El crujido de las cervicales

Mariano del Cueto
Agosto-septiembre de 2023

 

 

Fotografía: Alejandro Pérez Cervantes

 

El mejor día de la semana era el sábado, los demás eran tiempo de espera. Tuvo la culpa mi equipo de futbol, el Murillo, del que fui parte desde que mis amigos lo fundaron. A la responsabilidad de presentarme invariablemente a cada partido, se sumó la de trotar tempranito cada mañana, hacer abdominales y lagartijas por las noches, y suspender por tiempo indefinido mi relación con el cigarro.

Paralelo a mi vida de futbolista amateur, comencé una relación con MariPaula. Le faltaban tres dedos de la mano izquierda y aun así se le marcaba el conejo. Su movimiento favorito era juntar los dedos sobrevivientes, índice y pulgar, e indicar que todo estaba bien, aunque también podía significar espérame tantito. “¿Nos vemos mañana?” Gesto. “¿Te gustó la película?” Gesto. “¿Un jugo de naranja y betabel?” Gesto. La conocí en el bosque de Tlalpan, donde ella corría de lunes a sábado. Su atletismo se reflejaba en su forma de vestir: era más común verla en pants que en falda.

A los cuatro meses de relación, en un partido al que ella no fue (rarísimas veces iba), con la bola estancada en el medio campo, los defensas rivales me hostigaban, jalaban mi playera y sentía su respiración en la nuca. Uno de ellos, al que le decían Jabalí, me puso un codazo en el pecho. Me contuve, pero el tipo, salvaje como su apodo, se rio. A los treinta minutos, un pase largo cruzó la cancha. Fui hacia él tratando de ganarle la posición al Jabalí para poder pesinarla; cuando salté, sentí un fuerte empujón arriba de la cintura. ¡Crac!, tronó el cuello. Latigazo, el mismo efecto que si a tu coche otro le choca por detrás. En el equipo no teníamos cambios y además estaba caliente y seguí. De a poco una ligera parálisis recorrió mi espalda hasta la nuca. A lo lejos vi cómo los contrarios festejaban su gol. Perdimos uno cero. Al finalizar, actué como si la lesión fuera un invento pasajero.

MariPaula llamó el sábado por la noche. Prefería quedarme en cama, reposar el golpe, pero insistió en verme. Notó mi desánimo y le conté del partido.

—Deja de jugar dos semanas. Y ve al doctor —dijo con más dulzura que autoridad—. Todo menos quejarte —juntó los dedos libres para hacer el maldito gesto.

Por mi cuenta, en lugar de actuar como si hubiera sufrido un accidente automovilístico —en realidad no difiere tanto de la embestida de un jabalí—, en vez de reposar quince días y usar collarín, esa semana intenté ejercitarme, pero mi flexibilidad enquistada impidió que completara la serie de lagartijas.

El sábado me presenté al partido. A cada paso notaba una inflamación en la parte trasera del cuello; era como si alguien, con mucha puntería, apedreara cada tanto una de mis vertebras. Las pocas bolas que tuve las desaproveché. Casi no corrí y los compañeros se dieron cuenta. Nuevamente perdimos.

—¿Qué te dijo el doctor? —preguntó MariPaula esa tarde.

—Que podía jugar mientras tuviera cuidado —mentí y ella hizo respondió con el gesto.

Las siguientes semanas despertaba sin dolor. Pero con el ajetreo cotidiano —cargar bolsas del súper, subir escaleras— en pocas horas notaba la inflamación y en los juegos mi rendimiento físico iba en picada. Mis compañeros de equipo hacían comentarios para señalar que algo raro pasaba conmigo, que a todas luces ya no era el de antes, y yo simplemente ignoraba.

Una mañana MariPaula llegó temprano a mi casa. Traía el desayuno atlético —manzana con yogurt, nueces— en tuppers y un par de jugos de apio. Su plan, predecible, fue ir a correr a pesar de que a mí se me antojaba más ver una película y comer palomitas.

Antes de empezar, estiramos bien. Hice el cuello para atrás y noté una pelota reacia a desinflarse, pero frente a ella fingí estar entero. Le seguí el paso en la primera vuelta; luego bajé la velocidad y cuando ella estaba a una distancia considerable me escondí. “A quién engaño, carajo, ¿a quién? —me recriminé con rabia—. ¡No puedo más!” Al poco, MariPaula apareció hecha un caldo; al verme tan seco dijo:

—¿No te cansaste?

Propuso cerrar con lagartijas.

Me puse en posición. Brazos estirados, abdomen duro. Bajé una vez, codos doblados, pecho al suelo. Todo mi cuerpo se volvió una temblorina y el cuello se puso duro, como si la pelota en lugar de aire tuviera cemento. Me desplomé con un grito.

MariPaula insistió en pasar directo al hospital, pero la convencí de que me dejara en casa.

Aceptó sin hacer el gesto.

Por sentido común debía ir con un doctor; por pereza, le llamé por teléfono. Me recetó un antiinflamatorio y relajante muscular, dos en uno. Agregó lo obvio: prohibido practicar cualquier actividad física.

Me ceñí al tratamiento: tres pastillas al día y mucha paciencia. El efecto de la medicina fue eficaz y anticipado: a la semana mi cuello volvía a ser una superficie blanda, elástica; lo sentía perfecto, curado ya, podía moverlo con total libertad de un lado a otro —izquierda-derecha, arriba-abajo— sin molestia alguna.

A la semana, el que tuvo la iniciativa fui yo. Llegué a casa de MariPaula temprano, en shorts, con una sonrisa no exenta de orgullo.

—Mira —hice mi cuello para atrás lo más posible, lento y sin dolor; no parecía compuesto por vértebras oxidadas sino por hule espuma.

Me recibió a besos.

—¿Ahora sí me sigues el paso? —llevaba mucho sin ver su sonrisa retadora.

—Obvio —al decirlo, la cargué. Por más delgada que estuviera, eso implicó un esfuerzo. Mi cuello, fúrico, mandó una señal.

En la pista aguanté las primeras dos vueltas; a partir de la tercera, comencé a sentirme incómodo y bajar la velocidad. MariPaula gritó:

—¿Qué? ¿Te cansaste?

A regañadientes, terminé el circuito.

Al regresar a casa, fui por la medicina. Exhausto, caí dormido. Comprobé al día siguiente, nada más despertar, que esta vez las pastillas no habían tenido efecto.

El sábado fui al juego con la idea de nada más ser espectador, pero con la maleta preparada por si acaso. En el segundo tiempo saqué los tacos. Vendado, me puse a calentar. En lo que rotaba la cabeza, dudé el siguiente paso. ¿Jugar a ver qué sentía o prolongar la paciencia indefinidamente? A falta de quince minutos, empatados a dos, tuve un presentimiento: si entro, quizá anoto el del gane y termina la mala racha. Le entregué la papeleta de cambio al árbitro. En la cancha, troté en un radio de acción no mayor a cinco metros. No quité un solo balón; mi participación fue más bien fantasmal. Por la tarde el cuello, otra vez, estaba duro, inflamado. No tuve de otra: hice cita con un médico ortopedista.

Al entrar en consulta, hice una crónica detallada del choque inicial y omisiones posteriores.

—¿Esguince, contractura, inflamación?

De pie, sus dedos sobre mi nuca, el ortopedista pidió que alternara movimientos circulares en lo que palpaba la parte dañada.

—No, pues no sé qué tienes.

Además de las mismas pastillas, pidió radiografías.

—Ven a verme en dos semanas. Y reposa, nada de deporte.

Le hice caso, pero el dolor no disminuyó. Me sentía incómodo en cualquier actividad cotidiana: manejar, ir al súper, simplemente estar sentado. El cuello con mucha facilidad se tensaba; al menor movimiento oía el crujir del tejido óseo.

Volví con el ortopedista. Le entregué las radiografías y las examinó en un pizarrón luminoso.

Ahí podían verse las siete vértebras cervicales; dos de ellas mostraban más sombra que el resto.

—No es grave. Sigue con el medicamento. En un mes vuelves a la normalidad.

Pasaron uno, dos, tres meses. A falta de resultados, dejé las pastillas. Desistí de volver con el médico y comencé una etapa de resignación. Me hice a la idea de no poder recuperarme jamás, aunque algunas tardes, o algunos sábados en que asistía como espectador a los juegos del Murillo, mi mayor anhelo era el mensaje final del doctor: recuperar la normalidad, que todo fuera como antes, cuando podía brincar, cabecear, jugar futbol y pasar la tarde al lado de MariPaula. En ese tiempo mi relación pasó a segundo plano: ya no nos veíamos tanto, sólo algunos fines de semana.

Una tarde, renuente a cualquier cosa que no fuera seguir pegado a la televisión, MariPaula recorrió mis músculos con sus dedos libres.

—¿Qué pasa? ¿Ya no haces abdominales? —se quejó al notar la flacidez. Traté de apartarme, pero continuó.

—¿Estás tirando la hueva? Hasta tus piernas de futbolista ahora parecen popotes, ¿qué onda? Sin delicadeza alguna, hizo una lectura de mi aspecto físico.

—¿Qué? —elevó el tono—. ¿Sigues lesionado? Desvié la mirada.

Impotente, abofeteado por su franqueza, me brotaron un par de lágrimas. No sólo que te descubran una mentira es humillante; más lo era mi estado, el no saber cómo salir de esa parálisis, por no decir mi cuerpo, tan inútil, tan frágil, tan bofo.

Se acercó a mí con cariño y con culpa. Entre abrazos y pañuelos desechables, le conté lo que había ocultado. Me detuve en el fracaso con el ortopedista.

—Lo que tú necesitas es un médico del deporte —dijo en tono de experta y luego hizo el gesto con los dedos—. Te voy a pasar el número de Damián, el papá de una amiga.

Damián López-Morado fue, en los noventa, delantero del Pachuca. Al retirarse, tomó cursos y puso un consultorio en medicina del deporte, decorado no con títulos médicos o grabados anatómicos, sino con fotografías futboleras, como una de la selección mexicana del Mundial 94, donde salía él junto a Hugo Sánchez y Jorge Campos. Encima de un librero tenía balones autografiados.

En la primera sesión llevé las radiografías; recetó una pomada analgésica con cartílago de tiburón. La orden: ponerme hielo veinte minutos antes de dormir en la zona afectada, luego pomada, improvisar un vendaje y quedarme así toda la noche.

Seguí el tratamiento durante veinte días, hasta agotar el bote de pomada, sin mejoría alguna. A los juegos de los sábados seguía yendo como espectador para después del pitazo final destapar una cerveza de resignación. Regresaba a casa desesperado por saber si volvería algún día a las canchas.

MariPaula tomó distancia. Mi estado inapetente le resultaba poco atractivo. Nuestros planes eran escasos y la aburrían. Si nos veíamos, ambos nos sumíamos en una espiral de pereza; además discutíamos por cualquier estupidez.

Probé otra tradición médica: si occidente no lograba curarme, del otro lado quizás habría una solución. En Internet di con un acupunturista chino sustentado por docenas de comentarios positivos. En su consultorio reinaba el silencio. Apenas hablaba español; prefería comunicarse mediante señas. Prendió un par de varas de incienso que en poco tiempo nublaron el cuarto. Sin camisa, me recosté bocabajo. En un algodón vertió alcohol e hizo un breve masaje cervical; de un frasco de cristal sacó un puñado de agujas largas y afiladas que introdujo, despacio, en mi nuca. Me pidió que acompañara los piquetes con respiraciones profundas. Inhalar, sostener, soltar poco a poco. Varias agujas delgadas continuaron perforando mi piel hasta que, en conjunto, formaron una suerte de alfiletero. Estuve en esa posición durante una hora. Al erguirme, noté un gran alivio. Moví ligeramente el cuello y lo sentí renovado.

Quise compartir el buen humor con MariPaula; la llamé dos, tres veces, pero no contestó. Insistí; cada que mandaba a buzón, mis músculos se tensaban. A la décima llamada, mi cuerpo volvió a ser el de antes. A la mañana siguiente, al intentar doblar el cuello, no pude. El efecto relajante había caducado.

En los próximos días MariPaula no dio señal: los últimos mensajes ni los había leído. A la segunda sesión con el chino, llegué más contracturado que al principio. Repitió ritual y resultados. Salí del consultorio esperanzado: a base de paciencia iba a recuperarme. Pero esa noche en mis redes sociales apareció una foto de MariPaula en el gimnasio; a su lado sonreía un mulato fornido. Con el cuello a punto de reventar, intenté comunicarme en vano.

Seguí yendo al acupunturista. Con perforaciones múltiples, en esos tiempos muertos anhelaba patear un balón, volver a vestir el uniforme del Murillo que, por mi abdomen, ese colchón ahora tan blando, volvieran a recorrerme los poderosos dedos de MariPaula. Dentro del consultorio, e incluso horas después, me sentía capaz de jugar un partido entero. En cambio, por las noches o al día siguiente, las vértebras continuaban inflamadas.

Sin fecha de recuperación estimada, consideré claudicar. Mis avances habían sido mínimos, acaso momentáneos, desde luego insuficientes. Si no se trataba de un timo, sí de un placebo. Una tarde ociosa, abrí la computadora: MariPaula acababa de compartir un álbum de fotos en donde aparecía junto al mulato en la montaña. Ambos presumían cuerpos esculpidos. En una foto descendían por una cuerda, en otra rodaban en bicicleta cerca del río. Lo peor de todo: ella no sólo sonreía, también hacía la señal con los dedos. Mi cuello enfureció y ninguna aguja oriental volvió a penetrar en él.

Unos cuantos meses después el Murillo tuvo el último partido de la temporada. Había perdido la cuenta de todo ese tiempo; asistía a los partidos en automático, tal como era mi vida cotidiana, con la inercia típica de la desesperanza. Como fiel reflejo de mi estado de ánimo, el equipo perdió por cuatro goles. Al final, el capitán me apartó del grupo.

—¿Qué carajos te pasa? ¡Llevas año y medio sin jugar!

Aunque él sabía algunas cosas, justifiqué como pude el calvario.

—¿Por qué no te revisaste a tiempo? —agitó los dedos—. ¿De qué tienes miedo? Opérate si es necesario. Nada es peor que olvidarte del futbol. Mañana mismo —cerró en tono paternalista— ve a un hospital y pide ver a un especialista en columna.

La cirugía me aterraba: un error te deja paralítico. Sin embargo, saqué cita.

El especialista en columna medía casi dos metros, complexión robusta. Detrás de él se veían diplomas y reconocimientos enmarcados. Se levantó para apretar con fuerza mi mano.

Sin decir palabra, me rodeó por detrás, como si fuera a estrangularme, haciendo de su pulgar e índice unas potentes pinzas.

—Si te duele, grita.

El robot de bata blanca comenzó a prensar vértebra por vértebra. Empezó con la más cercana a la cabeza. En las primeras aguanté, pero conforme sus dedos descendían el dolor aumentaba. Puse en práctica la respiración del chino: inhalar, sostener, soltar poco a poco. Él continuó apretando. Al llegar a la quinta vértebra hice un esfuerzo por contenerme. En la sexta grité. Le pedí que se detuviera; sin compasión, estrujo la séptima.

Volvió a su lugar lentamente. Con ojos fríos, ordenó pasar directo al quirófano.

Antes de entrar, recordé mis tiempos como jugador del Murillo. Algunas paredes, una remontada espectacular, aquel golazo. Los ayudantes me trasladaron en una silla de ruedas, cual inválido, rumbo al cuarto fatal. Como si fuera cloroformo, olí un trapo que me mareó al instante; empecé a desvariar, a citar insensateces cuando el médico preguntó cosas elementales como nombre, fecha y dirección. Cuatro inyecciones penetraron los huesos que articulan la cabeza con la espalda; adentro, mis vértebras, como débiles costuras, fueron manipuladas por las manos altaneras del doctor.

No sé cuánto tiempo estuve así.

Mareado por la morfina, abrí los ojos. ¿Estaba en el quirófano o en un ataúd?

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Mariano del Cueto

(1990).

Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa 2016-2018, y del Fonca Jóvenes Creadores, 2023. Estudió la licenciatura de Comunicación Política en la unam y la maestría en Narrativas Culturales en Polonia, Santiago de Compostela y Lisboa (beca Erasmus).