Tocar madera

Rodrigo Rosas Mendoza
Agosto-septiembre de 2023

 

 

Fotografía: Alejandro Pérez Cervantes

 

Siempre que pienso en un balero lo asocio con ese tac tac que hace todo el tiempo. Tac cuando se ensarta, tac cuando golpea con el palo. Recuerdo el brazo firme de mi abuela, ese brillo en los ojos esperando el momento exacto para inclinar suavemente la muñeca y coronar de un solo movimiento. Su serenidad y concentración eran completamente opuestas a la mirada frenética de mi padre, que se mordía la lengua con una expresión feroz mientras observaba bizqueando el balero antes de jalonearlo torpemente y errar el tiro.

Mi abuela y mi padre jugaban al balero por separado; quietos y silenciosos como iguanas. Yo jamás tuve la firmeza en el brazo para imitarlos. El balero era demasiado pesado para mí, tenía el tamaño de un tarro de cerveza y estaba hecho de una madera pesada y recia. Tenía tallada una H bien delineada, profunda: la inicial del nombre de mi abuelo. Esos momentos de mi padre con el balero —envuelto en un pesado silencio interrumpido solamente por el tac tac— yo los aprovechaba para descansar de sus constantes gritos y peleas con mi abuela. Me sentaba a leer mis cómics de Daredevil y disfrutaba aquellos remansos de silencio. Todo terminaba con el característico chasquido de fastidio de mi padre que delataba su fracaso antes de dejar botado el juguete en cualquier parte. Era mi abuela quien lo enrollaba con cuidado y lo guardaba en el cajón de la alacena antes de soltar un largo suspiro.

Muchas noches a la semana mi padre llegaba dando portazos, eructando y gritándole a mi abuela para que le diera de cenar.

—Mira cómo llegas, ya ni la chingas —le espetaba constantemente mi abuela mientras le arrojaba un plato de comida fría sobre la mesa.

La respuesta habitual de mi padre era un gruñido y un ligero manoteo en el aire antes de engullir lo que tenía delante. Mi hora de dormir, lo tenía claro, se iniciaba después de su llegada, en el silencio posterior al escándalo y la tensión. Esperando ese momento, comencé a leer mis Daredevil con la tenue luz de mi pequeña lámpara en forma de brontosaurio. Leía hasta que todo pasaba. Él me descubrió un par de veces y me dejó el ojo morado en represalia. Sin embargo, con el tiempo afiné mi habilidad para esconder el cómic y fingirme dormido en cuanto escuchaba sus tambaleantes pisadas acercándose a mi cama.

Por la mañana, mi abuela me llevaba a la escuela sin mencionar a mi padre o su estado inconveniente. Él se había convertido en una presencia nocturna de pasos inseguros y gruñidos. Ocasionalmente, antes de partir a la escuela, me lo encontraba dando tumbos con los ojos rojos, recién levantado de la cama y oliendo a alcantarilla. 

Había noches en que me despertaba un leve tac tac. Descubrí varias veces la borrosa silueta de mi padre jugando con el balero, parado junto al comedor, respirando pesadamente y haciendo ese horrible chasquido cada vez que fallaba. Durante mucho tiempo me pregunté si esa era la única actividad capaz de relajarlo. Tal vez así apaciguaba el griterío de sus demonios internos, despertados por el alcohol, que seguramente lo abrumaba a esas horas de la noche. Me gustaba cerrar los ojos y pensar que ese tac tac obedecía a Daredevil practicando con sus chacos. Pero no, solamente era mi flaco y tambaleante progenitor haciendo no sé qué con el balero. 

Los fines de semana, mi abuela me llevaba al deportivo a jugar futbol. Mi equipo era pésimo y siempre perdíamos, pero al menos me divertía. El verdadero problema era la perorata balbuceante de mi padre, quien nos dirigía insultos y reclamos en cada oportunidad.

—¿Para qué llevas a este pinche maricón a jugar? Le tiene miedo al balón, se cae solito. Ya no quiero pagar para que haga el ridículo.

—Yo soy la que paga —reviraba, contundente, mi abuela. Siempre con un tono seco y mirando a los ojos a su hijo—. Tú ocúpate de largarte de mi casa y déjanos en paz. Nadie te necesita.

Nada hacía enfurecer tanto a mi padre como la idea de resultar inservible, de ser un estorbo. Cada vez que mi abuela decía algo semejante él se le aproximaba, dando pasos cortos pero decididos, con el rostro enrojecido de coraje. Levantaba el brazo en un amague por abofetearla, pero invariablemente terminaba arrojando algo a la pared: un ángel de porcelana de la colección de mi madre, un vaso de vidrio, mis juguetes, cualquier cosa. Si se hacía añicos, mejor.

Al terminar esos episodios, salía dando uno de sus habituales portazos. Mi abuela se llevaba los dedos a la frente y los frotaba algunos segundos antes de mirarme y sonreír. Varias veces trataba de enmendar la situación ante mi silencio y el sudor de mis manos. Me acariciaba la cabeza y me llevaba a comprar mi “Dendebi”. En el puesto de periódicos a un costado de la tienda me compraba el Daredevil más reciente y, de regreso a casa, preguntaba qué había pasado en el número anterior. Yo le hablaba del abogado ciego que salía por las noches a capturar criminales en su traje rojo, usando de maneras increíbles sus chacos para golpear a los malhechores —con su ¡tac! y ¡pum!— y le inventaba algunas cosas para hacer más interesante la historia. Así, ella misma se sentía atraída por el cómic y, con tal de saber en qué terminaba el chisme, seguía comprándomelo.

Una vez, mi padre me arrancó uno de las manos mientras leía. Lo tiró al suelo y me dijo que ya debería dejar esas “pendejadas”. Yo me sentí terrible porque, con el jalón, la portada se rompió. Me solté a llorar e intenté recogerlo del piso pero mi padre me arrastró hacia el cajón de la alacena.

—En lugar de leer pendejadas sobre ciegos que usan chacos mejor aprende a jugar balero —me espetó. Lo puso en mis manos y se dedicó a observarme como un gato lo hace con un ratón.

Mi abuela le gritó que me dejara en paz, pero él apretó mi hombro con saña exigiendo que practicara frente a él. Lo hice temblorosamente hasta que algún tiro medianamente lo satisfizo o quizás solamente se hartó. “Pinche inútil”, murmuró antes de arrebatarme el balero y ponerse a practicar él mismo. Levanté mi cómic del suelo y lo miré en silencio por algunos segundos. No tardé mucho en sentir la suave mano de mi abuela en la mejilla. El brillo de sus ojos decía más de lo que pude entender a esa edad.

—Ya vendrá el día en que le ganes a tu padre —susurró con una sonrisa.

Aunque las peleas y discusiones entre ambos eran bastante comunes, llegó un momento en que mi padre se volvió más irritable de lo habitual. Incluso sus juegos de balero eran cada vez más ríspidos, menos silenciosos que antes. En una ocasión, oí una serie de tac tac seguida de un “tu pinche balero no sirve” y después un portazo. Dejé mi Daredevil sobre la cama y asomé la cabeza por el borde de la puerta. Mi abuela recogía el balero del suelo y pasaba el dedo lentamente por la H. Escuché sus sollozos sin atreverme a decir nada.

Ahora sé que, en ese momento, ella entendió que el balero ya no nos daría la única oportunidad de descansar de la furia de mi padre. Ella, creo, gozaba con el hecho de escuchar los fracasos de mi padre y sus chasquidos. Verlo derrotado era una especie de venganza por su maldita presencia. Aquel balero era un regalo de mi abuelo, lo último que hizo antes de salir por la puerta y jamás volver, dejando atrás a su esposa y un bebé. Yo me sorprendí varias veces imaginando, con cierta ilusión además, a mi padre imitando al abuelo, saliendo por esa misma puerta y dejándonos felices.

Desde luego, eso nunca sucedió. Al contrario, mi padre cada vez era más errático. Llegaba en condiciones deplorables, apestando a alcohol y orina, rebotando en cada pared de la casa. En ocasiones ni siquiera hacía acto de presencia por un par de días y luego aparecía repentinamente con el rostro amoratado y los nudillos raspados. Mi abuela y yo recibimos varios de sus golpes. Ya no se contenía antes de golpearla: estampaba el revés de su mano sobre el rostro de mi abuela y después me tomaba del pelo y me arrojaba al piso.

—Me tienen harto, hijos de la chingada —aullaba antes de dar un portazo y desaparecer otra vez. 

Llegó un día en que, después de volver de mis partidos sabatinos, lo encontramos en mi habitación. Había deshojado todos mis cómics. Las páginas regadas tapizaban el suelo.

—Vean cuánto pinche dinero han gastado en estas pendejadas —gritó con el rostro furibundo—. A la chingada con todo.

Mi abuela le dio una bofetada y lo empujó contra la pared llamándolo imbécil, bueno para nada. “Afortunadamente Lucía murió antes de ver la mierda que has hecho de tu vida”, le gritó en la cara. Él, hirviendo de ira, la agarró por el cuello y le dobló las piernas con su fuerza.

—Tú nunca la quisiste, pinche vieja —le escupió mientras sollozaba de rabia.

Mi padre estaba a punto de asfixiar a mi abuela, que en esos momentos ya solamente boqueaba por mero instinto. No pude quedarme ahí, sin hacer nada. La furia y acaso el temor de perder a la única persona importante en mi vida me obligaron a salir corriendo. Supe, en ese instante, exactamente qué hacer y cómo hacerlo. Sin pensarlo dos veces, abrí el cajón de la alacena y tomé el balero.

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Rodrigo Mendoza

Estudiante de la Maestría en Literatura Contemporánea de la Unidad Azcapotzalco de la uam.