Fotografía: Alejandro Arteaga
El juego implica el desarrollo y ejercicio de capacidades, habilidades y estrategias. En el juego hay reglas, puede haber un árbitro, hay normas; pero sobre todo en el juego se encuentra lo lúdico, el reto, la diversión, la satisfacción, el placer y el ganar, en su mayoría de las veces. El cruising, es eso, un juego urbano donde los jugadores, en su mayoría, son homosexuales que se apoderan de la noche, de los lugares; saben moverse, aprenden las normas y reglas tácitamente. El deseo, el erotismo se mueve como parte del reglamento, es lo lúdico y lo divertido para poder llegar al premio del tacto, del reconocimiento, del sentirse deseado, del orgasmo. El cruising es como jugar al lobo —¿Lobo estás ahí?— pues se reta al disciplinamiento del género, sexual y a la moral recalcitrante que niega o castiga todo sentido de placer entre los cuerpos abyectos del sistema heteropatriarcal.
“¡Ahorita que nos cierren el antro nos vamos a Brasil!” ¡Ajá! Brasil, el parque donde los cuerpos jóvenes, adultos, gerontes, godinez, fresas, chacales, regetoneros, musculosos, pobres, ricos, indigentes o albañiles, visitan para jugar al placer, al dador y receptor del orgasmo en la noche. Cada vez que cierran el bar o el antro nos vamos a Brasil, uno de los tantos parques donde podemos seguir proscribiendo y rescribiendo las prácticas sexoafectivas y placenteras que desde antaño los gais y transexuales jugaban. Quizás el cruising sea el juego tradicional de aquellos quienes no podían, en décadas pasadas, coquetear libremente, besarse, tomarse de la mano o tener una cita. La noche era, es y será cómplice de los besos arrebatados, de los gemidos, los sonidos, el roce de los cuerpos y de los aromas de los cuerpos homosexuales que expresan el deseo negado, castigado y reprimido. El cruising es una forma de tomar el espacio desde el deseo, desde lo erótico y desde lo orgásmico, la genitalidad y lo erógeno se convierten en esos instrumentos que dictan las reglas del juego. La noche es la cómplice, la acompañante, la voyeur, la cálida amiga de los cuerpos que se encuentran para jugar a subvertir y provocar al cisheteropatriarcado.
Llegar a Brasil a media noche o de madrugada invita a internarse a ese bosque de cuerpos que se tocan, se abrazan, se miran, se estrujan y se divierten sin reír. La canción “Entender el Amor”, de Mónica Naranjo, sería el soundtrack perfecto para sonorizar lo que ocurre: “bailan escondidos en la niebla esperando señas de amor furtivo”. “Ese bosque de cuerpos locos agitándose sin control” que lúdicamente están erotizando el parque Brasil: son esos cuerpos los que producen el cruising, semiotizan, significan y resignifican el espacio a partir de la carga sexual, erótica y placentera. Los sentidos se disponen a producir el espacio sexuado, la experiencia a colorearlo para iluminarlo en la noche.
Yo deambulo como ellos, recorro los caminos y las bancas; la rotonda de la fuente y los árboles. Jugamos a encontrarnos, a gustarnos, a queremos fugazmente; jugamos a no ser atrapados, vistos y señalados. Cada pasillo del parque Brasil es una interfaz para comunicarse con la mirada, humedecerse los labios, para entrar en contacto. La proxemia, mientras se deambula, indica la aceptación o no para hacer alianzas de cuerpos de dos o más. La cofradía se hace evidente cuando el sentido de seguridad se instala al momento de cubrir los contactos corporales. El resto de compañeros cuidan a los cuerpos que se fusionan de cualquier posible invasión del patriarcado, y al mismo tiempo, a través de la mirada, intervienen en el juego del placer. El objetivo es erotizarse, enjugarse en el elixir del placer antes de que llegue el lobo. El objetivo también es cargar políticamente y subversivamente con dinamita de sonidos, aromas y fluidos el parque para marcar la existencia, para gritar que es legítima la forma de sentir, de querer, de afectar, de generar y sentir placer. Nada está callado, no se habla, pero los cuerpos en acción sonorizan el espacio, y eso también invita a participar en el juego. Cada cuerpo es un territorio subversivo que se alía a otros para confrontar la hegemonía, para legitimar su deseo unificarse y de registrar los bordes del heteropatriarcado.
El cruising nocturno en Brasil es el legado del juego de quienes por años, décadas o siglos no podían tener ese patio de recreo. Los heterosexuales podían usar el patio y los parques a la luz del día para coquetear, para pavonearse, para legitimar la masculinidad y la feminidad, para tomarse de la mano y darse un beso, tomar un helado o abrasarse. Brasil es ese patio de recreo donde se juega a quererse fugazmente, donde la diversión está en el reto del peligro, de lo prohibido y del riesgo. Se ha ganado cuando se llega al orgasmo, se ha ganado cuando se ha podido cometer aquello que el heteropatriarcado castiga. “¡Ahorita que nos corran del antro nos vamos a Brasil!” Es la frase que invita a seguir subvirtiendo, a seguir reproduciendo prácticas que históricamente reflejan las desigualdades de ocupar el espacio.
El juego se ve interrumpido con la luz de los carros, de las sirenas de las patrullas, de las voces de mujeres que pudieran irrumpir en la forma de apropiarse del espacio desde la masculinidad homosexual. El punto es no caer en la trampa, pues el acecho del patriarcado está presente en todo momento, pero el júbilo de retarlo motiva los encuentros. El cruising es divertido, es lúdico, tiene reglas, tiene normas que se despliegan en los lugares. Brasil, por la noche y la madrugada, es una colonia de anónimos encontrándose para habitarlo. Llegar a Brasil es prepararse para el juego, el reto y la competencia por dominar el espacio. Los sentidos se alertan ante lobo, pero se abren para el encuentro. La agitación, el cosquilleo en el estómago, los fluidos, los olores se disponen a traducir y dialogar con las miradas, con los otros cuerpos, con los sonidos y los aromas para internarse en ese penumbra lúdica y excitante del juego urbano.
El cruising es un juego de noctarios que saben moverse en la noche, que aprenden a desplegar sus estrategias de seducción, de atracción, de deseo y de placer. Su juego culmina con los primeros rayos del sol, con los primeros corredores madrugadores, con la llegada de los vendedores ambulantes. El día es cómplice del heteropatriarcado. Mejor dicho, el heteropatriarcado ha obligado a la luz del día a ser su aliada, está subyugada, y a su llegada se termina el juego. A veces los cuerpos noctarios cuentan las hazañas y esos son los triunfos, son las partidas ganadas. El placer de haber hecho lo prohibido se convierte en una insignia, y al mismo tiempo territorializa los lugares, los parques, el metro, los puentes o cualquier otro lugar. Por eso, Brasil siempre quedará para jugar a retar al heteropatriarcado. Brasil siempre será ese lugar de referencia para seguir la juerga de homosexuales y trans. Y el cruising es ese juego que hemos sabido jugar tan bien para hackear el patriarcado, para divertirnos, para ser lúdicos y para rememorar las violencias que los antepasados han vivido o siguen viviendo desde otras latitudes. En cada susurro, en cada gemido, en cada gota de sudor, en cada beso, en la saliva, en las manos que acarician, en el sonido de los cuerpos que juegan a intervenirse, en cada partícula del aroma de los fluidos y de los cuerpos, ahí es cuando suena ese grito para preguntarle al lobo si está ahí.