Ilustración: Pixabay
De nuevo meto la vara en el caudal de agua terregosa. Apenas ha subido unos centímetros en el último lustro. Tomo video y fotografías, las envío junto con mi informe. Tras medio siglo de sequía y, a pesar de generar lluvias frecuentes durante la primavera y el verano, no conseguimos que los afluentes del Amazonas recuperen la mitad de su caudal original. Cuando llegué aquí hace décadas fue con la ilusión de una tupida y densa vegetación; me topé con troncos secos, hojas desparramadas por doquier e incendios constantes.
—Nadezha, reporte recibido —comenta Sergio por mis auriculares. Es el operario sombra que me cuida desde el espacio—. Regresen a Puerto Fe.
—En cuanto aparezca Sachamama.
—¿Tu anaconda se cambió el nombre? Es la quinta vez que lo hace, ¿o me equivoco, Nady?
—Dice que ya será su nombre definitivo. Parece que se puso a leer…
—¿Leer?
—Algo así, descubrió cómo navegar en la iNTeRNeXT con su implante. Quién sabe qué consultó. Anunció que rechazaba llamarse Tiamat, que era un nombre con mala reputación.
—¿Mala reputación? Voy a pedirle a Bob que revise su implante y quizás resolvamos qué leyó.
—Escogió Sachamama porque corresponde al Amazonas y representa a la que cuida la selva. Ahora me dice “hermana Ucayali”. Por lo que le entendí, somos como dos serpientes, ríos o árboles que protegen la selva.
—Tu anaconda está loca, Nady.
—Está bien mientras haga su trabajo y quiera devorarme. Creo que ya viene, adiós.
—Ciao.
Una anaconda de veinticinco metros de longitud es algo difícil de esconder, aunque es muy hábil al desplazarse bajo el agua. Después de una década no hemos vuelto como amigas. Reconozco el ínfimo oleaje en la superficie del río cuando nada o el cambio en el susurro de la vegetación al deslizarse.
Le encanta jugar a las escondidas y aparecer de súbito para espantarme. Una anaconda no sabe reír, aunque sé que se divierte. En esta ocasión el nivel del afluente es demasiado bajo y se nota su lomo.
—Sachamama, ya te vi. Hoy no me sorprenderás —grito mientras golpeo el agua con una rama. Cuando nada, se ensordece.
Detengo los golpes cuando se detiene y controlo la risa con sus intentos infructuosos por hundirse más. Por fin decide no jugar más y emergen los tres metros que sostienen su cabeza. Es notorio el implante que expande su mente y memoria, que traduce su pensamiento, si así lo desea, en lengua hablada.
—Terrible error mío, hermana Ucayali. Descubierta he sido, soy burla.
—No, prometo que no me burlaré. ¿Qué comiste hoy? ¿Tapir?
—Cazaba y detúveme. Encontré su hermano mayor. Debemos acudir, llama nos.
—Para nada, hermana mía. Es hora de ir a des-can-sar, ¿entiendes? Allí podrás comer y dormir sin que te moleste, ¿no es genial?
—No, hermana Ucayali. Ajá Tapiruma llama nos. Importante es.
—¿Quién nos llama?
—Ajá Tapiruma.
“Ajá Tapiruma es un guardián de la selva. Híbrido de tapir y humano. De nada, Sergio” apareció en mi visor: olvidé colgar. “P.d. Tu anaconda está loca, urge que la revise Bob o un psiquiatra. XXO”.
Hice un gesto con el dedo medio apuntando al cielo. Estaba segura de que los otros operadores sombra rodeaban la terminal de Sergio.
—No más habla del ave del cielo, hermana. Espera nos otro hermano. Acuda mos.
—Lo siento, vamos a Puerto Fe.
—No.
—Te ordeno que vayamos a Puerto Fe.
—No.
Maldije por dentro mientras alcanzaba a escuchar las carcajadas del personal la estación. Corté el audio. En definitiva, mi anaconda había enloquecido.
—Está bien, hermana Sachamama. Hagamos un pacto ante los espíritus del Gran Río y la Gran Selva: escuchamos al Ajá Tapiruma y luego a Puerto Fe. ¿Lo prometes?
—Ajá Tapiruma y sí, a Puerto Fe ire mos si dispone mos así. Promesa.
Decenas de kilómetros por río arriba entramos a un segmento muy denso de la selva original. Sachamama se detuvo al pie de una inmensa colina en un claro de casi veinte metros.
Noté los rastros de una anaconda de igual tamaño que ella. Nerviosa, le pregunté:
—¿Cuándo estuviste aquí?
—Fuegos solares, tres atrás. Llamada fui.
“Nady, no te quiero poner nerviosa pero el localizador de ella indica que estuvo en ese lugar tres días atrás. Bob revisa la bitácora de movimientos y aún entiende cómo fue y regresó en una mañana. S”.
—Observa lo, hermano es, Ajá Tapiruma es. Y hablará —expresó Sachamama y con la cabeza señaló algo semienterrado. Tomé mi pala del equipaje, me deslicé al suelo y excavé.
Eran los restos de un gigantesco e inusual tapir de al menos seis metros de largo y tres de alto. Los restos de piel eran blancos con trazos negros cebriles. No tenía pezuñas sino unas garras con cinco dedos y tres falanges. El cráneo era lo más inquietante: estaba en la frontera animal y ser humano: cavidades oculares, frente elevada, gran volumen craneal.
—Escucha, hermana, escucha. Ajá Tapiruma habla nos.
—No suenan sus palabras en mí.
“Nada percibimos en las frecuencias que monitoreamos, Nady. Antes de ir, sube a la cima de la colina y envía imágenes. Detectamos algo raro. Gracias, S”.
—Hermana Ucayali, oreja extiende, serpiente orejona sé.
—Ayúdame, dime lo que dice.
—Ajá Tapiruma, cansado es. Ayuda pide. Niña guajiba aislada es. Sólo diez rondas tiene. El río rojo del vientre por abrir se. Cuna y sepultura si no ayuda mos. Ajá Tapiruma levantar se cuando selvas total regresen.
Guardé silencio para entender. Nunca antes Sachamama elaboró una historia tan compleja, en tiempo futuro e imaginativa.
—¿Todavía hay guajibas?
—Sí, y letuama, y matapí, y yukuna, y tanimuka, y awajún, y makua, y nakuma. Hembras pocas, futuro poco. Todos desean la, nakuma casorio alianza juran.
“¿Tantas etnias sobrevivieron? Los creíamos extintos tras la rapiña y la desertificación, Nady. Sachamama miente. Su detective, S”.
—A ver si entendí hermana, ¿unos guajibos tienen una niña de diez años que está por menstruar?
—Sí y sí.
—¿Para casarla con nanuks en una alianza? ¿Guerra o por qué?
—Hasta muerte, niña fabrica niñas.
“En casi todos esos grupos consideraban impura la menstruación, Nady y la primera era el paso a la adultez, al rol de madre, S”.
En el mundo posdesertificación una cuarta parte de las mujeres quieren tener descendencia. Y se cuenta con seguridad hospitalaria de las esqueléticas ciudades que aún sobreviven. La niña podría morir en el primer parto.
—Dioses, hermana Sachamama. Vayamos por ella, pero antes el ave del cielo nos pide un favor.
En la cima de la inmensa colina se alzaba un aún más inmenso zapote. Hermosas hojas y frutos colgaban de infinidad de ramas.
—Konpanama aquí estuvo. En loras no creas, mujeres saben nadar, y cocinar, y sobrevivir. Konpanama inútil —expresó Sachama mientras yo transmitía video e imágenes del magnífico árbol.
“Según la tradición, Konpanama es varón y sobrevivió el diluvio. Las loras se convirtieron en mujeres que procrearían además de atender al varón. Machista esa mitología, Nady. Con estupefacción, S”.
—Hermana Sachamama, ¿Ajá Tapiruma te lo contó?
—Sí, dice que leyenda hombres escriben, hombres exageran.
Llegamos de noche a la aldea guajiba. Sachamama olió a la niña y nos dirigimos a donde la encerraron. Prendí el traductor universal, configuré que el lenguaje fuera guajiba con variantes.
—Hola, soy Nadezha —saludé a la niña que encontré en el cuarto-celda—. Vine por ti.
—¿Es momento? Aún no sangro. Prometieron desposarme en cuanto suceda. Debo cumplir con mi tribu.
—No será así.
Me apuré en desatar su pierna y salimos. Una cincuentena de guajibos varones nos rodeaban armados con lanzas, arcos, cerbatanas y una herrumbrosa pistola.
De Sachamama, ni su sombra. Maldije su manía de desaparecerse. Puse a la niña a mis espaldas, alcé las manos para decir:
—Vengo en son de paz, sin armas. Llévenme con su jefe —. Al terminar supe que sonaba a una película mala de hace dos siglos.
Sachamama llegó de golpe y se llevó a una veintena de guajibos mientras repetía:
—Tunche, llegaron. Tunche, vinieron. Tunche, silban.
Al detenerse calló y un coro de silbidos provino de la selva. Era silbidos disonantes, unos fuertes y otros quedos, cada vez más cerca. Cuando los tunches salieron del linde de la vegetación puse el rostro de la niña contra mi pecho. Eran aterradores esos seres de tres metros o más, de forma humana, oscuros y que emanaba un azul siniestro de los ojos.
El coro de silbidos se suspendió de súbito.
—A salvo esta mos. Amigos fui por. Mirar pueden —dijo Sachamama.
Con nerviosismo levanté el rostro y observé a mi alrededor. Arcos, cerbatanas, lanzas y una vieja pistola estaban tirados por doquier. Los guajibos se entreveían dentro de las chozas en la aldea.
—Destino siguiente, Puerto Fe —expresó Sachama. Subí con la niña a la montura.
“Nady, todo bien. Perdimos comunicación por quince minutos. No fue falla de la estación, algo pasó allá abajo. ¿Están bien? Tu intrigado S. p.d. date una vuelta a la colina: desapareció junto con el claro y el árbol”.
—Todo bien, ave del cielo. Regresamos a Puerto Fe.
—Hermana Ucayali, cuando a selva regrese mos, ¿acompañar me al tiempo sueño otra vez? Divertido fue —expresó con alegría en los ojos mi hermosa y loca anaconda.
(Ciudad de México, 1969). Ingeniero en sistemas. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e Internet. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2022 de Soconusco Emergente.