Pájaro contra máquina

Ana Laura Bravo
Octubre-noviembre de 2023

 

 

Imagen generada por Inteligencia Artificial mediante la plataforma Leonardo AI

 

You make what you love, and what you love makes you.

Rob Davis, The Can Openers Daughter

 

Aunque la imagen sólo aparece estática tres segundos, la advertencia es clara: “Precaución: por favor, recuerde que este Programa, una vez activado, es permanente, imborrable e inalterable”. La mujer no le pone atención y extrae el Protocolo de Impronta. El niño sentado frente a ella le pregunta si se trata de un juego, a lo que responde que no y le explica que va a leerle algunas palabras sin sentido, pero que quiere que él la escuche sin dejar de mirarla. David responde “Sí, Mónica”. Ella coloca la mano en su nuca y presiona con cuidado. No quiere lastimarlo, pero ignora que lo que está a punto de hacer los herirá a ambos.

David permanece inmóvil, mitad sonriente, mitad ausente aunque sus ojos siguen a Mónica mientras pronuncia algo que suena a un hechizo: “Cirro. Sócrates. Partícula. Decibel. Huracán. Delfín. Tulipán. Mónica. David. Mónica”. El cambio ocurre en la penúltima palabra. Es casi imperceptible: los labios de David se aflojan, la sonrisa desaparece y algo se asoma a través de sus pupilas. Mónica duda si siguió las instrucciones bien, pero él la interrumpe: “¿Para qué fueron esas palabras, mami?”. Ella responde con otra pregunta: “¿Cómo me llamaste?”. Él lo repite con certeza: “Mami […] Tú eres mi mami”. Se inclina hacia ella, la rodea con los brazos y ella lo recibe en un abrazo que une sus siluetas en el contraluz de la escena más tierna de la película más incomprendida de Steven Spielberg.

Si bien A.I. Artificial Intelligence, de 2001, puede considerarse una versión futurista de Pinocho, se basa en un cuento de Brian Aldiss que obsesionó a Stanley Kubrick, Los superjuguetes duran todo el verano, de 1969, donde David conversa con su oso Teddy robótico sobre cómo diferenciar las cosas reales de las que no lo son. David también es un robot, programado para actuar de hijo, pero su desempeño no ha conmovido a sus padres adoptivos. De acuerdo con Aldiss, fue eso lo que captó la imaginación de Kubrick: la incapacidad del niño para complacer a su madre.[1] El director falleció antes de ver el cuento en película; no obstante, Steven Spielberg trató de retomar las ideas que su colega esbozó para su proyecto inconcluso, de cuya versión nos perderemos para siempre. O tal vez no.

Hace unos meses, Paul McCartney anunció que utilizaría inteligencia artificial para terminar la última canción de los Beatles. Aunque aclaró que nada fue creado sintéticamente, hemos constatado que la IA es muy capaz, desde falsificar imágenes, hasta crear un ensayo o una película basada en palabras clave. ¿Por qué no concluir la versión cinematográfica de Kubrick? Esto ha provocado, entre otras cosas, la huelga de escritores en Hollywood, quienes denuncian que las productoras la usan para sustituirlos en la escritura de guiones. La ventaja es evidente: la IA nunca se cansa, se perfecciona constantemente y no cobra.

Como profesora, mi protección contra las trampas de la IA es hacer que mis estudiantes escriban a mano y sin celular. Son medidas para asegurarme de que leo a personas, y no a bots. La IA no tendría por qué volvernos pasivos e inútiles, pero el debate sobre cuándo emplearla apenas empieza. Como alguien que suele escribir a solas, la IA me serviría como un lector que, además de señalar errores de ortografía, detectara plagios, referencias y hasta hiciera comentarios. Eso me evitaría molestar a mis amigos con borradores que preferirían no leer.

Pero hay algo que no termina de convencerme en lo que la IA ha creado. Hasta las nudes falsas parecen despojadas de su lasciva crudeza. ¿Podría ser eso de que la inteligencia artificial no puede crear imperfección? ¿O que hay algo predecible en lo que hace? Sus decisiones no manifiestan voluntad o caprichos, ni siquiera vicio, sino algoritmos: operaciones sistemáticas que responden a un problema específico.

La película de Spielberg es una hipótesis de lo que ocurriría si programamos el lado emotivo de la IA. El momento en que esa expresión dolorosa se dibuja en el rostro de David, luego de que Mónica lo programa “para amarla”, me recuerda que hay una parte de dolor en el amor, quizá porque muchos no sabemos amar sin ese apego que, los budistas nos han advertido, es la raíz de todo el sufrimiento. En la película, el cariño de David y su intento de hacer de Mónica el centro de su existencia rayan en la obsesión. Él tampoco es el hijo perfecto, porque no hay una serie de pasos sobre cómo serlo, pero la ilusión de que una máquina pueda amarnos se ha repetido en muchas historias desde entonces.

Si en el futuro el amor lograra artificializarse, ¿lo elegiríamos por sobre el imperfecto amor humano? Mónica elige a su hijo biológico y abandona al pequeño robot en una secuencia tortuosa de ver, aun sabiendo que David no es un niño “de verdad”. Pero, ¿qué significa “ser de verdad”? ¿Estar hechos de oxígeno y carbono, sesenta por ciento agua y noventa y nueve por ciento emociones?

 

Imagen generada por Inteligencia Artificial mediante la plataforma Leonardo AI

 

En su cuento El ruiseñor, Andersen nos lleva a la antigua China para contar la historia del emperador que se obsesionó tanto con el canto de un ruiseñor que intentó reemplazarlo con un pájaro artificial recubierto de piedras preciosas. Al intentar que canten juntos, el dueto no funciona “pues el verdadero ruiseñor cantaba siguiendo su propia inspiración, mientras que el otro respondía a resortes”. El jefe de la orquesta imperial alaba la perfección técnica del canto del pájaro mecánico y el ruiseñor real escapa y es expulsado del imperio.

No es sino hasta que el emperador se enferma que descubre que el pájaro de cuerda no puede comprenderlo: por más que suplica y recuenta los lujosos regalos que le ha dado, el pájaro no canta para él porque, a diferencia del comando de voz de Siri o Alexa, “no había en la habitación nadie para darle cuerda, y sin esta ayuda no tenía voz”. De pronto, el canto del ruiseñor de verdad irrumpe por la ventana, disuelve los fantasmas que habían llenado la habitación y sana al emperador al instante. Cuando le pregunta cómo puede agradecerle, el ruiseñor responde que ya ha recibido su recompensa: “la primera vez que canté para ti arranqué lágrimas de tus ojos”. Entonces el emperador dice que romperá al pájaro de cuerda y pide al de verdad que se quede a su lado para siempre, pero el ruiseñor le pide que mejor conserve a su copia y que a él le permita ser libre para volver cuando pueda.

Sin pretenderse futurista, el cuento enseña algunas cosas para esta época. Primero, que detrás de cada melodía del pájaro artificial había una mano humana que le daba cuerda: todo lo que la IA crea es una réplica (modificada o mejorada) de lo que una persona hizo antes. Segundo, que un ruiseñor no debe vivir en un palacio de la misma manera que el arte no debería automatizarse. Tercero, que no es necesario deshacernos del pájaro mecánico en tanto mantengamos la ventana abierta para que el ruiseñor vuelva siempre que pueda, igual que la inteligencia artificial seguirá siendo útil mientras no la usemos para reemplazar a quienes crean.

Quizá lo que nos hace preferir a un programa por sobre alguien como nosotros es saber que a la IA podemos poseerla. Una persona nunca será totalmente nuestra. Puede que no falte mucho para que doten a la IA de emociones y entonces la diferencia entre máquina y mente humana se borrará por completo. Antes convendría recordar que amar no significa poseer. Puede ser lo contrario. Podemos amar un libro, una película, incluso reescribirlos en un fan fiction, pero en lugar de copiar y modificar, dejamos algo de nosotros en lo que creamos.

Podría afirmarse que las máquinas nos conocen mejor de lo que nunca nos conoceremos a nosotros mismos. Hemos dejado mucho de nosotros en ellas. Sus algoritmos seguirán perfeccionándose, imitando nuestras interacciones en Internet hasta que eso faltante deje de ser evidente o sea reemplazado por algo artificial igual de indefinible.

La paradoja del amor artificial es que no necesita ser inventado porque quizá sea una consecuencia de nuestra interacción continua con distintos programas y aplicaciones. En el documental Users, de 2021, la directora, Natalia Almada, reflexiona: “a dónde hemos ido, lo que hemos comprado, a quién hemos amado, todo está guardado en máquinas como ésta”. Los robots son nuestros testigos, a veces, nuestros cómplices. Y en el futuro podrían enseñarnos nuevas maneras de amar y ser amados. Empezando por el que podría ser el mensaje pasado por alto en A.I. Artificial Intelligence: somos responsables de lo que hemos creado.


 

[1] La traducción es mía. En la entrevista original, publicada en The New York Times en 1999, Aldiss dice: “There was something in there about the little boy's inability to please his mother that touched Stanley's heart”.

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Ana Laura Bravo

(Ciudad de México, 1994)

Estudió Literatura en la uaq y en la Universidad de Tarapacá, Chile. Cursa
la maestría en Docencia en el cesba. Ha publicado en algunas revistas y escribe su primera novela, Volver al fin del mundo, con apoyo del pecda Querétaro.