Tres maestros

Maximiliano Sauza Durán
Diciembre de 2023-enero de 2024

 

 

Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Alberto Durero, grabado, 1498

 

Durero

Miro la ciudad alzada detrás de mí.

Pablo Montoya, “Durero”

 

Cada monstruo es la parte de sí mismo que lo hace monstruoso. Las planchas de madera eran retenidas por inmóviles prensas monstruosas. Relojes, poliedros, bocetos —obras maestras por sí mismos—. Xilografías del detalle. Un ordenado San Jerónimo, atareado en traducir la Vulgata, se muestra paciente detrás del grabado de un ansioso Ángel que mira el consternado horizonte del margen, más allá de nuestros ojos, más allá de los abandonados quehaceres del ficticio estudio del polímata. Simulacros milimétricos. Anatomías tenebrosas. Naturalezas muertas.

Durero sale del taller y camina por el empedrado bajo aquel cielo teutónico. Piensa, acaso, mientras va por el pan y la leche, que toda esa gente es infinitamente grotesca, y que si Dios le diera la eternidad él podría hacer algo nuevo cada día. Pero por ahora sólo un encargo le agobia: Apocalipsis cum Figuris. Camina imaginando el libro ya impreso, qué bonito va a quedar, piensa. Cuánta gente lo va a leer en ésta, la legua de Lutero, o en aquélla, la castellana de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Cuánta gente leerá ya no la Vulgata Editio transmitida en pesados manuscritos sino la Biblia por fin divulgada por ese otro milagro del ingenio protestante alemán llamado la imprenta. Babel será de nuevo. Pero la imagen… la imagen no se contiene en la lengua: la imagen es la Torre verdadera. Esto piensa el maestro de Núremberg.

Apocalipsis cum Figuris. Todos seremos juzgados; en el vaivén analítico del pensamiento unas formas nacen como paridas del tormento. Se le ocurre la secuencia. Primero, San Juan, el Águila de Patmos, martirizado, reza amortajado en un cóncavo cuenco. Judíos burgueses con sombreros y bigotes intercambian miradas expiatorias. Un contrecho paje arroja agua al santo hirviendo. Un perro pequeño mas lanudo nos invita a ver el grabado con sus ojos de reproche. Detrás, sobre el tumulto de turbantes, un castillo medieval sirve de deslustrada sinagoga. Un abeto resplandece en su sola altura. Ya casi llega por el pan. Piensa en el siguiente grabado. Reconoce en las caras de los hombres de la calle a los verdugos de sus ilustraciones. Simples comparsas, meros modelos. Recoge el pan y lo paga autómata. Va por la leche. Los gatos restriegan sus estirados pelambres en las piernas de los transeúntes. Los perros aúllan el coro desigual de los gallos. Los hombres y las bestias son ríos de sangre ruidosa. A Durero se le antojan motivos universales, indistintos a las lenguas. Siete candeleros de oro con trémulas llamas en sus remates empinados. San Juan arrodillado (imagina las plantas de los pies dobladas) frente al Todopoderoso, que sostiene en una mano un mudo libro, en la otra un ramillete de siete estrellas; de la boca una teutona espada brota justiciera. Flamígeros son los ojos de Dios. Corona le es la luz y tribunas las nubes. Sí, lo ve todo a la perfección. Se detiene el maestro de Núremberg a medio empedrado. La gente lo evade, otros lo saludan despistado. Durero imagina la corte de Ángeles, Arcángeles y Virtudes (recuerda las jerarquías celestiales de San Gregorio), así como las Potestades, los Principados y las Dominaciones; piensa en los Tronos, los Querubines, los Serafines; se imagina a todo el coro alado abriendo las Altas Puertas sobre un pequeño valle germano —paisaje de la infancia—. Analepsis inconsciente. Se imagina a los Cuatro Jinetes, tres de ellos fornidos y ataviados en gruesos corceles; parecen príncipes sabios de los reinos despóticos del Oriente; mas uno de ellos, el cuatro, el primero en la fila, es famélico y horrible, montado en una bestia igual de endeble. Jinete sacado de una danza macabra. Los mira aplastando a los idólatras e infieles, a los apóstatas y blasfemos, a los energúmenos condenados al Averno. Arco y saeta, espada cruzada, la libra de una balanza, un tridente pobre aunque ufano: armas de los Cuatro Jinetes. Sobre ellos, un Ángel de togas despeinadas despliega sus blancas alas de blancas plumas. Y ve también una pirámide de estrellas sobre la Tierra despeñadas. Un Sol y una Luna que miran con disgusto a los aborrecibles seres sobre los que caen las anémonas celestiales, arañas de fuego. Ni los hombres coronados ni los herejes con turbantes se salvan de la infausta lluvia. Ya compró la leche. Y luego ve cómo cuatro achacosos rostros soplan a los cuatro rumbos, los cuatro vientos que se dimidian el odre del mundo: a cada uno le toca un Ángel. Reciben aladas noticias de un sombrío mensajero. Una horda de hombres se inclina para pedir retardada misericordia. Los Ángeles no vacilan. Blanden las espadas. Empieza uno a repartir el universal tributo. Camina aún Durero con las figuras apostadas en su cerebro. Otra escena: la orquesta de Siete Trompetas que sobre una mar poblada de barcos desbarranca una hecatombe. La República de ángeles aparejados desploma la furia del Altísimo contra la plebe: se puebla de almas buenas y piadosas la Ciudad de Dios. Guerra justa. Última Cruzada. San Juan devora de la mano del Ángel el libro que Dios sostiene. Columnas que devienen llamas son las piernas del Ángel Destructor. Transparente es el cuerpo del ser invisible. San Juan sigue devorando la Palabra. Águila de Patmos. Evangelista del Postrero Día. Doce estrellas coronan a una mujer revestida de Sol arrullada por la concha de la Luna. Un germánico Firmamento se abre para combatir a la terrible Bestia: siete cabezas son las suyas, diez cuernos dimidian su monstruosidad. Baja el Arcángel Miguel a lidiar con el Dragón. Sube de la mar el Malo; los hombres le rezan y le imploran. El Todopoderoso mira decepcionado el albedrío humano. Un Carnero sube abanderado el monte de Sion. Los hombres con palmas en las manos miran la voluntad de El Que Es. Llega a la panadería. Sobre la Bestia bermeja una mujer burguesa reparte una lujosa ofrenda. Unos hombres andan ya salvados entre espejismos nebulosos. En cuerpo y alma Dios hubo de tomarlos. Otros, ricamente ataviados, están en la Tierra, frente al monstruo de siete cabezas y diez cuernos.

Finalmente, en la última estampa, uno de los Ángeles del Abismo encadena al Demonio terrible; y una linda villa germana poblada por grabadores de cosas buenas —¿Núremberg, Lieja, Amiens…?— es señalada al Águila de Patmos como si fuera una última fortaleza de la civilización humana. Como figura del Apocalipsis en el reencuentro prometido entre Dios y la estirpe amada. No parece preocuparse demasiado por el yerro del Infierno y sigue caminando por el tranquilo empedrado a casa.

 

El Martirio de San Sebastián, El Greco, óleo sobre tela, 1610-1614, Museo del Prado, Madrid

 

El Greco

 

…el pincel niega al mundo más suave
que dio espíritu a leño, vida a lino.

Luis de Góngora

 

Nadie se esperaba eso. Una de las flechas está más hundida que el resto. Cualquiera diría que tu hazaña fue sobre todo una composición del claroscuro, en la combinación del manierismo y tenebrismo, en la victoria del color ante la sombra.

Pero todos sabemos que tu San Sebastián disfruta de aquel abdominal martirio. Aquella tortura le resulta deliciosa. Mira esos ojos extasiados que alzan la mirada. Mira esa boca que retiene el gemido. La sensualidad elegante es pocas veces alcanzable. Nunca fue tan fálico un tronco. Nunca fueron tan certeras las saetas, incluso aquellas que errantes dieron en su blanco.

Atraviesan tus ojos el miedo. No piensas ya en la hagiografía. Pura parafernalia; excusas para retratar a aquel joven de amplio pecho y fornidas piernas. No. Aquí no ha vencido el color. Aquí lo supremo es la anatomía. Mira, Greco, el vaivén de tu pincelada; el rasgar de la manera. Se suman las capas del hiperbólico cuerpo. Contorsión deliciosa. Dios quiere que ascienda esa vida ejemplar, demasiado bella como para madurar su podredumbre en la Tierra. Que hunda su simulacro en el cuerpo como el mundo se hunde en culpas. Que no ande penando su placer. Que nadie vea, Greco, lo que has hecho. En otros tiempos menos sensuales habrías de sumergirte con soltura. Mutila esta pieza. Deshazte de tu obra maestra. No. No hagas caso. Sólo no la concluyas. O conclúyela y suelta a ese efebo amarrado al que haces pasar por un mártir de la Iglesia. Sigue pintando. Ponles márgenes verdosos a las cosas. Practica siempre con esa voz que del pincel emana. Sigue dándoles rostros humanos a los hombres. Hazlos reconocibles. Que vean su voluptuosidad, quizás. Amarra tu estilo siempre a los caprichos de los sentidos, a las formas de la realidad, a los mantenimientos cotidianos. Eres el pintor de las cosas del mundo. Estás aquí, frente a ese bello joven atado a un falo de madera, píntalo no como un santo del Cielo sino como un hombre de aquí, la Tierra.

 

Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, Rembrandt, óleo sobre tela, 1632

 

Rembrandt

 

La mueca no era tal. Era su propio rostro.
O, más bien, toda su persona era una mueca.

Victor Hugo

 

…en el mundo hay muchos menos gestos que individuos

Milan Kundera

 

Es difícil asimilar la presencia de Dios, pues Él es uno y nosotros somos múltiples. Sin embargo, nada hay más terrible que la infinita variedad del rostro humano. Ante un cadáver abierto por el canal, los órganos, los huesos, las vísceras y entrañas parecen siempre iguales. Pero el rostro que reviste de epidermis una tétrica calavera es siempre distinto. Al ver las manos, uno descubre su originalidad en las huellas digitales. Marcas irreconocibles en el burdo barro o en la sangre de un delito. La nariz aguileña del autor del Quijote o los almendrados ojos de un poeta persa son cosas aleatorias —nadie nada elige—. Un ojo tuerto. Una pierna molida. El lunar bajo la boca de la muchacha amada. La firma deliciosa del maestro Durero o la gama sensual de histriónicos colores de El Greco: eso hace únicos a los hombres. La palabra ni plagia ni emula. Uno es perfecto en su fealdad. Un par de pechos firmes de una joven de veinte años puede despertar lo mismo que el culo flácido de una matrona oriunda de las cloacas de Roma. Toda belleza es terrible. Toda belleza, en realidad, es un milagro de la luz en conjunción con la sombra. Los niños y los viejos ríen siempre con la risa que merecen. Hay ríos que no buscan el cauce con la mar. Somos la sombra del rostro que cargamos. Una vela no alumbra más que lo necesario. Vemos cómo se arma un paisaje ante los ojos, y aun así dudamos de la perfecta arquitectura del tiempo y de la sabia Naturaleza. Somos horribles, y hasta en eso somos imagen y semejanza de nuestro de nuestro Creador —Aquel que no se cansa de plagar de bellas y monstruosas cosas al Universo—.

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Maximiliano Sauza Durán

Traductor y maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana. Ganador del Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo 2020 con Los dioses que huyeron (uv, 2021).