Port crimen, 2022. Ilustración: Rojo Génesis
Existe un acuerdo generalizado en torno a que la literatura gay en México fue fundada en los años setenta, con la aparición de El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata. Esta obra entra por la puerta grande: no sólo mediante el género narrativo más prestigioso, sino ganando el premio Grijalbo de novela. También es una convención que la literatura lésbica se cimentó con la novela Amora, de Rosamaría Roffiel, en 1989. Así, parece justo afirmar que, en materia de literatura, lo gay y lo lésbico tienen obras fundadoras y autorías reconocidas; el corpus de textos ya conforma cánones que permiten cartografiar esa cultura literaria, y los estudios especializados al respecto así lo demuestran.
Así, debe cuestionarse lo que entendemos por una literatura que busca llamarse gay o lésbica —o queer—: ¿bajo qué criterios de forma o contenido?, ¿depende de las figuras de autor/lector? Estos cuestionamientos permiten activar insumos para la reflexión sobre las formas en que la literatura se convierte en un dispositivo cultural para la proyección de alteridades e identidades colectivas. Si la producción literaria lésbica y gay ya arrancó, no ocurre así con las otras divergencias sexogenéricas. Específicamente para lo trans, no contamos con coordenadas tan definidas, más bien esa relación con la literatura es nebulosa y la emergencia creativa de voces es aún incipiente.[1] Más que un canon u obras pioneras, habría que seguir vetas concretas. Con esto en mente, en este texto quisiera trazar un breve barrido panorámico para explorar la forma en que la literatura mexicana ha ficcionalizado lo trans.
Rastrear la configuración de la transgeneridad en la literatura parte de un corpus que no se enmarca en la producción sexodisidente; de hecho, ese rastreo comienza en los textos de autores que no reclaman para sí una identidad fuera de los márgenes cis-hetero. Ahí comienzan los espejismos literarios. En una de las pocas investigaciones al respecto, Antoine Rodriguez[2] da seguimiento al desplazamiento que lleva de la figura de la “loca” a la figura de la trans en la literatura mexicana. La “loca” habitó los textos previos a la década de los noventa y remitía a un hombre afeminado atravesado por una mirada heterocentrista fascinada y divertida a la vez que “asqueada”. La figura de la trans se materializa en obras de la última década del siglo xx: son personajes que tienen clara su adscripción al género femenino y ya existe una somatización en tanto intervención corporal. Además, en todos lo casos, aunque feminizados, sus cuerpos también presentan genitalidad masculina y tienen una relación directa con el trabajo sexual, quedando a merced de figuras masculinas como policías o clientes. La identidad de género de la trans no es percibida como coherente ni desde la voz narrativa ni por otros personajes, desatando siempre situaciones transfóbicas y privilegiando una mirada cisexista.[3]
Esta figuración de lo trans aparece en la obra de Eduardo Antonio Parra, Enrique Serna o Carlos Velázquez. En la medida que estos personajes son funcionales a los efectos dramáticos, humorísticos y de estilo perseguidos por los escritores, dan lugar a una figuración abyecta en términos de vidas inhabitables dentro del campo social. Son inhabitables porque encarnan el exterior constitutivo de la normalidad corporal, una normalidad que cuando no es acatada es castigada.
Así, la violencia desatada contra estos cuerpos parece querer ilustrar que su supuesta ambigüedad es causa suficiente para desestabilizar el deseo masculino y, para solventarlo, son agredidos. Esa violencia es a veces fatal, a veces no, pero siempre es resultado de un juego de deseos del cual la trans es la principal víctima. Ocurre así en los cuentos “No más no me quiten lo poquito que traigo”, de Parra; “Gatos pardos”, de Iris García; “La Jota de Bergerac”, de Velázquez, y en la novela La doble vida de Jesús, de Enrique Serna. Ninguna de las trans llega al final de las narraciones con su integridad física.
Esto nos habla de arcos actanciales donde los personajes trans son instrumentalizados para desaprobar el deseo masculino que se sale de la norma. Aunque pudiéramos leer algún atisbo de denuncia contra la transfobia, tal objetivo queda subsumido por una mirada parafílica que deja sin agencia enunciativa a las trans. Quizá el rasgo formal que mejor da cuenta de esta desconexión es la elección de voces narrativas extradiegéticas, cuyo discurso indirecto libre emborrona la conciencia del personaje trans y lo atrapa en un guion que termina por justificar la crueldad en su contra. En síntesis, aunque estas obras literarias presentan dimensiones innegables de la realidad trans, no se pensaron para cuestionar los engranajes cisexistas; en todo caso, fungen más como vehículos para explorar la complejidad de la sexualidad, pero desde la perspectiva cisgénero y heterosexual.
En años más recientes, en el ámbito de la ficción, algunos casos puntuales permiten observar lo que podría ser una mirada que se desplaza, quizá en correlato con las reconfiguraciones del contexto sociocultural mexicano. En la célebre novela Temporada de huracanes, de 2017, de Fernanda Melchor, lo que sin mucho problema puede señalarse como un transfeminicidio, se convierte en el epicentro de una trama que conecta las sórdidas historias del resto de personajes que habitan un empobrecido pueblo. Acá la trans tampoco tiene voz, es narrada por los otros personajes, sin embargo, su asesinato revela el encadenamiento de una violencia que pasa de lo individual y anecdótico a convertirse en una red que atrapa a todos: cada personaje sufre las consecuencias de este crimen, incluyendo a los perpetradores. La saña contra un cuerpo abyecto sí pesa y refleja la abyección de toda la sociedad.
En la última edición del cuentario Perras de reserva, de 2022, Dahlia de la Cerda imagina un giro ficcionalmente más contundente. En “Lentejuelas”, una trabajadora sexual trans es víctima de un transfeminicidio de lo más atroz, sin embargo, no sólo es capaz de narrar post mortem su historia, lo hace sin sentir culpa alguna por su identidad de género, la rememora con orgullo y nunca justifica la brutalidad cisexista, más bien la confronta. Incluso reprocha el tratamiento mediático de los transfeminicidios. Su narración en primera persona se sostiene en un guiño sobrenatural sumando un registro de oralidad verosímil. Este tratamiento —digamos neofantástico— es quizá la primera ficción en que se funde lo trans y lo fantástico en la literatura mexicana.
En ambos relatos, novela y cuento, la crueldad ya tuvo lugar, no se deleitan en el proceso —aunque sí se incluyen imágenes crudas—, nos cuentan lo que sigue, los corolarios sociales y afectivos de los transfeminicidios. Aunque sin llegar a la denuncia, se explora la idea más compleja de la masculinidad machista como una prisión (Temporada de huracanes) y se problematiza la transfobia perpetradora (“Lentejuelas”).
Si es factible señalar que con los textos de Melchor y De la Cerda arribamos a una inflexión ficcional, una vuelta de página completa la encontramos en —hasta donde sabemos— la primera y única novela de autoría trans. Con Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023), Évolet Aceves arriba de lleno al territorio de la ficción: ahí hace converger lo trans y el México posrevolucionario a través de imaginar la posibilidad de una artista transgénero a la usanza de una diva en decadencia. Se trata de un libro ambicioso en el que destaca la voluntad creativa y que propone una estructura donde se intercalan poesía, fotografía y dos formas narrativas principales: el diario de la artista ya entrada en años y la entrevista que tiene con un periodista interesado en su historia. Esta protagonista se explaya en su autodescubriento mediante un lenguaje ornamentado, pero la agencia enunciativa no es el único rasgo que la separa de otros personajes: aunque lucha contra la incomprensión y cierta ignominia, la brutalidad no moldea ni pone fin a su vida. Más allá de una obra fundadora, la relevancia de la apuesta de Aceves es usar la ficción como un prisma para explorar la realidad con todos los insumos inventivos posibles. Tenía que ser una persona trans quien comenzara el cambio.
La ficción ha mantenido una línea demasiado estrecha sobre la experiencia trans y ha sido mayormente instrumental a miradas normativas. No obstante, en el horizonte ya se vislumbran otras formas más creativas y elaboradas de imaginación. Seguir indagando esa representación es relevante para unas identidades cuya agresiva marginación no ha dejado de ser un mecanismo de sujeción y abyección. La literatura tiene el potencial no sólo para registrar la impronta de la violencia sobre nuestras subjetividades, es un campo rico para tensionar el campo cultural y suscitar diálogos más complejos con la realidad fuera de las páginas.
[1] Estas emergencias se expresan, en años muy recientes y casi en su totalidad, desde el registro de la no-ficción (testimonio, memoria, ensayo), pero no necesariamente se asumen como autorías literarias. En menor medida poetas trans empiezan a publicar, aunque con alcances demasiado acotados. Dichas expresiones ameritan un espacio de atención aparte, inabarcable en este texto.
[2] “De la loca a la trans: espejismos de género en la literatura mexicana, dentro y fuera de la comunidad LGBTI”, en Devy Desmas y Marie Agnés Palaisi (coords.), Tendencias disidentes y minoritarias de la prosa mexicana actual, París, Mare & Martin, 2018, pp. 139-166.
[3] El cisexismo se entiende como el sistema sociocultural fundamentado en una división binaria del género, por lo que percibe a los cuerpos trans como anómalos, antinaturales e ilegítimos. El término mantiene sinonimia con transfobia.
Licenciada en Estudios Latinoamericanos por la unam. Recibió el premio Inca Garcilaso de la Vega 2018 al mejor trabajo de titulación del Colegio de Estudios Latinoamericanos. Es Maestra en Comunicación y Política por la uam Xochimilco. Actualmente cursa el Doctorado en Humanidades en la línea de Estudios Culturales y Crítica Poscolonial.