Y usted, ¿escucha sus deseos?

Mariana del Vergel
Febrero-marzo de 2024

 

 

Cinco orejas rodeadas de pelo. Grabado de Charles Le Brun (1619-1690), Wikimedia Commons

 

Sobre el maravilloso arte del onanismo ya se ha dicho mucho y de forma exhaustiva. Mi talentoso predecesor Mark Twain se esforzó en explorar este acto recreativo. En sus “reflexiones sobre la ciencia del onanismo” logró reconocer su amplia atracción: “Todos los grandes escritores, antiguos y modernos, que se han ocupado de la salud y la moralidad, han abordado este tema de adúltero parecer. Homero, Robinson Crusoe, Miguel Ángel, Brigham Young”. Así que continuaré su excelente trabajo dedicándome a una particular forma de autoerotismo que, como usted sabrá, hoy se ha vuelto tendencia.

 

Podría llegar al orgasmo sin tener sexo. Un escalofrío placentero, un espasmo que se prolonga desde la oreja al resto del cuerpo. Si siente placer al limpiarse los oídos, ya conoce de qué se trata, ha alcanzado un orejasmo.

 

Como esta, son tantas las invitaciones que con informal desfachatez proclaman los foros de Internet en favor de una actividad que, disfrazada, puede llegar a provocar deleite sexual. “Orgasmos enérgicos” llaman a todo suceso implacable, espontáneo e incontenible, cuyo efecto —prometen— es excitación y algo más. Así, hacer abdominales, dormir, ir al ginecólogo y sentarse en los subibajas de los parques llegan a ser consideradas alternativas báquicas: ejercicios potenciadores del placer sexual. Lo mismo pasa con la intrigante actividad de picarse los oídos.

Usted se mirará al espejo, de oreja a oreja, y se preguntará “¿en verdad se guarda un tipo de deleite dentro de estos orificios cuchitriles?” Pues bien, sépase que desde los viejos tiempos, el ser humano supo aprovechar un agujero. Meter los dedos en él fue su más perfecta conquista. Sobre el origen, se sabe poco. Pero basta con advertir una interesante compatibilidad —acaso herencia—entre los monos y los hombres: estos dos son los únicos animales que practican la ciencia del onanismo-meato. Hay un impulso súbito compartido. Y es que, a la menor provocación, abandonamos todas nuestras ocupaciones para entregarnos a un hoyo corporal, especialmente al que respecta al oído.

Pero para ser sensatos, esa no es la única forma de llevar a cabo el noble arte de Onán. Algunos maestros habilidosos, en lugar de recurrir a sus dedos, acuden a instrumentos sofisticados para adentrarse a este tipo de actividad sexual. Es un caso raro ver a los macacos que utilizan una rama o algún tipo de hoja lanceolada para autoestimularse, pero existe. ¡Abra los ojos! Preste atención a una de las más grandes manifestaciones del ingenio animal: el uso de herramientas —juguetes sexuales alternativos— para lograr complejos propósitos hedonistas, disfrazados de acciones de sanidad.

Desde el siglo xviii, el fuego ya estaba en el oído: la gente buscaba “limpiárselos” con un cucurucho de papel, con cera de abeja o parafina. El cono se introducía en el canal auditivo y, audazmente, se le prendía fuego al extremo más alejado. Esta técnica (re)evolucionó en la “terapia termoauricular”. Se trataba exactamente del mismo proceso pero bautizado bajo un término específico y, en lugar de usar barquillos de papel, se realizaba mediante velas huecas. Pero, como dice el dicho “lo que no te mata te deja sordo, y lo que no te da un oído absoluto, te mata”, a la larga, muchos tímpanos explotaron, lo que hizo que este procedimiento decayera. Para el siglo xxi, los médicos acordaron que esta era una práctica sumamente peligrosa e inefectiva, pues no eliminaba el cerumen y los efectos generados eran, en su mayoría, irreversibles.

Así fue como llegó el hisopo. Ese delgado palito velloso que nos resulta tan efectivo y del cual abusamos sin reparo. Uno, dos, tres cotonetes por oído. Rascamos sin cesar hasta llegar a la membrana más profunda. Con cabezales puntiagudos, de espátula o redondos, disfrutamos de su gran variedad de modalidades algodonosas y de lo tan profundo que puede alcanzar en nuestros orificios. No es raro que estos mismos bastoncillos también sean utilizados para recoger muestras de secreciones corporales (a juzgar por su proceder).

Las pesadillas de unos pueden ser una semilla de onanismo para otros. Hay quienes ven en el insecto un aterrorizante invasor, un verdadero leviatán para el cuerpo humano. Pero hay otras personas osadas que se suman a este sombrío placer auricular mediante algunos bichos. Por ejemplo, sentir hormigas arrastrándose —cuentan— produce un pungente cosquilleo sexual. Más, si estas obreras-por-el-placer llegan a introducirse a los canales corpóreos hasta perderse.

Nos gusta sentir placer y asumir las consecuencias: una infección de oído, un pedazo de papel o algodón atrapado, la pata de una hormiga. Mugre y más mugre. Sin importar los muchos riesgos que corramos, buscamos meter, rascar y picar el oído a toda costa. El deseo va por delante y lo mórbido se vuelve, en estas condiciones, una forma de seguir moviendo el voluptas, que no es otra cosa que la forma de pensar el placer; el costal donde se combinan deleite, gozo, satisfacción y experiencias eróticas. Placer y dolor. Una pareja de conceptos que ha fundado el mundo, tanto como el dúo agua y fuego, enemigos atados por la síntesis del alcohol, también llamada “agua de fuego”.

Como ya se habrá dado cuenta, papel con parafina, velas, hisopos e insectos son algunos de los múltiples juguetes sexuales que han pasado encubiertos como instrumentos de limpieza. (Hipócrates, por ejemplo, aconsejaba la instilación al oído de aceites vegetales para eliminar el exceso de cerumen, cuando en realidad, lo que quería recomendar era un útil lubricante. Una solución que ayuda a que todo tipo de cosas entren con suavidad al agujero). La razón es clara: cualquier expresión de autoerotismo se ha prohibido durante mucho tiempo hasta en las así llamadas sociedades “abiertas”. Este pasatiempo constructivo sólo se puede practicar en privado. Ha sido degradado cuando menos a hermana de la flatulencia. En cambio, cuando se trata de conductas saludables, ¿no son dignas de presumir a la mínima provocación y en cualquier contexto?

De todas las actividades del onanismo-meato, picarse los oídos es la menos recomendada (por ser fugaz e implicar riesgos en la escucha), pero cuenta con una ventaja: tiene mayor aceptación en el espacio público. Picarse la nariz —que carga con un sentido pueril y pegajoso—, o meter el dedo en el ano —cuyas complejidades, por decir lo menos, requieren de mucha flexibilidad— resultan recreativos menores frente al goce de frotarse los oídos. Pues la lujuria desfogada que en éste se presenta puede pasar inadvertida como una labor empática y hasta altruista. En medio del orejasmo, hay quien alcanza a decirle a su prójimo: “perdóooon, me estoy metiendo el dedo para escucharte bien”.

Además, ¿no se ha dicho tantas veces que la masturbación es otra forma de autoconocimiento? Para comprender un poco habría que visitar también nuestro origen: empezar por ponernos el traje de los niños, que tienen —acaso— algo de reflejo en los adultos, pero sobre todo, una inagotable forma de darle la mano al asombro. Los más expertos nos explican: “una de las razones por las que a un niño le gusta tanto llenar y vaciar alguno de sus orificios es porque le fascina lo que pasa después de descargar un contenedor. Su cerebro se hipnotiza ante lo que ocurre con los objetos; si caen de la misma manera; o las cosas que necesita hacer para volver a meterlos”.

Efectivamente, en nuestros agujeros auditivos vive un rostro oculto que queremos que se nos aparezca. Un secreto que guarda la promesa de ser escarbado. Pero también, la promesa de ser enterrado. Pues al final, cuánta cosa que entra en nosotros busca su huida. Y cuanta cosa que está afuera busca ser probada en las terminaciones nerviosas, en la zona erógena de la oreja. ¿Qué pasa si me meto una pluma?, ¿qué si las patas de los lentes?

Saturados están los oídos de los hombres. Viven sometidos a un constante trasiego. Llenos de ruidos, es decir de rugidos. Ante esto, qué valiosa es la doble elección: la de llenar los orificios auditivos con fines ociosos, y la de insistir en nuevas cosquillas al probar con qué rascarlo. Atacado, seducido, descifrado y socavado, meterse al oído por puro placer es una gran conquista.

En cualquier momento, usted podría tener los dedos en la cavidad auricular y preguntarse, con rubor y picardía, cómo llegó hasta ahí. Pero no tenga temor de continuar su “mal social del adulterio”, pues nos alienta Montaigne que toda acción contra natura es más que todo aquello que se opone a la costumbre; “nada es sino según ella, sea como sea. Y — agrega— expulse de nosotros esta razón universal y natural, el error que la novedad nos produce”.

            A nombre de Twain y mío, me permito invitarle a que usted haga un registro del encuentro con su tan valioso orificio corporal. Transmita esa exploración hasta que alguien se sorprenda y le diga: “nunca había oído algo semejante”.

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Mariana del Vergel

(Aguascalientes, 1998)

Escribe ensayo y poesía. Becaria del pecda (2020) y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Autora del libro Discéntricas. Muestra de poesía joven mexicana de mujeres (Ediciones La Rana, 2021) y de Prácticas de juego (Poesía Mexa, 2022). Fue directora editorial de la revista Los Demonios y los Días.