Arte urbano: ni “por favor” ni “con permiso”

Danger AK
octubre-noviembre de 2024

 

 

Tijuana. Fotografía: Adamina, Wikimedia Commons

 

Ahí estábamos, inmóviles, en el techo de una tortillería, el Golder y yo, acostados mirando el cielo mientras los “placas” hablaban debajo de nosotros; iban y venían aluzando alrededor para ver donde nos habíamos metido, habían encontrado los botes Krylon que tiramos dos cantones antes, por eso pensaban que estábamos ahí, sólo nos guardamos los tapones que habíamos abierto con clavos calientes para que el disparo de pintura saliera más grueso y así pudiéramos poner nuestro tag más grande que los demás —por aquellos años no era tan fácil conseguir “fat caps”, a menos que alguien te las cruzara de San Diego, no había tanta industria en el graffiti como ahora—. Ya tenían un ratillo correteándonos, pero nosotros conocíamos los callejones de “Villas”, era el barrio del Stem (otro homie del krew), y nos habían tocado ya un par de refuegos en la zona, sobre todo aquella vez que unos compas de él le pegaron a una tienda de tenis y se llevaron un chingo de cajas para descubrir que todos eran izquierdos; qué cura agarramos cuando nos acordamos de ese jale, solo agarraron a uno, como tres años marcó ese vato en la pinta, pero no dijo nada ni puso a nadie, y ya cuando salió, quiso poner de moda lo de llevar un tenis de uno y otro de otro, para por lo menos poder usar los que había clavado.

Ahora más maduro y con más conocimiento, puedo entender los porqués de nuestro actuar en ese entonces, pero este texto no es para aburrirlos con análisis sobre la opresión sistémica y la criminalización de la pobreza, será en otra ocasión. En esos años, aunque los más jóvenes no lo conciban, no había Internet en el barrio, algún ciber en los barrios más fresones, pero nadie de nuestro barrio lo tenía, así que la única forma de adquirir Street knowledge era andando en la calle. Se rolaban de mano en mano, cassettes, revistas y vhs con música rap, breakbeats para bailar, grabaciones de expos de graffiti, batallas de tornamesismo o las primeras películas sobre HipHop que hoy son de culto. ¿Cómo explicar al que no lo vivió lo que sentimos al sacar un vhs de una “regresadora” con forma de automóvil deportivo rojo, meterlo a la videocasetera y ver por primera vez el Up in smoke tour, de Dr. Dre, Eminem, Snoop Dog y Ice Cube?

Así vivimos la llegada de los dos miles en Tijuas, influenciados por el cotorreo del West Coast y el graffiti angelino; veníamos de el “Sangre por sangre” y el “Gangsta Rap”, las pandillas de cholos que se convirtieron en krews de grafiteros o en malandros de la maña (a veces las dos), el Hip Hop empezó a llegarnos con más fuerza y mi generación pasó de las tardeadas con piques (batallas de baile) de música house en el “Tangaloo” o el “Baby Rock”,  a las fiestas choleras donde tirabas tu placazo con las manos, mientras bailabas tu versión del “C-walk” en el “Torito” o el “FX”, y luego a las rapeadas en el “Margaritas” o “El Multiculti” —bares underground del “tango”, como le llamábamos al centro—.

“Si no tienes estilo no tienes nada”, la forma en la que te vestías importaba muchísimo, separaba a los reales de los toys; el más afortunado cruzaba de vez en cuando a la Ross —tienda departamental de saldos de buenas marcas en USA—, el resto heredaba ropa de los primos en California, y taloneaba en el sobre ruedas (mercado ambulante con muchos saldos de primera y segunda mano de ropa gringa); se hizo un comercio importante donde algunos hustleaban —del inglés “hustle”, que significa algo así como “buscarse la vida”— con el Street wear, consiguiendo joyitas baratas que luego vendían a precios más elevados, en el barrio siempre se hallan formas de ganarse la vida.

El Street wear que empezó a evolucionar en el norte de México impactó al resto del país, como antes había pasado con los Pachucos y ahora con los Cholos y, por supuesto, los HipHoperos. Las marcas de ropa de trabajo como las botas Timberland cambiaron su publicidad al ver que la estética de sus yellow boots era adoptada por los jóvenes, y lo mismo pasó con Dickies que al ver que la estética urbana utilizaba sus piezas para crear sus outfits, empezó a crear una línea especializada en moda urbana. Esta corriente cambió para siempre a la industria textil, las características de este movimiento han sido replicadas en casi todas las marcas, hablamos de siluetas cómodas extragrandes que ahora el mundo de la moda adoptó con el nombre de over size: sudaderas y chamarras con capuchas, estampados atrevidos, accesorios como gorras, gorros, sombreritos, bandanas, cadenas, joyería extravagante, etcétera.

En algún momento éramos Cholos, pero también HipHopers, hacíamos eventos con todos los elementos urbanos populares en la época: skaters, bmx, racing clubs, breakers. Ahí andaban mis homies los “Sopitas con huevo”, el krew de Breakdance más emblemático de Tijuana. Su nombre viene de cuando taloneaban en los semáforos, porque con las monedas que les daban compraban sopas instantáneas de vaso y le ponían un huevo cuando estaba hirviendo para que se cocinara ahí mismo; a veces, esa era la comida del día, y hoy es lo mismo para los raperos que talonean haciendo freestyle en “la línea” —frontera con Estados Unidos donde se hacen largas filas— o en las “calafias” (transporte público tijuanense de camioncitos que fueron escolares en usa y luego vendieron baratos en México cuando envejecieron).

 Siempre ha sido difícil buscarse la vida a través del arte, ahora imaginémoslo en un “arte no reconocido” o “informal” y, muchas veces, “criminalizado”, y otras tantas, transgresor de la ley. Y es que el HipHop siempre vino de las periferias, de los estratos económicos más bajos de la sociedad; las manifestaciones artísticas transformadoras de sus sociedades históricamente vienen de los barrios populares, que son el corazón de esas sociedades, esos movimientos juveniles punzantes, feroces, imparables se abren espacio sin decir “por favor” ni “con permiso”. Las puertas cerradas de la moral y las buenas costumbres —que son sólo consensos momentáneos de su época— no son capaces de detener al estruendoso e imperioso movimiento juvenil de la siguiente generación, que entrará por la ventana o hará agujeros a las paredes de ser necesario; la cultura está viva, y lo que está vivo muta, y lo que no muta, muere.

Yo ahora vivo en la Ciudad de México, soy rapero, de eso me gano la vida y vivo viajando por el mundo haciendo lo que amo. Hace poco me tocó volver a Tijuana para un proyecto con la onu y la Secretaría de Cultura, ahí me encontré al Libre, del HEM —el HEM es probablemente el krew más reconocido en Tijuana y uno de los más duros del país, significa “Hecho En México”—, un famoso grafitero de mi ciudad que desde hace algunos años vive también en CDMX y que andaba allá porque lo contrataron para hacer un enorme mural multidisciplinario, además de la pintura, interviene sus obras con arquitectura, electricidad y tecnología. Así me he encontrado a otros colegas del barrio en Madrid, Medellín y otras partes del mundo; al Drogui, por ejemplo, lo encontré como juez de batallas de Break dance, que ahora es deporte olímpico; a otros, como jueces de batallas de freestyle (que ahora son un fenómeno en habla hispana) o en batallas escritas de rap (que se están convirtiendo en lo mismo). Para parafrasear un diálogo de la ya citada película Sangre por sangre: “No está mal para unos vatos del barrio”.

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Danger AK

(Tijuana, 1986)

Joel Alfredo Martínez, mejor conocido como Danger AK, es campeón estatal y nacional de distintos torneos de freestyle, incluyendo Cervantes en rap del Festival Internacional Cervantino. En 2019, como parte del programa Alas y raíces incorporó el rap como herramienta educativa en distintas escuelas secundarias en zonas socialmente conflictivas de México y en prisiones,.