Tú me dices alacrán, porque me defiendo con la cola.
Tengo extremidades fuertes para abrazar a otro,
para aprisionarlo cerca de mi pelvis mientras su saliva escurre.
Pienso: me tienes miedo, le temes a otros hombres, porque
su mirada delata cuando un hombre abraza a otro que no embaraza.
Al que acaricia, en la oscuridad del baño, las profundidades masculinas
hasta dejarse profanar, explorar con culpa.
Ese que al otro día te reclamará por haberlo insultado,
aun sabiendo que en el reproche esconde su miedo a la delación.
Aquel que te perseguirá gritándote maricón frente a todos,
para que nadie piense que se trata de él sino de ti.
Yo te llamo lagartija cuando te escondes entre las esquinas
de la noche, porque avanzas con velocidad sobre los muros.
Lagartija cuando huelo el cuello de tu camisa perfumada de promesas:
sí a una casa, sí al matrimonio con una mujer atractiva,
sí para enseñarle a manejar a tus hijos en algunos años.
Me gritan pájaro por las calles, porque me siento sobre los huevos
para calentarlos y para mí eso es grato. Yo guardo los secretos ovíparos
más feroces de los hombres en este lado del mundo.
Sí, los conozco a fuerza de saber que hay debilidad de la carne
más magra, aunque sea una vez en la vida.
Los he visto caerse de ganas y llegar a mi casa sin poder mirarme a los ojos;
los recibo con los brazos extendidos pues también los deseo.
Les digo mi amor, a pesar de saberlo una ridiculez.
Yo sé de insistir tanto como ellos para convencer a un par de piernas.
No sirvo para cortar cabello ni para esperar borrachos sobrevivientes
del naufragio en alcohol que cada semana llena las habitaciones.
Perfumes de sudor, gandulería, carne, cigarro y cervezas.
Guardo tus secretos de confesión entre mis vestidos de noche
y mis tacones, aquellos que portas mientras me pides con los ojos que guarde silencio.
Aquellos vestidos que cubren mi cuerpo, el mismo con el que abrazo la vida que
yo me di, porque la carne no lo permitió. Aquellos tacones con los que corro
cada vez que tus amigos me persiguen para divertirse en montón, porque solos
jamás podrían descomponer la pulcritud de mis cabellos.
Lo confieso: tampoco sirvo para temerle a un golpe ni a una voz grave,
pero pretendo que sí le temo, que sí huiría de ellos para mantenerme a salvo.
Te digo que te amo, aunque lo necesitas como el canto del gallo al amanecer,
deseo que las estrellas se metan a tu cama y te aplaste esa duda.
Solo quiero tu carne como todos los demás desean otros cuerpos.
Pero si lo digo de frente corro el riesgo de que la culpa te traicione,
te lleve lejos, te cierre la boca y ponga candado a toda posibilidad.
Por eso no hablo con franqueza; porto esa costumbre masculina de mentir por todo.
Me dices que me amas para que abra la puerta de la casa
con más velocidad y los vecinos no vean que te creo.
Deseo que un día llegues, te pares frente a mí y digas
que no moriré sin compaía, que nunca pasaré un domingo en penumbras.
No me alimento de ilusiones, pero me las como todas.
Te sueño: llegas a la casa, me levantas en brazos y me pides de cenar.
Yo te llamo lagartija, porque te conozco bien,
porque lo sé: te gusta el café que hierve y los chilaquiles rojos por la mañana.
Te he visto en los brazos de aquel que sabe de tus habilidades de camuflaje.
Te llamo lagartija en secreto cuando veo cómo entregas la cola
a muchos otros en las fiestas para sentir alivio del ardor más escondido.
Luego corres a casa con tu esposa y le dices que la extrañaste
toda la noche en la cantina.