En un torneo de la Zona Escolar Número Dos
vi por primera vez
jugar fútbol a mi hijo.
Su entusiasmo de lateral derecho me llevó a ser él
a sus siete años: me vi frente a mi padre aquel domingo en
Caña Hueca.
Nadie repasa la ruta de regreso. No hay retorno
sin voz que no se quiebre.
Y no es que nos duela la alegría,
pero algo quema de sus lágrimas.
Vi cómo mi padre desde el palco
manoteaba instrucciones,
filtraba con sus ojos un pase de pared,
entraba sin temor en el trote de mi hijo
que recorría la cancha como un zaguero izquierdo,
como un pequeño Messi.
Con esa voluntad de director técnico
mi padre celebró el empate a 3.
Pero el alargue cedió en el contragolpe a los contrarios
que anotaron un gol de pena máxima.
La tristeza de mi hijo
se me coló en los ojos
cuando el árbitro elevó las manos
para ponerle fin al resultado.
Corrí a abrazarlo para que no le doliera la tristeza,
para que su derrota fuera mía,
para hacerle creer que mis palabras valían más que un partido de fútbol.
Pero no.
Nunca como esa vez me ha dolido tanto una postal.
Porque tal fue su coraje en mí
que regresé aquel recuerdo de niñez
con mi joven padre consolándome
en ese domingo en que perdimos la final con el Telefonistas
frente al Talentos Deportivos.
Pero no.
Mi padre ahora era yo.
Y mi hijo un pequeño
que traía de golpe
mis recuerdos.
En las gradas, abrazándolo,
liberé todos los miedos de aquel niño que fui,
de ese pequeño que hoy se desvanece,
que se despide de mí desde la línea de meta
con una reverencia
hacia las gradas,
donde estamos,
sin mirarlo,
mi padre,
mi hijo
y yo.