Migraña

Lucila Navarrete Turrent
Octubre-noviembre de 2023

 

 

Fotografía: Pixabay


Debemos admitir la posibilidad de que
no sólo toda la migraña podría tener
un significado para el paciente, sino que
ciertos síntomas individuales del ataque podrían
adquirir una importancia simbólica específica.
Oliver Sacks

1

Adquirí conciencia de mi padecimiento cuando tuve un ataque a los veintidós años en plena función de Episodio II de Star Wars. Anakin le declaraba su amor a Padme Amidala mientras me abría paso en la fila de asientos, disculpándome con los espectadores para caminar con premura hasta los baños y encerrarme en el primer excusado a vomitar. Las náuseas comenzaron a acosarme tan pronto se oscureció la sala. Pensaba que podía controlarlas si respiraba profundo, pero el deseo de no perturbar a nadie fue en vano. Vino una primera arcada, luego otra más fuerte que disimulé al fingir que recogía algo del suelo, hasta que finalmente me paré para dejar que mi destino siguiera su curso.

Esa vez la cefalea había comenzado por la mañana. Un dolor concéntrico al ojo derecho se fue intensificando en el transcurso del día. Mi pareja de entonces me llamó para avisarme que iríamos a ver una película esa misma tarde. No preguntó si me interesaba ver Star Wars. A mí esa saga jamás me resultó estimulante, pero fui, como lo hice tantísimas veces, sin objetar. 

De modo que ahí estaba, hincada frente al retrete, mirando el fluido amarillo y gelatinoso por el que expulsaba una pizca de esa sombra que, como supe después, había tocado a mi puerta tiempo atrás, presagiando el destino que aqueja a quienes heredamos enfermedades crónicas. Observé cómo giraba el lastre hasta desaparecer, mientras empezaba a sentir la cabeza liviana y despejada. Salí del baño y regresé a la sala. Mi pareja no se enteró, como tampoco supieron mis padres cuando de adolescente me daban jaquecas con algo de molestia a la luz. Solía pedirle a mi mamá un Advil que lograba disipar un poco el tormento.

Pero el vómito en los baños del cine abrió un portal por el que la bestia de la migraña aseguraba su morada y se plegaba ante las Moiras. Me condenó a ser expulsada del mundo cada cierto tiempo, sin previo aviso; a transitar ocasionalmente por su dimensión inerme e incompatible con la vida.

 

2

“No hay ninguna situación humana que tenga un seguro contra el dolor”, dice Ernst Jünger en un estudio sobre el significado del sufrimiento en la era del salario y la técnica. La fuente de poder del dolor se explica en la medida que existimos; nada es tan real como un cuerpo que padece; un cuerpo que, especialmente en estos tiempos, interroga sobre su función. Como dice Jünger, nuestra era expulsó al dolor de la vida cuando ésta se convirtió en instrumento de trabajo, en objeto al servicio de la técnica. No hay resto de ritualidad en el cuerpo, y cuando su sacrificio es inminente no puede ofrecerse al cosmos ni a lo divino. Su razón de ser está en la productividad. Enfermarse, padecer dolor, incapacitarse significa que hemos dejado de ser útiles.

Por eso sé bien que cuando se inicia el ciclo de la migraña, emprendo un desafío de arriesgadas consecuencias. Sostengo la cordura hasta que las actividades más importantes del día han sido resueltas: llevar a mi hija a la escuela, dar clase, ir a junta, atender correos, escribir mi columna, preparar los alimentos… Mi hija depende enteramente de mí: no puedo ser disfuncional. Postergo el clímax a sabiendas de que, tal vez, no pueda ser lo suficientemente fuerte y, en cualquier momento, me desmaye. Casi siempre, algo muy dentro de mí me sostiene hasta que llego a casa con mi hija después de un largo día de trabajo. Le doy de comer y le pido que me dé un tiempo, que haga la tarea o vea su serie favorita. Oscurezco el cuarto y me recuesto verticalmente para disminuir la presión sobre la cabeza. Trato de controlar la respiración, pero el clímax llega con toda su violencia; siento cómo el cerebro se ensancha y mi ojo sale de su órbita. El dolor es tanto que mis manos tiemblan y el corazón se agita. De pronto, me sumerjo en un sueño letárgico. Me siento atrapada, pero los martillazos al fin ceden. Después de un par de horas abro los ojos con desconcierto. Me incorporo. Trato de reconocer dónde estoy. No he dormido, he atravesado un sitio denso, creado por el exceso de serotonina en mi cerebro. Me levanto, atiendo a mi hija un rato, procuro que cene algo y se vaya a la cama tranquila. Después, regreso a descansar porque la resaca se instala.

Con el tiempo he entendido que al bicho no le gustan las demoras. Desafiar el destino tiene su costo. Por la noche me asedia el eco del episodio y su grisura se aferra durante un par de semanas en las que no siento la cabeza donde corresponde. En el mejor de los casos, el ciclo se cierra cuando llegan las náuseas y el vómito. Un día, de la nada, despierto con los ojos y la cabeza limpios. Entonces olvidaré mi enfermedad por días o semanas, quizás meses, hasta que una mañana nublada, cuando cambie la presión atmosférica, me recuerde lo vulnerable que soy.

¿Cómo anudo esta afección en mi vida? ¿Cómo interpreto el sacrificio de mi cabeza? ¿Me hará más fuerte o más humilde? “La enfermedad es una ciudadanía más cara”, dice Susan Sontag. Tarde o temprano portamos su identificación.

 

3

Cuando era adolescente, mi tía materna, la menor, solía pasar temporadas con nosotros durante el verano. Su bolso, lleno de labiales y medicamentos, era una especie de termómetro. Si hurgaba en él con la intención de retocarse los labios todo iba bien; si sacaba el pastillero su rostro ya era otro y, tan pronto le era posible, huía al cuarto en el que dormíamos juntas. Durante dos días no probaba alimento, no salía a la calle, no decía una palabra. Un espectro la suplantaba. Yo echaba de menos su rostro alegre, su carácter dicharachero. Cuando por fin vencía la oscuridad, me describía la intensidad de los latigazos en su cabeza, el vacío en el estómago, el deseo de no existir.

Luego crecí y al rozar los veinte, la cabeza comenzó a hacer de las suyas, pero los dolores se iban tan pronto me concentraba en alguna lectura, me sentaba a interpretar una pieza al piano o atendía clase de ballet. Ese fue un periodo “glorioso” que después alterné con ibuprofeno. Hasta el día que me enfrenté al episodio del cine: tras vomitar me enjuagué la boca en uno de los lavabos y frente al espejo entendí que todo lo previo era el anuncio de una complicidad indeseada.

 

4

La migraña —del griego hemikranea y el árabe ex-aquica— es tan polifacética como las personas que la padecemos. Es una afección indócil, cuyo denominador común casi siempre es la cefalea unilateral, que se acompaña, previa o posteriormente, de “equivalentes”, como advierte Oliver Sacks: problemas intestinales, molestias premenstruales, fatiga, sensibilidad a los cambios en la presión atmosférica, ataque de neurosis, alucinaciones, exceso de descanso, sobreesfuerzo físico, fotofobia, alteraciones en la vista o en el habla, trastornos de humor, pesadillas, afasia temporal…

La predisposición genética es un factor importante, pero no decisivo: la migraña se expresa según nuestra historia de vida y personalidad. Como dice Sacks —uno de los más grandes estudiosos de la migraña—, es un asunto de fisiología y de simbología. Las causas individuales pueden llegar a explicarse, aunque nunca conclusivamente, si se profundiza en la complejidad de la persona, en su genética e historia familiar, en la primera infancia y experiencias que conceden identidad. La migraña es destino, pero su despliegue está vinculado a nuestra misteriosa psique.

Los avances en farmacoterapia representan una esperanza para evitar el dolor en muchas de las víctimas, pero lo cierto es que no acaban con un problema crónico que para enfrentarlo es necesario hurgar en la memoria, buscar más allá del conocimiento médico. En Migraña en racimos, Francisco Hinojosa reflexiona sobre una de las enfermedades más crueles y raras de las que hay registro, la migraña de Horton, que desarrollaron él, su padre y su hermano. Tras una incansable búsqueda para tratarse, con el paso de los años un conjunto de factores influyeron en la remisión definitiva de su trastorno: la escucha empática de los médicos, la comprensión histórica del padecimiento, la escritura, la lectura de Sacks, las terapias heterodoxas, los grupos de apoyo. Hinojosa emprendió un viaje por los casos más próximos a su vida, pero sobre todo hacia lo más profundo de su condición; sus ensayos enseñan que la migraña es una bestia que penetra y trastoca las zonas íntimas del “yo”, que su violencia es tan peculiar como la persona.

 

5

Hace unos meses, acudí al neurólogo para confirmar el diagnóstico. Durante más de veinticinco años que la migraña me ha acompañado, no me había atrevido a hacerlo: siempre me pareció obvio. En efecto, como aseguró el médico, todos mis síntomas son de “migraña común”. Calificarla de “común” no le hace justicia a lo que representa en mi vida. Lo más arduo de esta fase terapéutica ha sido acudir al pasado. Desde que mi psicólogo me pidió repasar los detalles de mis ataques más fuertes y tratar de asociarlos con otros hechos que, posiblemente, hayan originado la necesidad de aislarme, no he dejado de repasar un episodio.

Tenía una cita individual con la líder local de un movimiento cristiano. Llevaba un par de años yendo con mi entonces pareja a una comunidad de jóvenes evangelizadores, deseando, contra todo lo que yo era, penetrar, entender, amar un mundo que nunca iba a ser mío. De niño, mi novio había sido formado en el credo bautista y el movimiento significó la posibilidad de recuperar su identidad tras haber atravesado la oscuridad de mi mano. Una amiga conocía al líder y nos invitó a las meditaciones. Acudí con la esperanza de salvar la relación. Nos fuimos involucrando en la rutina de la comunidad: leer la Biblia, cantar alabanzas, orar al amanecer, hacer ofrendas y, a veces, quedarse a dormir. El compromiso creció y, en paralelo, me empeñé en disociar mi formación artística e intelectual del adoctrinamiento. La reunión con la líder era relevante, no recuerdo bien por qué. Algo estaba por suceder; yo debía tomar una decisión. La mañana de ese día, una nube gris inoculó mi cabeza. Ni el hielo ni las pastillas surtieron efecto. A mediodía el cerebro crecía y decrecía con rapidez. No podía agacharme o los latigazos en la parte frontal de la sien eran más severos. Pero yo debía ir: caminé hasta la boca del metro, me trasladé, llegué al encuentro programado. Durante la sesión todo me era confuso y se hizo un nudo en el estómago. Respondí, como pude, a las preguntas de la líder. En el trayecto de vuelta el destino me alcanzó: en la estación del metro me apoyé en la pared del andén y me ovillé, perturbada, hasta que vomité. Me incorporé como pude. Desorientada, entré al vagón y empecé a ver sombras de diferentes siluetas sobre los demás pasajeros; mis manos temblaban, las náuseas regresaron. Intenté sosegarme respirando profundo. Fue en vano. Al bajar en mi estación me volví a apoyar sobre la pared. Los espectros no se iban. Vomité. Cerré mis ojos. “No era yo ahí” en esa estación del metro Chilpancingo, a quinientos metros de casa. Algo me poseía, algo habitaba los resquicios más ocultos, más íntimos de mi ser. Me desvanecí.

Quizás, las veces que la migraña me ha sacudido con toda su violencia, el cuerpo ya abatido y mi mente vacía tan sólo han querido decirme que no se reconocen en mí.

Creo que, a pesar de todo, la migraña es mi aliada.

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Lucila Navarrete Turrent

Doctora en Estudios Latinoamericanos por la unam; periodista cultural para la Revista de Coahuila y docente del Colegio de Estudios Latinoamericanos y la Universidad de la Comunicación.