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Estoy con Mina en la cola para cruzar a Estados Unidos por la garita de la PedWest. A nuestras espaldas, un niño mexicano estalla en gritos cada tanto, perturbando la paz del gringo de adelante. Mina es esa muchacha lesbiana de cabello corto y lentes de pasta que me acompaña. Me la presentaron ayer en un bar de Tijuana, donde (litro y medio de cerveza y mezcal mediante) se me hizo fácil convidarla a ir juntes al San Diego LGBT Pride. Todo es distinto con sol y con resaca. Nos la arreglamos, sin embargo, para convivir como amigues. Finalmente, estamos cerca. Descendemos por el corredor en forma de caracol que desemboca en la puerta giratoria de metal junto a la que un primer agente pide ver nuestros pasaportes y la visa estampada en ellos: hemos llegado al tope de la cola. Como siempre, un ligero entusiasmo mezclado con ansiedad me recorre el cuerpo ante la expectativa de la última inspección de nuestras credenciales ciudadanas.
De acuerdo con la promoción, el San Diego LGBT Pride se iniciaba a las nueve. Creo que ya son más de las doce. ¿O ya son la una? Letreros por todas partes nos informan que aquí no se permite el uso del celular. Paso a la casilla que me corresponde y el agente migratorio, un hombre alto y rubio como modelo de Abercrombie, me pregunta adónde me dirijo. Hillcrest, le digo. Él no responde nada, pero intuyo una cierta complicidad. Hillcrest es la “zona gay” de San Diego. Al ver mi pasaporte venezolano cambia en automático a un español torpemente ejecutado y me indica que debo pagar un permiso (para extranjeros-no-mexicanos) que me autoriza para ingresar a territorio estadounidense, más allá de San Ysidro. Me pide entonces que lo acompañe a una casita gris, ya del lado gringo; se salta la cola de personas que espera afuera y, poniendo su mano sobre mi hombro, me hace pasar por el umbral de la puerta, para desaparecer luego a mis espaldas. Me lo imagino desgarrándose el uniforme sobre una carroza del pride, rozando por ejemplo el cuerpo del agente que ahora imprime un sello en mi pasaporte y pone la fecha de hoy, y terminado el trámite, me deja ir.
Afuera, Mina aguarda en ese espacio liminal que es San Ysidro, donde la frontera como separación se diluye para quienes tienen visa y dinero que gastar en el mall y en los outlets ahí dispuestos. Emprendemos, ahora sí, nuestro viaje hacia el Disneylandia queer. Tomamos el trolebús (un recorrido de más de media hora) hasta avistar un tumulto festivo. Una comparsa de twinks, osos, arneses y arco iris de seis colores nos indican que llegamos. Avanzamos, junto a la multitud de cuerpos, por una calle que parece la ampliación a escala humana de una maqueta demasiado perfecta para ser real. De los balcones, en los edificios que la enmarcan, brotan más banderitas y plantas bien fertilizadas, mientras que, a un costado en la esquina de esa misma calle, un grupo cristiano se manifiesta. Su presencia, resguardada por policías, resulta tan integrada al orden del evento que, más que oponerse, parece participar de él. Sus pancartas llaman al arrepentimiento. Una mujer clama consignas mediante un altoparlante: “¡ustedes no son famosos, ricos ni fabulosos!”, la escucho gritar en inglés cuando vamos pasando. La negación de lo que todo gay aparentemente aspiraría a ser vale más que cualquier condena.
Activo el roaming en mi celular para comunicarme con Alejandro, que me dijo en la mañana que también estaría de este lado de la frontera. Me cuesta ubicarlo, pero al final coincidimos con él y sus amigos, echados sobre un pasto de inaudito verdor en el Balboa Park. Hasta el cielo, aunque es el mismo, se ve más azul y resplandeciente. Quizá por esas (no tan) sutiles diferencias, estamos aquí y no estuvimos en la marcha de Tijuana, unos días antes: “la mejor parte de Tijuana es San Diego”, me dijeron apenas llegué a la frontera norte mexicana. Y en la frase, como eslogan, se condensan las distancias y jerarquías que la cercanía fronteriza conjura. Alejandro, tijuanense de nacimiento, se refiere a la celebración del orgullo de su ciudad con cierto desdén, pero cada año procura asistir a la de San Diego. Para él (que no para cualquier joto tijuanense) su ubicación geográfica posibilita el acceso a una suerte de comunidad queer trasnacional, en la que, no obstante, la frontera supone una valoración desigual entre los sujetos (y los cuerpos) que la integran de lado y lado.
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Así, me explica Alejandro (como si yo no lo supiera), uno de los atractivos que tiene la marcha de San Diego, para quienes como nosotros vienen del lado sur, es precisamente los cuerpos que se exhiben en ella. Cuerpos que contrastan con los “chacales” que habitan los bares de la Plaza Santa Cecilia de Tijuana (esa encarnación de un deseo que, cuando opera, recurre a la objetivación y a la exaltación de su condición otra); cuerpos modélicos, tonificados y de impoluta blancura que son procesados como el registro visual del Pride (y su fabulosidad) y de la “identidad gay” globalizada. Cuerpos que, en suma, no solo conmueven un deseo carnal que excita (como en el caso de aquello que se quiere distinto: v.g. el “chacal”), sino también un deseo hacia lo que esos cuerpos representan como posibilidad de adscripción y aspiración civilizatoria que pone la belleza y la libertad siempre del lado norte de la frontera, echando mano del mito de Estados Unidos como utopía queer por excelencia.
En un texto seminal coeditado por el Colectivo Sol (y traducido al español por Luis Zapata), Ian Lumsden (1991)[1] asociaba el auge del activismo sexual en Tijuana con su exposición al “discurso gay norteamericano” (p. 27). Pero, si observamos que en California la homosexualidad era considerada un delito hasta 1976 (por no hablar de estados como Texas, donde hasta 1998 se llegaron a aplicar leyes de sodomía, antes de su derogación a nivel federal en 2003), parece más factible que la temprana proliferación de un ambiente gay tijuanense se haya alimentado (sin estar determinada por ellos) de una serie de exilios (efímeros o permanentes) que buscaban liberarse de las ataduras del conservadurismo gringo. En la medida que esas sexualidades no normativas se unían al catálogo de “desviaciones” y “anormalidades” que encontraban allí refugio (Félix Berúmen, 2011),[2] el ambiente gay de Tijuana habría surgido, en todo caso, más por reacción que por asimilación a la realidad gringa.
Esto supone una asociación complicada entre ese ambiente local y la leyenda negra de la frontera, lo que puede servir para explicar hoy ciertas tensiones entre quienes se identifican con el mismo, pero rechazan la imagen que lo vincula aún al sector más marginal de la ciudad. Tensiones que, por otro lado, encuentran salida para algunos sectores en la posibilidad del cruce, a la vez que en la reivindicación de lo que el norte simboliza, más allá de su denotación geográfica, como cercanía efectiva de la civilización que se aspira. Pienso en esto, de vuelta en un bar del centro sepia de Tijuana, mientras escucho a Alejandro discutiendo con un buga regiomontano. Entre alegato y alegato, Alejandro y el regiomontano hacen valer su “norteñez”. Como extranjero, la escaramuza en torno a la ubicación cardinal de sus orígenes me resulta extraña. Hasta que, ante la irrefutable evidencia del norte geográfico compartido, un inadvertido desplazamiento pone en el lugar del objeto disputado (obviedad que yo no había visto hasta ese momento) el grado de “agringamiento” de sus respectivas ciudades.
En México, entiendo entonces, el norte es a veces excusa; otras veces, metáfora. Excusa para afirmar una distinción, metáfora de la blanquitud que la posibilita. Después de todo, la blanquitud, a decir de Bolívar Echeverría (2010),[3] como “La Jovencita”, de Tiqqun,[4] no remite a un color, una nacionalidad o una figura tanto como a la dimensión ético-civilizatoria del ciudadano-modelo, cuyo verdadero poder hoy es su capacidad de seducción. El Paseo Santa Lucía, como plagio consciente del River Walk de San Antonio, es el argumento definitivo que esgrime el regiomontano: bondades del artificio que superan a la naturaleza, produciendo a modo de reflejo el paisaje que llama a la encarnación de un determinado sujeto. Y entonces lo veo: aquí en el norte el deseo por el “otro lado” no soporta disimulo y no es, por supuesto, un patrimonio exclusivo de los gais; porque, al final, ¿quién se resiste a querer un modelo Abercrombie en su cama?, pero también, y sobre todo: ¿quién, pudiendo hacerlo, no querría encarnar ese cuerpo modélico, en el íntegro orden bajo aquel radiante cielo?
[1] Lumsden, I. (1991), Homosexualidad, sociedad y Estado en México, México: Solediciones.
[2] Félix Berúmen, H. (2011), Tijuana la Horrible: Entre la historia y el mito, Tijuana: El Colegio de la Frontera Norte.
[3] Echeverría, B. (2010). Modernidad y blanquitud, México: Era.
(Cumaná, Venezuela, 1985). Es maestro en Educación y Estudios Culturales, y doctor en Sociología por el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Autónoma Universidad de Puebla. Es miembro del Seminario Fronteras, Migraciones y Subjetividades en el Capitalismo Contemporáneo.