Retrato de Rainer Maria Rilke, Leonid Pasternak, óleo sobre lienzo. Imagen: Wikimedia Commons
Hacia mediados de 1913, el poeta de lengua alemana Rainer Maria Rilke publicó dos de los libros más importantes de la poesía europea del siglo xx. Este año celebramos, entonces, el centenario de la aparición de las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo. Estas obras son la condensación del pensamiento poético rilkiano, su mediodía creativo. Sin embargo, mi texto no tiene por tema las Elegías ni los Sonetos, ambos comentados mil veces y traducidos en gran número al castellano. Mi escrito quiere ocuparse de la relación artística y vital sostenida por Rilke con la cultura francesa. Este encuentro se da en un momento de efervescencia histórica, en los años anteriores a la primera gran guerra, pero también representa el periodo de mayor esplendor de Rilke, cuando éste se encontraba en la plena posesión de sus poderes creativos y estaba entregado, con voluntad y contra todo, a la edificación amorosa de su obra. ¿Qué le aportó Francia a Rilke? ¿Dónde se nota la influencia del arte y la poesía francesa en su poética? A su vez, ¿cómo modificó la lengua francesa la escritura poética de este poeta?
Rilke vive en Francia en dos periodos. El primero y más importante comienza en 1902 y podríamos decir que termina en 1910, con la publicación de la novela Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. En este libro, el protagonista es un joven danés que llega a vivir a la capital francesa, que en ese entonces, a comienzos del siglo xx, era también la capital mundial del arte. Los Cuadernos —narración, memorias, descripciones, reflexiones, anotaciones, sueños y pesadillas— son, a todas luces, una suerte de autobiografía apenas disimulada del poeta, que venía de la pequeña Praga y de golpe se encuentra perdido y horrorizado ante los espectáculos de la gran urbe. Pero el proyecto del primer viaje de Rilke era trabajar en un libro sobre Rodin. Clara Westhoff, esposa del poeta, había sido la alumna del escultor, y es por iniciativa de ella que Rilke viaja a la capital francesa.
No sin dificultes económicas, angustias existenciales y precariedades materiales, Rilke logra instalarse en París y consigue, gracias a su talento y al magnetismo solar que emanaba, relacionarse con el medio artístico parisino. Trabaja en el taller de Rodin y le seduce su escultura; visita el Salón de 1907, en donde descubre la pintura de Cézanne, que será su obsesión; lee en la Biblioteca la poesía de Baudelaire, que interioriza y se vuelve su modelo de la forma. El segundo periodo fue de apenas unos meses, de enero a agosto de 1925, poco antes de su muerte ocurrida en Val-Mont, Suiza. Sumaba cincuenta y un años de existencia.
La correspondencia de Rilke con Clara, a propósito de Cézanne, puede constituir por sí misma un libro en la bibliografía del poeta. En esas cartas Rilke se muestra como un gran crítico de arte. No es casual que el poeta se haya sentido fuertemente atraído por esta obra: Paul Cézanne es el puente entre el impresionismo y la pintura moderna: sin él no habría habido Matisse, Braque y Picasso. La pintura de Cézanne le revela a Rilke una nueva dimensión de su sensibilidad y le ayuda a abrir otro camino en su poesía. La objetividad de la cosa en Cézanne influyó para que Rilke alcanzara lo que él mismo denominó “poesía objetiva”, que ya había intuido en sus anotaciones sobre la melodía de las cosas, pero que termina confirmando gracias al diálogo entre poesía, pintura y escultura. De esta nueva perspectiva nacen algunos poemas que podemos denominar materiales, ya no tanto ideales. Por ejemplo, el famoso “Torso arcaico de Apolo”:
No conocemos la inaudita cabeza,
en que maduraron los ojos. Pero
su torso arde aún como candelabro
en el que la vista, tan sólo reducida,
persiste y brilla. De lo contrario, no te
deslumbraría la saliente de su pecho,
ni por la suave curva de las caderas viajaría
una sonrisa hacia aquel punto donde colgara el sexo.
Si no siguiera en pie esta piedra desfigurada y rota
bajo el arco transparente de los hombros
ni brillara como piel de fiera;
ni centellara por cada uno de sus lados
como una estrella: porque aquí no hay un sólo
lugar que no te vea. Debes cambiar tu vida.
Esta objetividad de la cosa, esta fijación de la mirada en el objeto, esta concentración sobre la materia, Rilke la detecta, antes que en Cézanne o en Rodin, en la poesía de Baudelaire. En una carta, el poeta dice a Clara:
Seguramente recuerdas, en Los apuntes de Malte Laurids Brigge, el pasaje que trata sobre Baudelaire y su poema ‘Una carroña’. Me siento obligado a pensar que sin ese poema toda la evolución hacia una dicción próxima de la cosa, que ahora creemos reconocer en la obra de Cézanne, no habría podido comenzar (…) La visión artística debía aprender, primero, a dominarse hasta ver en lo que es terrible y en apariencia repugnante, una manera de existir tan válida como los demás modos de existencia. Así como toda selección está prohibida, al creador no le está permitido dar la espalda a ninguna forma de existencia, basta con un solo rechazo, cometido en cualquier momento, para que abandone enseguida el estado de gracia, para que sea pecador de los pies a la cabeza.[1]
Este enfoque está presente en muchas piezas de los Nuevos poemas, escritos casi todos ellos en París, cuyos motivos son esculturas, animales y plantas. Los poemas franceses de Rilke devienen más objetivos, más concentrados: reposo, pero no despedida, del pensamiento poético por analogía, que había caracterizado sus primeros poemas y que reaparecerá en sus dos grandes obras. Así, con los ejemplos de Baudelaire, Rodin y Cézanne, Rilke modifica su punto de vista sobre la realidad, sobre su concepción del poema y sobre la imagen del poeta como un trabajador infatigable. En otra carta a Clara, Rilke cita al propio Cézanne: “No hay nada mejor que el trabajo”. Lo mismo pensaba Rodin, lo mismo creía Baudelaire: trabajo, esfuerzo, disciplina, ningún espacio a la inspiración, al “ocio”, a eso que yo llamo “estado de disponibilidad”. En sus “Consejos a los jóvenes literatos”, el autor de Les Fleurs du mal asegura: “Un alimento muy sustancial, pero regular, es lo único necesario a los escritores fecundos. La inspiración es decididamente la hermana del trabajo diario”.[2]
Poetas como Olga Orozco o Enrique Molina, que esperan diez años entre la publicación de un poemario y otro, son impensables en la tradición francesa. El poeta es aquel que le da espacio a la vida, el que deja que se manifieste y actúe en él. Es todo lo contrario de un trabajador, de alguien que cumple un horario. El novelista se sienta todas las mañanas a escribir una página; el poeta, para que pueda escribir un buen poema, debe pasar muchas horas de introspección, de espera latente, de “participación”. El poeta es un ser participable, el que se confía al flujo de la existencia. Baudelaire, cierto, es maestro de la forma, pero se le nota el esfuerzo. Hay dos clases de poetas: el que domina la técnica y el que cada vez que escribe es como si lo hiciera por primera vez. Consciencia e inocencia.
En su monografía sobre Rilke, Philippe Jacottet, traductor y apasionado lector de la obra rilkiana, afirma que el ejemplo de Rodin le permitió al autor de los Nuevos poemas la “concentration sur un objet donné” para así escapar de las “intermittences de l’inspiration”. Jacottet apela a una observación de Musil. En su texto de homenaje a Rilke, dos años después de la muerte de éste, Robert Musil habla de la transformación de la poesía rilkiana de un estado de “porcelana” a un estadio de “mármol”. Paso de la fragilidad a la resistencia, de la idealización a la materialización. Los extremos de la poesía de Rilke son la materia y el espíritu, el mármol y el ángel. Rilke: el ángel de mármol. Poesía objetiva y poesía ideal.
Rilke escribió en francés. Esa poesía es contenida, sencilla e incluso dubitativa. Es normal pues a pesar de haber vivido varios años en Francia, quiso expresar ciertas emociones en un idioma que finalmente no era el suyo. Comparar esta porción verbal con el resto de su obra, escrita todo ella en alemán, sería injusto. Se puede escribir prosa en un idioma diferente del propio, como lo hicieron Nabokov y Beckett; escribir poemas en una lengua distinta a la materna es más difícil y diría que hasta imposible. Borges, que creció y se educó literariamente con el inglés, escribió “Two English Poems”, no más. Una cosa es hablar un idioma extranjero, otra muy diferente es escribirlo, sobre todo si se trata de poesía. Los poemas de Rilke en francés son un homenaje a lo que Francia le dio a su ser, sí, pero también representan una parte inherente de su aventura poética, tienen que verse así y no de manera aislada como lo hace la crítica francesa, que tiende a separarlos del resto de su producción.
El escritor visionario de las Cartas, el poeta lírico de las Elegías y los Sonetos, el prosista de los Cuadernos y el autor de Vergers[3] son uno y el mismo. Rilke siempre buscó la unidad en un plano más profundo de la existencia: la unidad de la vida y la muerte como dos experiencias inseparables, que le dan pleno sentido a nuestro paso por la tierra. Y en esto Rilke se opone radicalmente a la cultura occidental, que ha visto a la muerte como algo que se debe disimular, negar y ocultar. Las sociedades hedonistas de occidente han vaciado a la vida de la muerte, al hacerlo paradójicamente la han desvalorizado, porque la vida no puede concebirse sin la muerte y ésta no se entiende sin la vida. Vida y muerte son la dialéctica por excelencia, los poetas siempre lo han sabido y se han encargado de recordárnoslo.
Zagajewski escribió: “Rilke era un elegante signo de interrogación en el margen de la historia. Lo que nos atrae de él es su rigor interior, la disciplina de su vida, los sacrificios que hizo. Es su intensa vida interior lo que creemos ver a través del velo de sus escritos. Rilke fue la voz secreta de su época, el susurro contrapuesto a su manifestación oficial”. Ese signo llamado Rilke nos sigue interrogando.
[1] Estoy trabajando con el volumen Œuvres en prose. Récits et essais, Bibliothèque de La Pléaide.
[2] L’Art romantique. Littérature et musique, Flammarion.
[3] Vergers, suivi de Quatrains valaisans, Les Roses, Les Fenêtres et Tendres impôts à la France. Collection Poésie/Gallimard.
(Villahermosa, Tabasco, 1983)
Poeta, ensayista y traductor mexicano. Estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, Argentina. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Obtuvo el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra 2013 y el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje 2010.