Imagen generada por Inteligencia Artificial mediante la plataforma Leonardo AI
Es sorprendente lo que hacen las noches de insomnio. Cuando desperté eran las dos con cuarenta y siete de la madrugada de un domingo. Ha sido un verano caluroso. Las sábanas fueron testigos del humedal que emanaba de mi ser mientras me removía en la cama, aún despierto. Sentado en el catre, con las manos entrelazadas, di un vistazo a mi alrededor. El librero, ahora sólo una sombra vertical, yacía al fondo de la habitación, donde siempre ha estado. La lámpara de noche descansaba de pie sobre el escritorio, con el foco a medio fundir, tenue, parpadeando intermitentemente con la poca luz que le queda, lanzando destellos blancos, semifantasmales. El reloj digital, a un lado de la lámpara, irradiaba notas verdes con la hora de mi desvelo. Y al final del escritorio, el monitor. ¿Encendido? Recordaba haberlo apagado antes de tenderme en la cama para dormir, pero ahora estoy despierto y el monitor también. ¿Por qué? La razón de mi desvelo, intuyo, emerge de los calores nocturnos que le quitan el descanso al cuerpo de uno. Al cuerpo le resulta incómodo, y el mismo cuerpo, con vida, expresa su incomodidad con desvelos y meditaciones en medio de la madrugada. ¿El monitor también intuirá mis insomnios?
La lámpara prosigue con su parpadeo incandescente, a punto de expirar. Toda la escena me hace pensar en fantasmas. Nunca he sido alguien supersticioso, aunque me cuesta hallar explicaciones a ciertos asuntos. Se ha hablado desde tiempos remotos sobre la vida después de la muerte, lugares que fungen como puntos medios donde formas de vida compuestas de energía deambulan, comúnmente etiquetados como fantasmas. Cuando hablo de fantasmas, lo primero que imagino es el clásico prototipo del ente incorpóreo, pálido como blanca sábana, o pienso, por ejemplo, en la imagen de una persona demacrada, iracunda, en búsqueda de venganza extraterrenal hasta pasadas unas tres o cuatro generaciones de padres e hijos. ¿Qué es lo que define a un fantasma? En la última década he visto cómo se ha diversificado este concepto unilateral del fantasma como producto del más allá de un ser humano, y ahora se ha ampliado a diversos seres vivos como los perros, por ejemplo. En mis momentos de ocio, he encontrado en diversos medios digitales y en relatos orales con colegas y amistades testimonios que dan fe de avistamientos fantasmales de tipo canino. Humanos, perros, gatos e incluso árboles habitan entre nosotros en un plano intermedio, entre la vida y la muerte. Incluso hay estrellas que brillan sobre nosotros que se pueden considerar como fantasmas.
Veo el cielo a través de mi ventana y veo decenas de ellas. Veo luces que iluminan el espacio vacío y frío que es el universo, pero muchos de esos puntos ya no existen. Soles que han muerto hace miles de años nos iluminan aún con su último aliento. Una luz que ya no tiene dueño. Cuando lo pienso, las estrellas son bien parecidas a los fantasmas.
Avanzando sobre el mismo carril de pensamiento vuelvo mi vista sobre el monitor encendido, mostrándome el fondo de pantalla que actualicé la semana pasada. Siempre he sido fanático de las locomotoras antiguas, aquellas que funcionaban a base de vapor. No dudo que aún haya algunas en todo el mundo, pero al ver el fondo de pantalla pienso que lo único que quedan son fantasmas, máquinas que fueron reemplazadas con la aparición de la electricidad para dar paso a una nueva era. Todo lo que se quedó con la era anterior ahora sólo es un recuerdo. La aparición de nuevas tecnologías siempre conlleva la aparición de nuevos cementerios y, con ellos, nuevos fantasmas que se han instalado no sólo en nuestra cotidianidad, sino también dentro de nuestros discos duros. Sitios que surgieron con el inicio de la web ahora no son más que espectros vagando por la Internet, desplazados por páginas más novedosas y populares. Navegadores que quedaron obsoletos con la introducción de nuevos y mejorados navegadores que amplían la búsqueda de información, más intuitivos. Más vivos. Menos muertos. Lo que ahora hace cotidianidad, antaño hacía futuro, y sin duda el mañana hará antaño lo cotidiano. La luz ámbar de las velas y faroles fueron sustituidas por luces blancas, azules, verdes, doradas y de todo el espectro de luz. El reloj digital da destellos verdes; la pantalla del monitor, encendida mientras dormimos, emite azul; el carrusel de fotos, recordando la puesta de sol, alumbra en tonos rojizos. Colores que antiguas generaciones no creerían ver reflejadas en pequeñas máquinas de metal y cristal. Cada cambio de tecnología conlleva un cambio en los hábitos, y cada cambio de hábitos conlleva a la vez un cambio de época, la cual está influenciada, como en un círculo vicioso, por la tecnología, ese fantasma que va avanzando de generación en generación. Si antes se escribía sobre papel, ahora se escribe sobre digital, y si ahora se escribe sobre digital, mañana lo digital se escribirá a sí mismo: inteligencia artificial sobre inteligencia artificial, como un fantasma autónomo, sin vida y sin muerte.
Me hubiese gustado poder seguir pensando tranquilamente, sentado en el linde de las sábanas, sobre pasados, futuros y fantasmas, pero la realidad a veces acecha en los límites de la visión cuando uno menos se lo espera. Encendido, el monitor comenzó a buscar por sí sólo archivos y carpetas entre sus bases de datos y memorias hasta abrir el documento que escribí un día anterior. Lleno de curiosidad más que de miedo, me levanté para observar de cerca lo escrito. “Sobre IA y otras inteligencias” se leía en el encabezado del documento. ¿Cómo el monitor podía leer lo que pensaba? No, el monitor no. El programa. Después de todo, fui yo quien escribí sobre las amenazas de la inteligencia artificial usando un programa inteligente. Escribí sobre la artificialidad en la escritura de las mismas, sobre las concepciones autómatas y el sentido del ser humano sobre escribir sus propias ideas, sobre escritos de ética y el riesgo potencial de saboteos llevados a cabo por los mismos programas, del ser humano para el ser humano. De una manera que no puedo describir, el programa se mostraba expectante, suplicante, implorando a que yo hiciera algo. El cursor no paraba de parpadear en el inicio del primer párrafo, apareciendo y desapareciendo incesantemente. Una pequeña idea comenzó a fabricarse dentro de mis pensamientos. Un impulso eléctrico me llevó a tomar la silla, otro más comenzó a mover mis manos en dirección al teclado. Rehíce mis pensamientos para comenzar a reescribir todo lo que había escrito. No porque el programa me lo pidiera, sino todo lo contrario. Me di cuenta de que fui yo quien quería que el programa se reescribiera para tomar una dirección diferente. Para las tres con quince minutos me encontraba escribiendo sobre los usos de las inteligencias artificiales como híbridos del ser humano, una extensión más de sus capacidades. Di un recorrido sobre el cambio que se ha sufrido con las nuevas tecnologías, y que todos los cambios se sufren. Que todo lo nuevo se usará inevitablemente para las malas obras, pero que, inevitablemente, también se usarán para las buenas. Que el ser humano es quien decidirá el curso de las IA y que éstas permanecerán como un fantasma, acechando desde nuestro monitor, expectante para procesar lo humano y hacerlo digital. No dudo que llegará a ser algo tan cotidiano hasta el punto en el que no me sorprendería si no distingo entre mis ideas y las del ordenador.