Los funerales de Breton

Rafael E. Quezada
abril-mayo de 2024

 

 

Fotomatón de André Breton, 1924. Fotografía: Wikimedia Commons

 

Como Breton presentaba un agujero de bala perfectamente acomodado entre los ojos, decidimos celebrar el funeral con la tapa del ataúd cerrada. Antonin ocultó el boquete con una plasta de cera amarilla que ni siquiera se ajustaba al tono de la piel. Parecía que a Breton le brotaba un cuerno unánime desde la frente, casi como un dedo acusador. Salvador, quien de grande quería ser taxidermista, pero nunca había embalsamado nada, le llenó las entrañas con plumas de faisanes, quetzales y aves del paraíso, que se hincharon al absorber los líquidos del cadáver y perdieron sus colores. Leonora, dijeron, te toca la caja. De modo que me aboqué, durante trece horas seguidas —con sus respectivas duermevelas—, a la manufactura de un cofre de dos metros de largo por uno de ancho y cincuenta centímetros de profundidad, para depositar los restos de quien fuera nuestro hermano mayor.

Pero no llegamos a un acuerdo en cuanto al lugar de la sepultura. Lo más adecuado, a mi parecer, era el pináculo de alguna montaña solitaria, un pico altísimo entre nieves y roca volcánica, con vistas pletóricas a la ciudad o, en su defecto, al océano, pero a Salvador le parecía ominoso que Breton descansara en aislamiento, cuando en vida había sido un sujeto sociable, entregado a la verbena, por no decir al exceso y a la orgía. Se imponía, según su criterio, un sarcófago de oro y malaquita en el centro de la plaza, donde pudiera departir desde la otra vida en compañía de sus admiradores.

—No llegará a la otra vida —replicó Antonin— si no depositamos su cadáver en tierra surrealista. Un cementerio en toda regla, con un alto monumento lleno de estampas, coronado de dijes y atiborrado de medallitas —sentenció.

Entonces recordé mis sueños de exilio y propuse enterrar a Breton en el país de los alebrijes y las catrinas, al otro lado del Atlántico. Antonin estuvo encantado y Salvador salivó en mi cara, pero no se opuso. Reservamos un asiento para el muerto en el primer vuelo con destino al delirio. En el aeropuerto documentamos el cadáver y pagamos una multa por el peso extra de los plumajes. Por fortuna, nadie notó el cuerno en la frente, o si lo vieron, lo confundirían con algún forúnculo tapado y rebosante de pus.

Además de la caja, fui la encargada de ataviar a Breton con las mejores prendas de algodón traídas directamente desde Egipto y de calzarlo con las cáligas más bonitas de su ajuar. Tras la noche del velorio, donde la despedida de Breton no suscitó lágrimas sinceras, le rendimos homenaje con trescientas veladoras, recitamos el Santísimo Rosario y cargamos en hombros el cofre, para encaminamos al panteón, bajo la luna abrazadora del medio día. Prescindimos de la carroza fúnebre y nos valimos de la fuerza bruta, porque en ese acto de simiesca humanidad radicaba nuestra redención ante el difunto. Por eso y porque los caballos se negaron a soportar un segundo más la tiranía de Breton.

Numerosas fueron las personas que se sorprendieron al presenciar el peculiar espectáculo de nuestra procesión. Ninguno de mis hermanos vertió lágrimas, ya que no somos dados a expresar emociones de manera transparente. Sin embargo, no faltaron quienes detuvieron su andar o quebraron la rutina de su día para ofrecernos sus condolencias, abrazarnos, adornar el ataúd con flores improvisadas o entonar palabras de consuelo. Ninguno de ellos conocía a Breton ni tenía deudas pendientes con su memoria. Eso sí, el ardiente rastro de sudor que dejamos a nuestro paso atrajo a un enjambre de mosquitos voraces que nos picaron con avidez, como si nuestra sangre fuera la última en la faz de la tierra o poseyera un dulzor especial. Entre risas y quejas, Antonin comentó:

—Quieren algo de Breton, aunque sea la sangre de su familia.

Un guardia de seguridad nos detuvo en las puertas del camposanto con una mirada inquisitiva.

—¿A dónde creen que van? —preguntó.

Y nosotros, con voz unánime, respondimos:

—A enterrar este cadáver.

Pero continuó negándonos la entrada y provocó un estrambótico alboroto, a tal grado que el administrador del cementerio acudió hasta el pórtico en persona. Nos solicitó una serie de requisitos absurdos que no guardaban ninguna relación con la muerte de Breton: el acta de defunción, la licencia de entierro, la inscripción del fallecido ante el Registro Civil, el comprobante de pago del servicio fúnebre, entre otros. Por supuesto, no contábamos con ninguno de esos documentos, ya que ni Antonin, ni Salvador ni yo misma habíamos alcanzado la mayoría de edad. Con fingido pesar, nos dijo:

—Lo siento, tendrán que cargar para otro lugar con su difunto.

Probamos suerte en otros tres panteones, con idénticos resultados. Era como si estuviera escrito por el Hado que Breton no encontraría descanso hasta que se resolviera el asunto de la bala en su cabeza; como si el mayor de los hermanos continuara juzgando nuestros pasos desde el infierno de los sueños. Derrotados, con la boca llena de mercurio, reservamos los vuelos de regreso y cargamos con el muerto de vuelta al continente, con los hombros acalambrados por el peso y la piel con quemaduras de primer grado. Aun con la tapa cerrada, Breton ya desprendía la peste rancia de podredumbre.

De vuelta en casa, nos sentamos alrededor de la caja en completo silencio, como toda la gente frustrada cuando el día resulta en fracaso. Afuera picoteaban los violines de las cigarras.

—Podríamos quemarlo —propuso Salvador—. Buscamos un descampado o un basurero, lo rociamos con gasolina y le lanzamos una cerilla.

—De esa forma no destruyes la evidencia —replicó Antonin—, además, levantaría sospechas. El cerillo, la gasolina, el cuerpo mismo. ¿Y si no se calcina por completo? No, el único aliado en estos casos es el fondo marino. Le abrimos las tripas de nuevo, le sacamos las plumas, lo llenamos con piedras y lo lanzamos desde un puente hacia el río. Que vaya a los estómagos de los bagres.

Salvador y Antonin argumentaron durante seis horas los puntos a favor de sus respectivas ideas. Yo permanecí reflexiva. En algún momento de la noche (todavía indispuesta para dar paso al alba) mis ojos se encontraron con los de Breton tras el vidrio que exhibía su rostro henchido. Me pareció que ya nunca podría escapar de aquella tumba de silencio. Habían terminado sus burlas, sus constantes dilaceraciones, sus incursiones nocturnas en mis sueños.

—¿Y si lo dejamos así como está? — propuse sin mirar a mis hermanos. La discusión cesó de golpe, sentí los ojos de cuchillas en mi nuca y comprendí que exigían una mejor explicación—. Adentro de la caja está seguro, no le va a contar a nadie lo que hicimos.

La idea terminó por agradar a Antonin y aún más a Salvador. Dejamos a Breton sobre el comedor y nos fuimos a dormir. Ahora la caja se ha convertido en una mesa auxiliar y le hemos puesto un mantel de encajes para no ver el rostro podrido ni el cuerno de cera que señala a quien lo mira. Lo único raro es el olor, pero nos las apañamos bien con incienso y ambientadores de perfumes orientales.

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Rafael E. Quezada

Estudiante de la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la Unidad Azcapotzalco de la uam. Autor de El hambre del mundo (Ediciones Del Lirio, 2023)