De Gótico tropical, 2022. Ilustración: Rojo Génesis
Una vez que comenzó a contravenir sus propios ideales, la Revolución cubana dejó en claro que las dictaduras son ambidiestras, que no sólo someten y oprimen con la derecha, sino que también lo hacen con la izquierda.
En 1971, muchos de los intelectuales latinoamericanos que la habían apoyado resolvieron distanciarse de ella. La manzana de la discordia fue Heberto Padilla, autor de Fuera del juego (1968), un libro de poemas “contrarrevolucionarios”, quien fue arrestado, torturado en prisión y, a fin de guardar las apariencias del régimen ante la comunidad internacional, obligado a desdecirse, limpiando el nombre de Fidel Castro y de su robusta burocracia cultural.
Además de silenciar a los disidentes políticos, la Revolución emprendió una cruzada de “reeducación biológica”. Desde la guerra de guerrillas en Sierra Maestra, ese movimiento había proyectado una imagen de virilidad exacerbada, de “hipermasculinidad”. Los uniformes castrenses y las barbas sucias y desharrapadas de los revolucionarios (a la Ernesto Che Guevara o a la Camilo Cienfuegos) se habían convertido en los símbolos fundacionales de un gobierno que, si bien todavía se encontraba en ciernes, ya amenazaba con no admitir ningún tipo de “desviación” en sus filas.
La homofobia y la sistemática persecución de minorías sexuales quedaron al descubierto de inmediato. No podía ser de otra manera. Perseguido político, a Reinaldo Arenas lo encarcelaron en 1974. Durante dos años, a causa de su afeminamiento y de sus inclinaciones homoeróticas, estuvo recluido en el Castillo del Morro, una fortaleza frente al malecón de La Habana, cuya construcción se remonta al siglo XVI. A su salida, se topó con la muerte civil (la Revolución había expropiado su casa familiar y había borrado su nombre y sus apellidos del programa central de racionamiento) y, llevado a los límites de la supervivencia, empezó a pensar en la mejor forma de huir de Cuba, hasta que lo logró, en 1980, como parte del masivo éxodo del puerto de Mariel.
Sus desventuras y sus peripecias las contó, en francés y en español, en un documental dirigido por Néstor Almendros y por Orlando Jiménez Leal: Conducta impropia, de 1983. Al parecer, los homosexuales eran fusilados en la penitenciaría de La Cabaña, colindante al Morro, y en caso de recibir el indulto, para mayor ultraje, se les obligaba a asistir a la plaza de la Revolución a aplaudir la aprobación de las leyes que, a fuerza de despojarlos de sus derechos, acababan degradándolos a “no personas”. Arenas se explayó más en su autobiografía, Antes que anochezca, de 1992, donde relata su atribulada existencia desde los años infantiles en Holguín hasta su etapa terminal, internado en un nosocomio neoyorquino, enfermo de sida. Inspirada por el espíritu de su amigo y mentor, Virgilio Piñera, ésta fue adaptada al cine, en 2000, bajo la dirección de Julian Schnabel y con Javier Bardem en el papel estelar.
Dentro y fuera, de cerca y de lejos, Arenas fue un crítico implacable de los destinos de su patria, de la dinastía Castro y de sus múltiples ardides para perpetuarse en el poder. En Celestino antes del alba, su primera novela, de 1967, y la única que publicó en su país natal —gracias a la quevedista Fina García Marruz—, establece la relación de un niño con su primo imaginario, Celestino, quien, con el objeto de salvarse del ambiente de opresión que lo rodea, se encarama en las ramas de los árboles y escribe poesía. A la creatividad de esta inocente pareja, se opone la brutalidad de su abuelo, un adulto amargo que, empuñando un hacha, deforesta aquel paraíso terrenal. La palabra “hacha”, que se repite más de cien veces a lo largo de la narración, es un símbolo fálico, una manifestación del poder patriarcal que no siente respeto por nada ni por nadie.
A Arenas le gustaba escribir a máquina. De Florida pronto se desplazó a Nueva York y procuró, en la Gran Manzana, conseguir una. Le molestaba la actitud de los artistas que ensalzaban al comunismo sin siquiera conocerlo, ajenos siempre a él, enriqueciéndose con los ataques interesados e inescrupulosos a las democracias liberales. Por eso escribió, en un período de ocho años, cuatro novelas más, con las cuales completó la serie de la “Pentagonía”: El palacio de las blanquísimas mofetas (1982), Otra vez el mar (1986), El asalto (1987) y, dada a conocer póstumamente, El color del verano o nuevo “jardín de las delicias” (1999). Todas están atravesadas por su anticastrismo y por su anhelo de instaurar la libertad en la isla.
En su opinión, Fidel Castro había convertido a la Cuba de José Martí y de Gertrudis Gómez de Avellaneda en un escenario de histriones sin talento. En El color del verano o nuevo “jardín de las delicias”, Arenas la muestra como un carnaval de homosexuales encubiertos. Sus personajes se basan en personas de la vida real, son sus alusiones directas, indisimulables. En el elenco aparecen, rebautizados, Nicolás Guillén (Guillotina), el poeta del negrismo antillano que había sufrido el exilio en los tiempos del antiguo dictador Fulgencio Batista y que había sido repatriado por el nuevo tirano ominoso; Roberto Fernández Retamar (Retamal), uno de los creadores decisivos del arte y de la cultura del oficialismo insular; Silvio (Silbo) Rodríguez, el goliardo de la Revolución que “siempre exagera las notas”, entre varios más.
La novela, que se pone en marcha cuando Gómez de Avellaneda se hace a la mar en una lancha improvisada con rumbo a Cayo Hueso, subraya el parentesco, así, de las dictaduras con las carnestolendas. En vísperas del cincuenta aniversario de su asunción al poder (la novela tiene tintes futuristas, pues, aunque Arenas la terminó en 1990, se ambienta en el año de 1999), Fifo, el alter ego caricaturizado de Fidel Castro, intenta conservar la sobriedad y la compostura. La consecución de ese propósito, por sencilla que se nos figure, se complica demasiado. Fifo, con su quepis verde seco, su barba de cerdas de escoba y su infinito puro habanero (de un fuego que no crece ni se apaga), odia a muerte a esos caracteres carnavalescos y paradójicamente a su alrededor, como si ejerciera una especie de magnetismo sobre ellos; hay un caótico remolino de gais, de lesbianas (o safistas), de transexuales, de prostitutas y sí, de travestidos que combinan a la perfección, a pesar de su coraje y de su furia, con su personalidad delirante y estrambótica.
Si a García Lorca lo acribillaron los sublevados por ser poeta, homosexual y comunista, a Arenas los revolucionarios lo expulsaron por ser novelista, homosexual y anticomunista. Pero quienes cometieron este crimen fueron, según su poderosa intuición, los reprimidos, los indefinidos, los que, capaces de llevar adelante esa Revolución sanguinaria, se negaban a salir del clóset: “Un hombre machista tiene un concepto tan elevado de la masculinidad que su mayor placer sería que otro hombre le diera por el culo. De esas inhibiciones surgen las leyes represivas, el comunismo, la moral cristiana y las costumbres burguesas”.[1] Una contradicción coincidente, una coincidencia contradictoria, dignas de la literatura de otro de sus buenos amigos, José Lezama Lima. Reinaldo Arenas fue un sabio heterodoxo y ésta es, quizás, su gran lección: cuando de travestismo se trata, esto es, de acentuar los géneros por medio de la vestimenta, los hombres que se creen muy hombres (policías, militares y dictadores) son ejemplos difíciles de superar.
[1] Reinaldo Arenas, El color del verano o nuevo “jardín de las delicias”, México, Tusquets Editores, 2009, p. 195.
(Pénjamo, Guanajuato, 1984).
Es licenciado en Filosofía, maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato y doctor en Humanidades por la uam Iztapalapa. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario Alfonso Reyes y el Premio Bellas Artes Sonora de Minificción Edmundo Valadés 2023.