Piano llorón, doliente piano

Eduardo Aguirre
Octubre-noviembre de 2023

 

 

Fotograma de El pianista, filme dirigido por Roman Polanski en 2002


Dudo mucho que alguien tenga una objeción si se dice que el piano es el instrumento con más apariciones en el cine. Digo el piano, pero me refiero por igual al pianista atormentado, prodigio, hombre o mujer de mediana edad y al que, por una u otra razón, creíble o no, talento es igual a martirio.

No queda claro cuándo, ni tampoco por obra de quién, un día el piano comenzó a estar de luto en las películas, melancólico, como si fuera telón de fondo de una tragedia en curso; dicha melancolía, conviene precisarlo, tiene un mayor protagonismo cuando se trata de compositores e intérpretes del repertorio clásico, quienes eventualmente cumplirán un arco dramático que relegue al piano a mera decoración. Llegado el momento, entonces, si así lo creemos pertinente —cuando, digamos, el o la pianista decide irse a resolver un crimen, solucionar una situación familiar ineludible, o cuando nuevamente su virtuosismo vaya transformándose en suplicio—, no está de sobra activar un mecanismo de defensa toda vez que el piano (o el instrumento de nuestra preferencia, por el que metamos las manos, por el que surjan principios de rectitud que no sabíamos que teníamos) se represente de maneras que nos parezcan una afrenta personal.

Propongo esta: merecen el olvido todas aquellas apariciones de pianos y pianistas que no miren al instrumento de frente, y que, en cambio, aprovechen la menor provocación para desviarse hacia historias de culpa, soledad y engaños amorosos. Habríamos de aguardar la presencia inesperada del piano donde nada indicaba que aparecería —esto es: dejarlo de buscar, abandonar el cansado hábito de perseguir lo que adopte la forma de nuestros intereses—, y si verdaderamente confiamos en que el piano brote a medida que renunciamos a toda expectativa de su presencia, la suerte (o el azar, o las dos) nos irá premiando con secuencias maravillosamente sencillas capaces de raptarnos por completo. Pienso ahora mismo en una de The Night Doctor (2020), aquella en la que Mikaël —un médico a domicilio que oscila entre la medicina y el tráfico de drogas— acude al llamado de una pianista aquejada por arritmias cardíacas, la que al verlo consumido en preocupaciones decide apaciguarlo tocándole uno de los nocturnos de Chopin. El piano, tarde o temprano, sucederá. Y nuestra sonrisa será la de Mikaël.

 

Fotograma de La pianista, filme dirigido por Michael Haneke en 2001, basado en el libro La pianista, de Elfriede Jelinek

 

Como si se tratara de fotografías por encargo, al piano suele retratársele en dos planos: el primero es el plano medio que pone a cuadro al pianista, mano a mano con su instrumento, en plena ejecución de la partitura y casi siempre dando un concierto privado. El retrato estaría incompleto si no se alternara un plano general del público atestiguando su virtuosismo, por lo general mediante primeros planos que denoten asombro: boca abierta, mirada cautiva, pataditas rítmicas, el silencio. El plano medio también nos permite verificar si el actor o la actriz aprendió la mímica pianística, pues a fuerza de charlatanes el espectador va desarrollando un espíritu entre crítico y fisgón que evalúa sintonía de cuerpo y manos. No hay una escala de medición formal: lo que se espera es cierta lógica corporal que haga ver la pantomima verosímil, incluso elogiable, así no se sepa la más remota cosa.

Pero llega a suceder que la actuación exhibe una despreocupación alarmante (una experiencia cercana a las películas deportivas, por ejemplo, cuando concluimos sin más remedio que nuestro protagonista jamás ha pateado un balón). De modo que para no evidenciar que hay poca noción de la técnica, el plano medio cambia rápidamente al primer plano de las manos sobre las teclas. Los primeros planos tienen una predilección notoria por este encuadre, pues nos ubica en la mirada subjetiva del pianista. Se trata de un juego de perspectivas que ya no tiene como propósito mostrarnos al público anonadado, sino ver lo que el músico ve (sus manos, las teclas, la partitura, el fabricante). La variación entre plano medio y primer plano tiene justamente ese efecto: pasamos de ser el público boquiabierto al pianista sufriente. El fetiche por las manos se justifica en la relación directa que guardan con los niveles de técnica alcanzables. Los dedos largos de Dinu Lipatti, por ejemplo, cubrían una décima con la mínima elongación; no muchos, en cambio, anticiparon que los de Bruno Gelber, gordos y chatos, lo convertirían en uno de los mejores pianistas de la historia. Los de la argentina Martha Argerich, por otra parte, se consideran “perfectos”, no sólo por su anatomía, también por la velocidad, flexión y tonos que, según algunos expertos, proporcionan una memoria táctil al cerebro.

Ahora bien, La lección de piano (1999) presenta una variación interesante: ni el piano ni las manos están supeditados al primer plano, mucho menos los determinan. Esto sucede porque cumplen una función que va más allá del virtuosismo del pianista: por un lado, la protagonista Ada Mcgrath (Holly Hunter), en un mutismo absoluto desde los seis años, debe comunicarse por lenguaje de señas; por el otro, la misma Ada ha iniciado un romance fuera del matrimonio con un hombre al que le da clases. Esta es la particularidad tan conmovedora de la película de Campion: música y erotismo se fusionan en una sola llama, sin que un flechazo amoroso sacrifique la musicalidad del filme. La espeluznante secuencia en la que a Ada le cercenan un dedo a hachazos es ilustrativa: ahogado el grito, violencia y música se entrelazan mostrándonos la mano en toda su extensión, recordando que, al fin y al cabo, tocar el piano significa también acariciarlo, reconocer en cada tecla un territorio jamás visitado. Carne y metal, cuerpo y prótesis, silencio y sonido se encubren mutuamente para que la música no deje de oírse.

 

Fotograma de La pianista, filme dirigido por Michael Haneke en 2001, basado en el libro La pianista, de Elfriede Jelinek

 

La idea de jugar con música silenciosa ha tenido por resultado otros primeros planos igual de sugestivos. Me refiero al primer plano de las manos tocando en el aire, un encuadre del pianista imaginándose que toca un piano por encimita a consecuencia de alguna situación trágica que le ha negado la música. Este primer plano tiene usualmente un matiz de añoranza y despojo: llegará el punto en que le quiten su instrumento, que es, casi siempre, el objeto que define su existencia, por lo que se verá obligado a reproducir música sólo en su fantasía. Los tarareos del pianista Glenn Gould, en su sillita de toda la vida, prueban que la música, con instrumento o sin él, estará siempre en otra parte. Y ese es el asunto: a medida que el piano va diluyéndose con pasmosa urgencia en trivialidades dramáticas, mi primer filtro es que la música resuene; después habrá que relegar la extravagancia y lo seductor del intérprete a segundo término —a ese halo críptico tan distintivo en los pianistas, consecuencia de lo inseparable que resulta su vida y su obra—, rebasar la tensión ruinosa, esquivar la tentación de irse por los vericuetos insulsos y regresarnos el instrumento.

Soporto de muy mala gana las películas que se limitan a las rarezas y manías del artista, aquellas que rápidamente optan por la línea simplona de la reconstrucción biográfica (y anodina) de una gira mítica o las incógnitas de un retiro tempranero. A la relación entre música y cine —quiero decir: a las formas fílmicas que se ocupen específicamente de la música pianística; quizá con el resto de los instrumentos haya un trato más certero, menos apresurado a desviarse a vaguedades nada musicales y, para colmo, cursis— le impongo entonces un desafío absolutamente personal: un plano, una secuencia, un encuadre, una escena que, si así se quiere, podría verse como obsequio didáctico para el ojo principiante, uno que no sólo sería de gran provecho a nuestra comprensión, conjuntaría por igual lo mejor de dos registros con miras a una vivencia amplificada. Que la historia (y el contexto histórico, huelga decirlo) no estorben, de manera que uno pueda echarse a sus anchas sin la inevitable sensación de que tal o cual película ha sido una mala decisión. Nadie debería esperar menos.

 

Fotograma de La leyenda de 1900, filme dirigido por Giuseppe Tornatore en 1998, basado en el libro Novecento, de Alessandro Baricco

 

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Eduardo Aguirre

(Ciudad de México, 1986).

Investigador, docente y ensayista. Es doctor en Humanidades y maestro en Estudios de Literatura Mexicana por la UdeG. En fechas recientes, fue acreedor al estímulo del sacp (antes Fonca) en la categoría de Ensayo Creativo. Actualmente realiza actividades posdoctorales en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades (cucsh, sede Belenes).