San Vicente de Paul
—Siempre dijo que quería ser cremada, ella no quería un entierro.
—Comprendo, señora, sólo voy a necesit ar una firma más aquí. Mañana le entregamos las cenizas a las once de la mañana.
Este era un diálogo habitual en el Crematorio de las Voluntarias Vicentinas A.C., uno de mis primeros empleos. Cuquita, una amiga cercana, sospechaba que yo no tendría miedo a un trabajo que implicara tratar con difuntos, ya que, después de mis prácticas de la preparatoria y servicio social en el Servicio Médico Forense, y de observar las más variadas modalidades de decesos en un ambiente lleno de reglas y protocolos, me vendría bien un empleo en el crematorio municipal. Así que me recomendó a sus amigas y fieles creyentes de San Vicente de Paul, patrono de la caridad desde el siglo xvii, ya que necesitaban un operador para su crematorio. Era 2009 y, a los diecinueve años, uno no sospecha que el polvo de hueso es cancerígeno, ni que se requieren ciertas habilidades manuales para operar un crematorio artesanal.
“Muchachas, después de que el cuerpo se haya consumido, apagamos el horno y venimos al día siguiente a darle su tratamiento a los restos”, nos indicó a modo de capacitación Rocío, una mujer de unos cincuenta años, que formaba parte del comité de la congregación de las Vicentinas, dueñas y principales beneficiarias de las ganancias obtenidas por el servicio de incineración. El “tratamiento” consistía en tomar los restos arenosos después de algunas horas de la cremación, cuando ya estaban más fríos y, por tanto, más seguros de manejar. Después, había que triturarlos en un molino de café artesanal, ya que, contrario a la creencia popular, después de someter un cadáver a mil quinientos grados centígrados, no queda arena fina, sino piedrecillas de lo que alguna vez fueron fémur, costillas y cráneo. El procedimiento era casi religioso: sacábamos la plancha corrediza de piedra y los empleados de la funeraria, en su afán caballeroso de cuidar la espalda de dos “frágiles” mujeres, nos aligeraban todo: ellos cargaban y acostaban a los muertos desde su féretro. Solo nos tocaba quitar piezas que no pudieran ser incineradas y desvestirlos.
Desde tiempos inmemoriales se cree que mirar a un muerto puede traer mala suerte, pero quizás el verdadero presagio de infortunios es tomar decisiones por el cuerpo de quien ya no puede opinar.
—Señora, ¿quiere llevar a cabo el procedimiento con todo y ropa o se la regresamos? Eso sí, las botas se las tenemos que quitar, porque son de caucho y plástico, y no pueden entrar al horno.
La esposa del difunto negó con la cabeza y, con monosílabos y señas, nos hizo entender que sólo quería que le quitáramos las botas a su marido. Después de entregar el inflamable calzado y acomodar al señor, encendimos las hornillas.
—Marys, ya casi son las 8 p.m. y aún no creo que vayamos a terminar —le dije a mi compañera después de asomarme por uno de los pequeños huecos de las hornillas y percatarme de que el cuerpo aún ardía sin llegar a la reducción esquelética, lo cual significaba que todavía existían partes blandas sin consumir, y no podríamos irnos a nuestra hora habitual.
—¿Sabes qué? Hay que comprobar cómo va, hay que abrir la puerta.
—¿Qué?
Nunca la habíamos abierto con el horno en pleno funcionamiento. Esa posibilidad era para casos extremos, como en aquellos en los que el difunto no se consumía tan rápido por algún embalsamamiento elaborado. Significaba observar los huesos, el torso, la cabeza y lo que aún existiera ardiendo en llamas. La abrió. Sentimos el calor exorbitante escaparse dentro del pequeño búnker donde nos manteníamos encerradas con el horno. Y vimos la causa del problema: debajo de las costillas, ahora de un blanco luminoso que ardía con los tonos anaranjados de un atardecer a punto de extinguirse, yacían ambos pulmones, pero muy lejos de la extinción. No quedaba nada más; el cabello, la piel, las uñas y el mal que le desearon en vida estaban reducidos a fragmentos por los lengüetazos de las llamaradas. Pero los pulmones lucían intactos y violáceos en su sitio, resistentes al exterminio del fuego y rebeldes a la combustión.
—Marys, ¿cómo es posible esto?
—Quizá esta persona tenía los pulmones más sanos del mundo, hay que esperar un poco más.
—Ponlo en la bitácora —sentenció. Se acomodó el cabello después de limpiarse el sudor y le mandó un mensaje de texto a su novio, para avisarle que no lo vería. Yo le avisé a mi papá que saldría más tarde para que no viniera a por mí a la hora acostumbrada. Después de una hora y media extra del tiempo que era usual en la incineración, apagamos las hornillas y nos fuimos a casa con el acuerdo de regresar a las diez de la mañana del día siguiente para terminar el proceso.
—Marys, no vas a creer esto —dije.
Con los guantes puestos, después de recoger las piedrecillas sueltas que fueron torso que respira y piernas que caminan, tomé un pequeño trozo del tamaño de una cereza, cuya consistencia no era terregosa, sino la de un mango maduro. Era un pequeño pedazo de pulmón; para mí, la señal más clara de que ese hombre no la pasaría mal en el más allá era su resistencia física. Seguro que su destino, incluso fuera en el infierno, era perdurar.
—Esto no lo podemos moler, está blando, es tejido, ¿cómo es posible que no se cremó? ¡Me lleva! Hay que hablarle a Rocío —dijo Marys con preocupación.
Rocío nunca nos contestó el teléfono, y la hora de entregar las cenizas se acercaba. Por inevitable acuerdo, decidimos realizar el procedimiento de molienda a los restos que estaban en condiciones para ello y ver después cuál sería el destino del pequeño insumiso de la lumbre.
—Oye, pero ¿qué hacemos con este pedacito? Es parte del señor también —pregunté, esperando que mi compañera, más experimentada en estos menesteres, supiera qué hacer.
—Pues no podemos prender el horno de nuevo por este pedazo de pulmón, ni se lo podemos echar después a otro cadáver. Tampoco lo vamos a tirar a la basura, es una persona. Yo digo que le demos sepultura… ¿qué opinas si lo enterramos en una maceta y le rezamos un misterio para pedir por su alma?
Me quedé estupefacta ante su resolución de hacerle un mini sepelio al trozo de pulmón, pero acepté, ya que me pareció la única y más justa opción. Durante sus rezos, no sabía si pedíamos por el alma de aquel hombre o por las consecuencias para la nuestra. Al final, arrojamos un puño de tierra en señal de despedida al pulmón indómito. Solo le faltaron plañideras, pero en esos días, ya casi nada me podía parecer extraño.
Ahora, quince años después, lo verdaderamente extraño es preguntarme si mi cuerpo tendrá un procedimiento; si no desapareceré lejos de mi familia en este mar de fosas de cuerpos sin nombres; si, acaso, tendrán las partes de mi temporaria composición corpórea un tratamiento; si es que no formaré parte de las criptas anónimas y hechizas y si, en esas circunstancias, alguien acaso le dirá adiós a alguna de mis entrañas.
(Guadalajara, 1989)
Psicóloga, Maestra en Ciencias Sociales por la Universidad de Guadalajara. Estudia e investiga sobre desigualdades urbanas. Docente. Camina y escribe sobre la ciudad.