Fiódor Dostoievski, Vasily Perov, 1872. Imagen: Wikimedia Commons
El diablo empieza con la espuma en los labios del ángel
que se puso a luchar por una santa causa
Grigori Pomerants
A Dostoievski le llamaba la atención el espiritismo. No como una forma de comunicarse con los difuntos, sino como un fenómeno social: en los años setenta del siglo antepasado, el espiritismo se puso muy de moda en la alta sociedad rusa. Dicen que incluso el emperador Alejandro II acudía a los servicios de los médiums para hablar con su padre muerto. Entre los mayores divulgadores del espiritismo estuvieron dos tocayos del monarca: el escritor Aleksandr Aksákov y el destacado químico Aleksandr Bútlerov. Ellos organizaban en San Petersburgo grandes sesiones, durante las cuales, según los testimonios, volaban mesas y brincaban sillas. No obstante, no todos los intelectuales rusos fueron hechizados por los espíritus. El creador de la Tabla periódica, Dmitri Mendeléiev se indignó tanto por el vuelo de las mesas que decidió a fundar la Comisión de estudios de los fenómenos espiritistas para desacreditar a sus colegas y comprobar que el objeto de esos estudios no existe. Fiódor Mijáilovich fue uno de sus principales aliados en esta misión. Una y otra vez en sus ensayos Dostoievski se burlaba de los poderes sobrenaturales y de sus crédulos adeptos.
En noviembre de este año, se cumplen doscientos dos años de su nacimiento. Hay en esta cifra algo fantasmagórico. El efecto de espejo incomoda, pues todos los espejos crean dobles, aquellos que tanto asustaban a los personajes dostoievskianos. Aparte, gracias a los cineastas hollywoodenses, sabemos que con los espejos y los espectros hay que tener cuidado: el demonio no duerme, uno no sale ileso de la mesa espiritista. Dostoievski no creía en los espíritus, pero sí en los poseídos.
El hombre apoderado por una fuerza superior es, sin duda, uno de los temas principales de Dostoievski. Sus personajes más memorables —Raskólnikov, Versílov, los Karamázov— parecen estar poseídos. El tema de la posesión se expresa con mayor exactitud en la novela Los demonios, traducida también como Los endemoniados (uno de los pocos casos cuando la traducción resultó más precisa que el título original). El filósofo Nikolai Berdiáiev fue el primero en definir esta obra como “libro profético”, pues allí Dostoievski predijo el carácter de la futura revolución rusa con su poética de la destrucción. La novela recrea la historia del asesinato de un estudiante, organizado por el joven anarquista Serguéi Necháiev, líder del grupo clandestino “La Venganza del Pueblo” y el autor del Catecismo revolucionario. “El revolucionario es un ser condenado. Él no tiene propios intereses ni propios quehaceres ni sentimientos ni adicciones ni propiedades ni siquiera tiene un nombre. Todo en él está consumido por el único interés, el único pensamiento, la única pasión: la revolución”, advierte Necháiev al principio de este tratado. Cuando Dostoievski, perturbado por el asesinado del estudiante, empezó a escribir su novela, el terrorismo político aún no era en una realidad cotidiana. Pero la profecía no tardó en cumplirse: en 1881, un mes y cuatro días después de la muerte del propio escritor, Alejandro II fue asesinado (su muerte fue precedida por diez atentados, de los cuales el emperador salió indemne: los espíritus, al parecer, supieron cuidarlo por un largo rato). En 1905 se inició la primera revolución rusa, cuyos caudillos tampoco vacilaban en aplicar medidas extremas: sólo durante la primera década del siglo, más de dieciséis mil personas en Rusia fueron víctimas del terrorismo. Finalmente, en 1917 sucedió la Revolución de Octubre, que condujo —entre otras cosas, por supuesto— a la guerra civil, represiones masivas, encarcelamientos y ejecuciones, la destrucción de la fe y de la cultura. El caso de Necháiev, poseído por el espíritu revolucionario, fue, para Dostoievski, un presagio de todo ello. No es sorprendente, por tanto, que Lenin (nacido, por cierto, el mismo año cuando Dostoievski empezó a escribir Los demonios) se refiriera a esta novela como “un asco reaccionario”. El paralelismo no pudo pasar inadvertido para el líder de los bolcheviques. Dicen que cuando el comisario de la instrucción proletaria Anatoli Lunacharski prometió al profesorado de su alma mater, Gimn asio de Kyiv, erigir un monumento a Dostoievski, un profesor tomó la libertad de sugerirle una inscripción: “Para Fiódor Dostoievski, de parte de los demonios agradecidos”. Esta historia no es más que un apócrifo (anti)revolucionario. Lo cierto es que Lunacharski, igual que Lenin, también se sentía indignado por el trato que el escritor daba le a sus personajes. “Caer bajo la influencia de Dostoievski es antihigiénico”, escribió el comisario en uno de sus artículos. Nadie tiene tanto apego a las metáforas como los ideólogos de los regímenes totalitarios.
“La idea lo ha comido”, dice el protagonista de Los demonios a su camarada. Bien se sabe que Dostoievki fue un escritor de ideas. “Sin la idea superior no puede existir ni el hombre ni la nación”, leemos en Diario de un escritor. “Dostoievski se convirtió en un gran artista de la idea”, escribe Mijaíl Bajtín en su famoso libro sobre la poética dostoievskiana. Pero también es cierto que Dostoievski no sólo plantea ideas, diversas y a menudo opuestas: su objetivo es demostrar cómo las mismas consumen al hombre. Al principio, la idea, esta fuerza superior, se apodera del ser humano. Todo lo demás pierde, por consiguiente, su importancia (“¡ni intereses, ni sentimientos, ni siquiera el nombre!”); la idea requiere la devoción absoluta. Finalmente —y es la etapa más trágica— la idea se transforma, convirtiéndose en su doble maligno (un caso muy común en la historia de la humanidad). Pues las ideologías más destructivas se basaban en las ideas más nobles y sublimes. La Santa Inquisición protegía la fe. El fascismo buscaba la unidad del pueblo y la resurrección nacional. El comunismo soviético anhelaba la justicia social y la igualdad de clases. Pero una idea benévola muy fácilmente se convierte en una idea carnívora. Esto sucede, como bien nos lo muestra Dostoievski, cuando la misma empieza a pedir sacrificios humanos. Raskólnikov, anhelando ayudar a todos los humillados y ofendidos, mata a la anciana usurera y a su inocente hermana; el joven socialista Piotr Verjovenski, protagonista de Los demonios, junto con sus camaradas matan a su compañero para que éste no delate la causa revolucionaria; Kiríllov, otro personaje de la novela, poseído por la bella idea del libre albedrío, se mata a sí mismo. “El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, aseguraban los ingleses. “El fin justifica los medios”, solían decir los revolucionarios rusos. Dostoievski rechaza este principio. La verdad que requiere sangre no es una verdad para él. Igual que su personaje Iván Karamázov, Dostoievski podría decir que toda la futura armonía del mundo no vale una lágrima de un niño atormentado.
Por desgracia, a doscientos dos años de su nacimiento, una idea dostoievskiana también se ha convertido en su doble oscuro y, a la manera de un espíritu maligno, se apoderó de la mente humana. Dostoievski creía que Rusia tiene su camino especial en la historia de la civilización, ajeno al camino de otras civilizaciones. Rusia, en los ojos de Dostoievski, tiene una misión histórica: reunir y reconciliar las demás culturas del mundo o, por lo menos, las culturas europeas, apaciguar las contradicciones, aminorar las diferencias. Esta visión del “ruso pacificador” aún permanece en el discurso público de la sociedad rusoparlante esparcida ahora por todo el territorio postsoviético. Los nacionalistas y neoimperialistas rusos han convertido a Dostoievski en un comodín y justifican con él su jugada. “La idea rusa” de Dostoievski alimentó no sólo a los grandes pensadores del siglo pasado como Vladímir Soloviov y Nikolay Berdiáiev, sino también a los principales ideólogos del putinismo: al filósofo Aleksandr Duguin y al escritor Zajar Prilepin. La visión de que la gran Rusia dirá, al fin y al cabo, una nueva palabra, reunirá a todos los pueblos eslavos y triunfará sobre el Occidente los ha comido hasta el último hueso. Junto con aquellos que, después de casi dos años de la guerra en Ucrania, aún creen en la misión apaciguante del soldado ruso. El año pasado, una amiga de la infancia, que hace quince años se mudó a Kyiv, me dijo que desearía que sus hijos nunca leyeran a Dostoievski. A quien en este momento le caen encima las bombas, que tire la primera piedra.
Burlándose de los adeptos del espiritismo, Fiodor Mijáilovich aseguraba que el propio Nikolay Gógol, su gran antecesor, le mandó una carta desde el infierno para advertirle al público que tuviera cuidado con los espíritus. “No llamen a los diablos, no se metan con ellos”, decía. Nadie le hizo caso, ni en aquel entonces ni ahora. Las mesas vuelan, las sillas brincan. Los edificios caen, los niños derraman lágrimas. Al mundo dostoievskiano le hace falta una buena sesión de exorcismo.