Fotografía: Alejandro Pérez Cervantes
Aunque tenía que levantarse a las ocho se levantó a las seis. El dolor de cabeza, la náusea y el frío no le permitieron seguir desparramado en el sillón donde tres horas antes se durmió intentando cantar “O quizá simplemente le regale una rosa”. Teniendo cuidado de no tropezar en la oscuridad, pudo distinguir y esquivar la forma de otros tres cuerpos estirados y repartidos en la sala. Apretando los labios, con los cachetes inflados, corrió los nueve pasos que lo separaban del baño y descargó su pena; estuvo ahí unos quince minutos, vomitando escandalosa y copiosamente. Para Moi las crudas siempre habían sido tormentosas y hace mucho que había dejado de decir no lo vuelvo a hacer. Regresó a la sala e intentó dormir un rato más pero después de cinco minutos tuvo que salir disparado del sillón de vuelta al baño. Como ya no logró conciliar el sueño y el olor de los otros borrachos le generaba más náusea decidió irse. El partido era a las diez, así que antes podría pasar a echarse una birria y una coca cola, igual y le daría tiempo de ver otros partidos antes de que empezara el suyo.
Estaba pasando por una etapa en la que la farra no le hacía tanto bien como antes. A veces, cuando se emborrachaba los sábados, tenía que dedicar todo el domingo a curársela y en la noche le daba insomnio, le ardían las articulaciones, se deprimía y eso le jodía la semana, además de que le dolía el esófago al jalar aire a causa de las guacarotas que arrojaba cuando la cruda era muy intensa.
Por primera vez en sus veintiocho años vivía solo, rentaba un cuarto cerca del deportivo Oceanía y se buscó una actividad extracurricular que le ayudara a lidiar con la nueva soledad. Así llegó al Xerez Club, un equipo de futbol compuesto principalmente por sus excompañeros de la Voca 1. Jugaban casi siempre en el horario de las 10:00, todos los domingos en el deportivo que le quedaba a dos calles. El de hoy era su cuarto partido. Le estaba costando adaptarse al nuevo club. Todavía no metía gol. Le daban unos quince minutos de juego cada domingo. No se quejaba, era un jugador de equipo y no le importaba mucho comer banca con tal de que el grupo creciera. A veces hasta le gustaba más ver los partidos que jugarlos, siempre creyó tener cierta sensibilidad especial para apreciar el balompié; podía encontrar belleza en casi cualquier partido rascuache, incluso si era de niños.
Después de la birria y la coca, que lo hicieron sentirse nuevamente como preparatoriano, llegó al deportivo a eso de las 9:20 y se puso a ver un partido entre unos de azul y unos de naranja. Tenía tiempo. Una de las peculiaridades de estos partidos es que nunca vas a ver un equipo bien uniformado, entre los de rojo siempre habrá algunos de verde o de blanco o algunos jugando con la playera volteada, evidenciando que muchos desertores se han quedado con el uniforme que el club les prestó. Casi siempre hay un viejo gritando indicaciones desde lo que debería ser el área técnica.
En ese tipo de meditaciones profundas estaba Moi cuando unos gritos y mucho polvo lo hicieron reconectarse de inmediato con la realidad. En el área grande de los de azul se estaban agarrando a madrazos uno de azul con uno de naranja. El de la naranja mecánica alcanzó a soltar un derechazo al azurri antes de que lograran separarlos. Al parecer la bronca había sido por que el de naranja anotó gol y se burló de los rivales, mala idea en estos ámbitos.
Los equipos seguían discutiendo pero todo parecía listo para reiniciar el partido con el saque desde media cancha por parte del equipo al que acababan de vacunar, pero el de naranja persistía en sus burlas: “Ahí no más, mijos, cómo chingados no, dos cero, putitos jajaja”. Esto a los de azul terminó de hartarlos y un señor gordito y chaparro, con corte fliptap, se encaminó hacia el muchacho burlón y le dijo: “Síguete riendo, hijo de tu puta madre”. El chavo no se arredró y se encaminó hacia el gordito de azul: “Bueno, qué quiere, pinche viejo guango pantunflón; al chile no sabe ni qué tranza conmigo”, le respondió. El don, que ya estaba muy caliente y muy cerca de su enemigo, no dudó en su objetivo: antes de que lo apañara con la mano izquierda del cabello y lo bajara hasta la altura de la cintura alcanzó a decirle: “A mí no me hable como artista, culero” y le empezó a llenar la cara de derechazos.
De inmediato, alrededor de estas dos fuerzas encontradas en la media cancha, se formó un torbellino de tierra, vergazos, gritos y patadas voladoras. Las bancas se vaciaron, hombres, mujeres y niños corrieron a ocupar sus puestos de batalla. El señor del bastón gritó: “no saben ni en qué verga se sentaron”, y lo sentaron de inmediato con un patadón en la panza. Una chavita de unos quince años y su novio se acercaron al centro del campo y trataron de cubrir al señor gordito que recibía patadas y codazos sin soltar al burlón, que ya ni se alcanzaba a ver debajo de la panza del señor y la nube de polvo. Algunos hombres saltaban como gallos, tirando patadas voladoras, como si sus tacos de futbol fueran navajas atadas a sus espolones; golpeaban y regresaban, recibían por atrás, se agachaban, medían a un enemigo, volvían a saltar y regresaban a su lugar en la línea de combate. Era un ajedrez perfectamente definido, dos bandos de cada lado, con el gordito y el burlón masacrado fungiendo como centro de las acciones. En una de esas en que la continuidad de golpes bajó un poco, el gordito pudo ponerse de pie y sin soltarle la greña al burlón y sin dejarlo levantarse le sorrajó dos patadas en la boca: “síguete burlando, hijo de tu puta madre”, le dijo con cada patada. En eso, uno de los de naranja llegó con un cinturón enrollado en la mano y con lo que quedaba volando le lanzó dos hebillazos al gordito que por fin soltó al burlón, a quien otros dos sacaron arrastrando del ojo del huracán. Pero el gordito no se iba a rendir tan fácilmente, con sangre en la boca siguió caminando, ahora contra el de la hebilla. La quinceañera —que al parecer era su hija— y su novio caminaban a su lado gritando improperios en el idioma de los orcos, cuando en eso una mano anónima, del lado de los naranjas, lanzó una piedra que fue a parar en la cara del novio de la quinceañera. La imagen fue como la de aquel pitcher que tuvo la mala suerte de destrozar una paloma en el aire cuando lanzó la bola, nada más que en vez de plumas, volaron dientes y tierra, y en lugar de paloma, fuel morro el que quedó despanzurrado en el terreno. Cayó como Paquiao contra Márquez, ni las manos metió. De inmediato su novia se tiró sobre él para que no lo patearan.
Fue cuando uno de los de azul le gritó a su hermano menor: “yaaaaa, dame el cueteeee hijoooo”, y el chamaco echó a correr hacia el carro. Los de naranja al oír esto comenzaron a replegarse. La pelea había terminado. El que había ido al carro volvió y le entregó algo al que pidió el cuete y este se lo puso en la espalda, fijándolo con el resorte de los shorts, y les dijo: “ahorita sí van a ver, hijos de su pinche puta madre”. Moi, que estaba sentado del lado de los de azul, alcanzó a ver que lo que ocultaba el fanfarrón era un celular, pero los naranjas cayeron en el garlito y comenzaron a correr; para qué averiguar. En la media cancha la quinceañera y el gordito intentaban reanimar al herido pero no reaccionaba, entonces entre varios lo cargaron y comenzaron a llevarlo hacia uno de los carros. “Hijos de su puta madre”, decía uno de los que lo llevaban.
Moi estaba tan metido en esa acción que no escuchó cuando otro quinceañero dijo: “ese culero viene con ellos” y lo señaló con la cabeza. “Estuvo aquí todo el partido, sobre su pinche madre”. Alcanzó a reaccionar lo suficientemente a tiempo para esquivar el zapato que le había lanzado uno de esos locos, que estaban sedientos de venganza. A saltos bajó los gigantescos escalones de la grada y empezó a correr sin mirar atrás, tenía la ventaja de que aquellos acababan de jugar y pelear, en cambio él estaba fresco y ligero por todo lo que había vomitado en la mañana. No le costó mucho ganarles por pies, pero en la grada dejó la maleta con sus tacos, espinilleras, vendas, shorts y la playera que le habían dado la semana pasada. Ya se había desacompletado el uniforme del equipo, eso lo ponía triste. Odiaba estar crudo en domingo.