en Letras Iberoamericanas por la UNAM. Ha publicado cuentos (traducidos a varios idiomas), ensayos y una novela. Premio a la Docencia de la UAM en 1999. Es Miembro Correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y profesor investigador en la Unidad Azcapotzalco de la UAM.