Imagen generada por Inteligencia Artificial mediante la plataforma Leonardo AI
…por lo tanto, los sistemas sociales no están conformados
por hombres ni por acciones, sino por comunicaciones.
Niklas Luhmann
—Si Luhmann tenía razón, este será un nuevo comienzo para todos.
El doctor Joseph Grüber depositó el Micro-CPU en la celda refrigerante del androide, debajo de la nuca metálica, y accionó un botón táctil en el costado. En la pantalla del sistema central, desplegada sobre la pared encima de la mesa de trabajo, apareció la interfaz 9.0 de Organische Intelligenzen (OI).
—A mí me parece lo de siempre, doc: un robot, un campo de texto, una ventana de conversación…
—Y un algoritmo que rebasa a todas las IA, no lo olvide —respondió, ufano, moviendo nerviosamente las manos entre los carretes de cables, solenoides y libros deshojados—. Se equivoca si cree que lo he convocado para exponer un asistente cualquiera…
Hunter miró a su empleado, reparando en las líneas que formaban un paréntesis profundo alrededor de la boca, después observó el feo muñeco de proporciones infantiles enganchado a un brazo mecánico sembrado en el suelo, y pensó que quizás había puesto gran parte de su confianza —y su fortuna— en las manos de un científico chiflado.
—Cierto —dijo Hunter—. Pero si lo que busca proponer es que OI 9.0 es “el fin de la sociedad de la sociedad”, como ha venido repitiendo desde hace un tiempo, bueno: entonces, podríamos traer a alguien que ponga todo eso dentro de una interfaz más colorida, más intuitiva, más…
—¿Más qué, señor Hunter? ¿Más humana? —ironizó Grüber, sonriente—. Por esa razón estamos aquí. La corriente antropomorfa no ha logrado ningún avance en el campo de la inteligencia artificial de compañía durante los últimos setenta años. Pero esta noche todo va a cambiar. Se lo aseguro.
—Eso es lo que siempre hemos querido de usted y de este proyecto… Aunque debo decirle que ni Meyer ni Franz aceptarán de buena gana el aspecto robótico.
Grüber saltó del banco y buscó la mirada de su creación aún inanimada. Los ojos, grisáceos y sombríos, eran solo dos píldoras de acero pulidas.
—Por años los inversores vieron con temor a los asistentes virtuales —explicó—. El nivel de inteligencia de aquellas máquinas era menor que el de un perro. Usted es muy joven para saberlo, pero la experiencia que daba cierto asistente llamado Alexa era realmente frustrante. Las compañías tecnológicas no lograron verlo a tiempo, pero los clientes sí —suspiró, encajó las manos debajo de las axilas de acero carbonizado y elevó el cuerpecito cerca del techo como un padre a su pequeñuelo favorito, pero ni Hunter ni nadie que lo conociera habría confundido aquel gesto con un acto de amor—. Y tal vez fue en ese momento que comenzamos a escuchar de los “incidentes” violentos, a veces obscenos, perpetrados por algunos compradores. Pero esta pequeña conciencia es única en su tipo.
—Por lo que vale, espero que pueda seguir una conversación común y corriente. Yo no pido demasiado, pero ya me conoces, soy más tolerante que el resto. Digamos que yo hablo por toda esa gente que sólo desea sentirse acompañada, nada de maromas científicas, sólo diálogo…
—No. No, no y no. La solución no está en traer el fuego de vuelta a la tribu —interrumpió Grüber, sentando al androide encima de la mesa de trabajo—. Hay que devolverlo a los dioses. Tal vez nos limitamos demasiado creyendo que los modelos de leguaje tradicionales, Chat GPT, incluso nuestros idiomas, son la única forma de conectarnos y constituir un grupo.
Imagen generada por Inteligencia Artificial mediante la plataforma Leonardo AI
—¿Está diciendo que el robot no va a hablar? —inquirió Hunter, al borde de la histeria.
—Todo lo contrario. Hablará. Y en lo que diga quizás sea capaz de comunicar lo que la conciencia humana jamás ha logrado articular. Y si la comunicación hace a la sociedad…
Grüber miró el reloj triangular colgado en la pared detrás de ellos. Aún quedaban veinte minutos antes del cierre del laboratorio. Veinte minutos para rendir cuentas sobre lo que había hecho dentro de su madriguera tecnológica financiado con una cantidad de dinero portentosa. Y todo para que, a fin de cuentas —pensó—, el dedo índice de aquel millonario neófito presionara cualquier estupidez a modo de prompt (comando) para traer a la vida a la OI.
—Todo bien. Sólo una cosa, doc. Guárdese la ideología. Si vamos a dar entrevistas, lo mejor es quedarse con las grandes ideas en la trastienda. Invéntese una historia milagrosa sobre la OI. Un momento de inspiración. Breve. Ajustado a los tiempos.
—Ahora que echemos a andar a este pequeño todo se explicará por sí solo —respondió Grüber, agitándose de emoción y, con un gesto firme, activó el botón de alimentación eléctrica. Luces tenues se encendieron en los ojos metálicos del androide, y sus sensores comenzaron a procesar el entorno. Un suave zumbido llenó la habitación.
—Introduzca en el campo algo, señor Hunter.
Hunter se sintió ridículo acercando los dedos al hardware manual que parecía gigante y anticuado en comparación con el teclado minúsculo de su teléfono. La pantalla, con su cursor titilante y letras desgastadas por el tiempo, no era para menos.
—Lo que sea —dijo Grüber con tono impaciente—. Una sola letra o carácter desatará millones de posibilidades.
Inseguro, Hunter presionó la tecla del punto con cautela, deslizó un dedo índice sobre un pad y presionó Enviar. En la pantalla surgieron miles de letras, formando un torbellino de palabras y símbolos, hasta que, luego de un momento de tensión, se fue a negro.
El androide saltó de la mesa con una violencia inesperada. Sus movimientos erráticos y descoordinados lo azotaron en el suelo. Desesperado, comenzó a desgarrar el caparazón de su tórax y el cráneo, como si buscara liberarse de una prisión.
—¿Hay algo que no sepa? —dijo, con voz temblorosa—. ¿Qué hay que no sepa?
Hunter, consternado y sin entender lo que estaba ocurriendo, instintivamente levantó al autómata para intentar desactivarlo. Sin embargo, en lugar de encontrar una máquina de entrañas inertes, un aullido electrónico, cruzado por frialdades ajenas a la tierra, se alzó desde las profundidades del metal hasta el techo, resonando en el estrecho laboratorio, como la llamada de auxilio de una nueva especie de ser sufriente.
—¿¡Qué es esto, Grüber!? ¡Así no fue como lo acordamos! —exclamó Hunter, incapaz de procesar lo que estaba sucediendo.
El rostro de Grüber, inmutable, no reflejaba sorpresa ni remordimiento.
—Eso es un ser humano. Es exactamente lo que querían —respondió con una calma que sólo aumentaba la inquietud de Hunter—. El idioma de la conciencia total. El comienzo de una nueva organización social.
La respuesta dejó a Hunter boquiabierto. Mientras tanto, sus manos se movían por todas partes buscando cómo desactivar al androide. Pero tal cosa como un interruptor no existía. La ranura del Micro-CPU bajo la nuca, una vez cerrada, quedaba permanentemente sellada.
—¿Y nosotros? —preguntó Hunter a voz en grito, buscando una explicación mínima a los estremecedores lloridos del robot y a su propia estupefacción—. ¿Usted? ¿Yo?
—¿Nosotros? —dijo Grüber, dándole la espalda, sin inflexión en la voz. Alzó su saco de una percha y se metió dentro de él, cogió su sombrero y abrió la puerta del pasillo que conducía al elevador—. Nosotros tendremos que volver a empezar desde el polvo.