Distrito de entretenimiento en Nuevo Laredo, 1960. Fotografía: iStock
Escribo desde la distancia. Mi gato está perdido en este momento. Nació bajo mi cama, en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Se llama Botas porque es gris, por sus patas blancas. Cuando tenía dos semanas lo pisé por accidente, y caminó agachado todo el día. El más listo de la manada.
Tengo edad para decir que he sido testigo de cómo el mundo cambia. Las mariposas monarca transitan cada año por Nuevo Laredo camino a la reproducción del final de sus días. El ritmo del viaje se imprime en el cuerpo. Muchas se quedan en el camino, sus cadáveres merodeando por la ciudad, tras los parabrisas. Las fronteras son puntos de conexión entre flujos de distinto origen. Los flujos se reúnen en las fronteras. Anudando orígenes, rutas, ambientes. Completamente normal manejar rodeado de cadáveres tras el parabrisas camino a casa. Fácil reconocer a un migrante por su caminar: su olor es el del trayecto.
Recuerdo la malla ciclónica que protegía el acceso al Río Bravo desde el Boulevard, saturada de cruces. Por cada ser que no logró cruzar. Ahora que ya no hay malla, ya no hay cruces; la experiencia se sostiene.
Crecí a la orilla del Río Bravo. Agarrándome a naranjazos con los otros niños del barrio. Peleábamos por mera espontaneidad, la naturaleza alegre de la juventud fluyendo, rebasando nuestro espíritu. Rivalidad real desde la simulación. Era necesario estar a las vergas hasta en la vuelta para las tortillas. Nos amenazábamos a muerte con la mirada. Luego empujarnos. Soltar lo que trajeras. Y de ahí, prensarnos. Hasta que uno se canse. El que gana admite la victoria para perpetuar el juego, y el que pierde amenaza con un knock out para la próxima. “Te voy a dejar bien cimbrado, pendejo, vas a ver”. Me gustaba pelear, el dolor, la adrenalina y los golpes. Nunca me gustaron las llaves ni la proximidad, así que me los bajaba a naranjazos desde que los topaba.
Nunca fui de los que jugaban futbol. Siempre preferí los proyectiles. Me instalé en ese ciclo. Me concebí proyectil. Hasta ahora estoy aprendiendo a frenar.
El primer día de primaria en Nuevo Laredo me recuerdo alejándome con tedio de los partidos de futbol, en los que jugaba todo el salón. Me encontré a Adrián en un pasillo trasero, a espaldas de los salones. Estaba rapado totalmente a cero, y llevaba un gorro negro que le brindaba un aspecto directamente criminal. Un lápiz en su oreja. Contemplaba pacientemente el tejado, en silencio, como un ingeniero visualizando el esbozo de su obra sobre el terreno virgen. Sin parpadear, lanza la primera piedra. Tirando a matar. Dicen que algunos felinos pueden paralizar a sus presas utilizando su mirada. Las contemplaba como si calibrara un tiro de golf, por momentos parecía absorto o arrebatado por algún pensamiento o experiencia estética, mirando al cielo y las palomas en el tejado. Tenía rondas de tiro y recolección de piedras más o menos calibradas. Llevaba un ritmo. Apilaba las piedras en un rincón, las organizaba en puñados, y tomaba uno. Contemplaba. Tirar. Creo recordar cómo tiró al menos dos palomas, sin espantar al resto. Lo recuerdo sereno, sonriente y sin alardear, como si su acto representara un llamamiento de un plan superior; las bajas no alteraban la cadencia de disparo. Ya había en el piso palomas acumuladas de días anteriores. Quizá quería tapizarlo.
Los demás juegan futbol. Las niñas hablan de una novela y comen chilaquiles instantáneos. No me gusta matar palomas, pero sí lanzar piedras. Sí romper cosas. Me dio un puño de piedras y las lanzamos hasta que sonó el timbre. No maté nada. Adrián fue mi primer amigo en esa escuela. La infantil simpatía o familiaridad que me produce ese recuerdo es algo que siempre he extrañado del norte cuando me voy. No sé si me explico. Eran días soleados, nunca antes había visto los limones agrios gigantes.
Recuerdo crías de palomas metidas en envases de 7up.
Una vez casi piso un cuerpo destazado camino a casa saliendo de dar clases de teatro a chicos de secundaria. Alcé la vista y seguí caminando. La bolsa negra transparentaba los tatuajes. A la semana me estacioné ahí mismo para encontrarme con una amiga y cenar tacos de asada.
Puedo imaginar o recordar militares apostados en cada rincón de la ciudad. Tensión latente que altera el paisaje, lo enarbola con la muerte.
Los gatos son hermosos y las cámaras nunca han capturado lo inmanente de su presencia. Capturan el movimiento y la materia, no lo que les rebasa. Lo mismo pasa con el norte.
El tramo de monte en el que jugábamos no le pertenecía a nadie. Ni siquiera los migrantes pasaban por ahí. A lo lejos trabajaba un herrero. Y a medio camino había una ambulancia vieja en la que nos metíamos de vez en cuando. Un día llegamos y una malla ciclónica estaba cubriendo un espacio de diez metros por diez, con un charco con agua en el medio y un velador cuidando. Dentro había un cocodrilo. Lo encontraron en el río y se le asignó un espacio en nuestro monte para que cuidaran de él sin que se comiera a los bañistas, pescadores o borrachos en el río.
Le llegamos a aventar cosas, para ver si las comía. Se movía muy poco. A los meses se inauguró la noticia de que el cocodrilo sería el primer anfitrión de un zoológico municipal. Está por demás mencionar cuáles pueden ser las funciones de animales como cocodrilos, tigres y cerdos en una ciudad fronteriza. Desvanecer los flujos. Desde chicos, crecimos exaltando el no tener rostro. Crecer difuminándolo. Con los riesgos que implique; perderlo, separarlo del cuerpo, soltarlo en el delirio. Donde crecí, un hombre es lo que hace con lo que no puede contar.
La vista es el más corriente y menos fiable de los sentidos. Previo a un terremoto, la sensación de quietud permanece. Cuidado con un mar sin oleaje.
El mundo de los signos es multisensorial. El cielo del norte, su arquitectura, parecerían lisos, sin historial. Por momentos tienes que prestar atención para observar los agujeros producidos por los enfrentamientos tras alguna fachada o monumento. Los niños en sus bicicletas, buscando casquillos. Tampoco es necesario recordar algo que está siempre latente. El silencio visual y auditivo enuncia signos y posturas desde otras materialidades. Es en el cuerpo colectivo donde se guarda la evidencia de las guerras. De los tsunamis. De los finales periódicos. Lo que sé de ética lo aprendí en el norte. Ya después leí a Spinoza.
En un par de meses regreso a Laredo. Se casa uno de mis mejores amigos. Hasta ahora caigo en cuenta de que pronunciaré unas palabras. Está lloviendo desde el sur en el que estoy. Botas sigue sin regresar.
Me fui del norte con mis gatos, sin dinero y en un tráiler. La incertidumbre sigue a mi lado. Pero da igual, porque el regreso al norte es algo a lo que estoy acostumbrado. En la Odisea, Argo es el único que reconoce a Ulises al regresar. En Laredo yo no sufro esas desgracias. Sé que en menos de dos meses, mis amigos y yo vamos a estar pisteando tecate a la orilla del río, haciendo carne asada, sentados en la cajuela de la Silverado escuchando Junior H. Paladeando lo vivido. El cielo siempre está despejado allá a donde regreso, por más que lo rebase la adversidad.
(Guadalajara, 1993). Filósofo por la UAZ, actualmente escribe en http://www.oscurantismoxxi.com